Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– ¡Largo! -escupió Toner.

Los pantalones de Elizabeth cayeron a sus pies, descubriendo sus esqueléticas piernas y sus partes húmedas y vergonzosas.

– ¡Fuera!

Automáticamente, Elizabeth se inclinó para subirse los pantalones, golpeándose fuertemente la cabeza contra la pared. Se subió los pantalones cubriendo su lamentable desnudo y salió corriendo, dando tumbos contra las paredes y la puerta en su apresurada huida, saliendo de allí con la bragueta bajada y el vello púbico al descubierto. Maureen la vio huir y masculló algún quejido contra aquel suelo hediondo.

Toner agarró a Maureen por el cuello con sus gruesas manos y la puso violentamente de pie, asfixiándola. De pronto Maureen se acordó. Recordó la navaja, pero tenía la mano helada. Estaba tan asustada que no podía moverse. Estaba paralizada. Toner la levantó por encima de los lavabos, pegó con fuerza su cogote contra la pared, presionándole con fuerza el cuello y enseñando los dientes como si fuera a golpearle el rostro. Estaba paralizada. La presión en la garganta estaba nublándole la vista y empezaba a hinchársele la lengua.

– ¡Dámelo! -rugió, escupiendo saliva. Maureen alcanzó a buscar en el bolsillo de su abrigo, pasando su mano sobre la navaja, y le dio la foto. El la miró, sonriendo como si recordara unas buenas vacaciones, y la escondió en su abrigo. Maureen volvió a meter la mano en el bolsillo y sujetó la navaja, pasando los dedos sobre la parte afilada. Si le acuchillaba con aquello, tenía que matarlo. Si él le apretaba un poco más sobre el cuello, sin duda la mataría.

– Tendrías que habérmela dado la primera vez, estúpida -dijo, y acercó la cabeza hacia ella-. ¿O no?

– Yo sólo…

– ¡Cállate!

Toner aflojó la fuerza de sus dedos sobre su cuello y la presión de su mano disminuyó, dejando que Maureen sintiera el suelo bajo sus pies y buscara un apoyo en las resbaladizas baldosas. Toner parecía muy satisfecho.

– Intenta engañarme otra vez y sabrás lo que es bueno, guarra -dijo, sonriendo para sí mismo. Se puso bien el abrigo y se pasó la mano por el pelo, mirándose en el espejo resquebrajado para asegurarse de que su aspecto fardón seguía intacto antes de salir del lavabo de señoras.

Maureen vomitó. Su abrigo quedó manchado de sangre y leche. Se inclinó sobre aquella moncha rosácea y grumosa, respirando con dificultad, tratando de sobreponerse del agudo dolor de garganta y ojos, y de las lacerantes magulladuras en el cuello y el cogote.

Abrió el grifo para lavarse la boca y se miró en uno de los fragmentos del espejo roto. Su barbilla estaba cubierta de sangre rojo burdeos, sus ojos, pálidos y azules, tenían ahora un tono rosáceo surcado por miles de venas rojas. Su cuello mostraba un moretón de un rojo lívido y se veían las marcas de los dedos de Toner en uno de los lados. La sangre le estaba calando el abrigo por los hombros. La había cagado. Tenía una arma en el bolsillo y la había cagado, maldita sea.

Quería quedarse en los lavabos, quería esperar a que Toner se hubiera marchado, pero sabía que aquello podía no ocurrir nunca y cuanto mayor tiempo permaneciera allí más asustada estaría. Se limpió de nuevo la boca, y pasó la lengua por el