Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Escuche -dijo, casi sin aliento-. Mi hermano tiene mi billete para Glasgow y creo que ya ha entrado. ¿Puedo pasar y ver si está ahí?

Sin embargo, la mujer de maquillaje inmaculado no iba a dejarla entrar sin un billete.

– Lo siento -dijo, sonriendo-. Es por razones de seguridad.

– ¿Puede llamarlo por el micrófono?

– ¿En qué avión viajaba?

– En el de las siete y media.

– Bueno -dijo, sonriendo otra vez-. El de las siete y media acaba de embarcar. Está a punto de despegar, así que me temo mucho que ha llegado tarde.

– Llámelo -dijo Maureen con lágrimas en los ojos-. Llámelo. No se habrá ido sin mí.

– Me temo que, para llamarlo, tendrá que ir al mostrador de información -dijo, señalándole otro mostrador con su propia cola.

Maureen hizo cola. Había un hombre con un traje muy caro que compraba un billete a Edimburgo con una tarjeta de crédito, y tenía un problema con el límite de dinero. Le dio a la chica del mostrador otra tarjeta y ella la probó, pasándola por la máquina con una uñas muy largas de color rosa.

– Sí -dijo, mostrando una amplia sonrisa color Melocotón Fiesta-. Esta está bien, señor.

Hicieron una pausa para sonreírse mutuamente. Maureen encendió un cigarro.

– Perdone -dijo la mujer, levantándose y cogiéndola por el brazo-. Lo siento mucho pero no puede fumar aquí.

– ¿Por qué?

– Porque es una zona de no fumadores. Hay zonas especiales para fumadores -dijo, señalando las señales colgadas del techo.

Maureen tiró el cigarro y lo pisó, deseando llenarse los pulmones de humo una vez más. El hombre de negocios la estaba mirando fijamente.

– Entonces, ¿va a dejarla ahí?

– ¿Dejar el qué?

– La colilla. ¿La va dejar ahí en el suelo?

– Sí -dijo Maureen, intentando sonar lo más dura posible-. ¿Por?

El hombre de negocios miró a la mujer del mostrador y puso los ojos en blanco.

– Fumadores -dijo él, y ella miró la tarjeta de crédito.

La mujer tuvo la mano encima de la impresora un buen rato mientras salía el billete del hombre de negocios.

– Aquí tiene, señor -dijo ella, sonriendo-. Muchas gracias.

– No. -El hombre se dirigió a los pechos de ella-. Muchas gracias a usted.

Cogió el maletín y lanzó una mirada despectiva a Maureen antes de irse.

– ¿Puedo ayudarla? -dijo la mujer, sonriendo a Maureen, llevando a la práctica lo que le enseñaron en la escuela de azafatas.

– Quiero un billete para el próximo vuelo a Glasgow.

– Me temo que están embarcando en estos momentos.

– Bueno, entonces para el próximo.

– Lo siento, ese es el último vuelo -dijo, sonriendo, y Maureen sabía que estaba disfrutando de lo lindo.

– ¿Y a Edimburgo?

– No. Acabo de vender el último billete para el último vuelo.

Maureen sintió una rabieta de impotencia en el cuello y se abalanzó con la cara sucia encima del mostrador.

– Que te jodan -dijo, anotándose otro triunfo para la diplomacia de Glasgow.

Bajó la escalera, se moría de ganas de llenarse los pulmones de nicotina. Se metió en el ascensor equivocado y fue a parar a la estación Paddington Express. Compró un billete porque tenía miedo de que, si volvía a subir la escalera, se perdería en el aeropuerto. El billete costaba diez libras. Era la única pobre del andén. El túnel estaba revestido de placas de aluminio pulido y las sillas eran de auténtica madera de pino moldeadas. Intentó darle lástima a una millonaria excéntrica y se llevó la mano al dolorido cuello con marcas rojas. Un tren de alta velocidad entró en la estación y Maureen subió y se sentó al lado de la puerta. Cuando el tren se puso en marcha, todos los pasajeros en un radio de tres metros la estaban mirando fijamente. Cuando llegaron a Paddington y se levantó para bajarse, vio la televisión parpadeando encima de su cabeza. Salió corriendo por la estación, siguiendo las indicaciones de la parada de taxis. Abrió la puerta del coche y tiró la bolsa en el asiento.

– A la estación de autobuses Victoria -dijo.

A pesar de haber esperado hasta dos horas antes de que el autobús se fuera, Maureen tuvo que hacer cola en la apestosa oficina de venta de billetes y reservó uno para su vuelta aquella misma noche. La estación de autobuses estaba mucho más abandonada que la de Glasgow. Allí se reunían montones de viajantes desesperados que venían de todos los rincones del país con sus maletas, esperando el autobús que los tenía que llevar lejos. Las paredes de la estación también eran de cristal, algo que era una moda en el diseño de estaciones de autobuses o un sistema nacional para reducir el número de muertes entre los pasajeros que esperaban en la estación.

Maureen se fue a una cabina para llamar a Vik. Casi no pudo escuchar el mensaje del contestador porque a su lado había un hombre escuchando a Mariah Carey con el walkman y estaba cantando lo más alto que podía. Maureen gritó que lo volvería a llamar. Iba a casa esa noche. Lo llamaría cuando las cosas se estabilizaran un poco. Seguro que lo llamaría. Guardaría su encendedor y se lo devolvería cuando todo estuviera en orden. Susurró que pensaba en él, que iba a hacer que las cosas funcionaran, pero el sonido de fondo era tan alto que dudó que él entendiera la última parte.

Faltaban diez minutos para que el autobús saliera cuando consiguió, por fin, hablar con Liam.

– Mauri, ese billete me costó más de doscientas libras, joder.

– Te lo devolveré, Liam, lo siento.

– No me sobra el dinero, ¿sabes?

– Ya lo sé, Liam, te lo devolveré.

– Soy un pobre estudiante.

Maureen estaba segura de que Liam había estado ensayando aquella discusión todo el viaje de vuelta.

– Te lo devolveré mañana -dijo ella-. Lo siento mucho.

Liam se quedó callado un momento.

– ¿A qué hora llegas? -preguntó.

– No lo sé -dijo Maureen, mirando por la estación-. Sobre las seis y media de la mañana.

– Bueno, iba a ir a recogerte pero ahora te jodes -dijo, como si ella hubiera decidido la hora a propósito-. Mauri, siento lo de casa de Martha. Oí tus golpes en el suelo.

– Sí, y yo oí tus golpes en la cama.

– Perdón -se apresuró a decir él.

– No es a mí a quien debes pedir perdón -dijo Maureen.

En el mismo instante en que se sentó supo que todo iba a salir bien. El autobús estaba medio lleno y ella se las arregló para quedarse con la mitad de la última fila de asientos para ella sola. Una mujer mayor se sentó al otro lado, pegada a la ventana, dejando las bebidas ordenadas en el asiento de al lado.

El autobús salió del centro de Londres, cruzó el valle del Swiss Cottage y entró en la autopista M1. Maureen se puso cómoda, apoyó la cabeza en la ventana, veía a gente pasar en coche, casas con sus respectivos jardines, vio cómo las casas que estaban en el valle desaparecían por el marco de la ventana y, de repente, se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Había cambiado de idea y había peleado en el último momento, como la pobre Ann. Pobre Ann, tendida en el sofá con el labio hinchado y los cuatro feos niños.

Maureen estaba a punto de llorar pero los doloridos aros de cartílago de la garganta se resistían. Iba a casa a enfrentarse a todo el mundo, consciente de la sacudida que había sufrido su frágil coraje. Volvía a casa, a Glasgow, y por primera vez recordó que tenía una vida más allá de los problemas del presente. Adoraba los colores de la ciudad, allí tenía un lugar y una historia, entendía la extraña amabilidad de la gente y la racionalidad que se esconde detrás de aquel clima tan brutal. Había echado de menos la pureza del aire, los giros arcaicos del vocabulario y el áspero discurso gutural. Pronto podría bañarse en su bañera, sin la intrusión de Ruchill, y dormir profundamente en su propia cama. Leslie estaría a salvo y Liam ya se había salvado. Ya no le importaba Ann en absoluto, no le importaba si Moe no tenía ningún sentido.

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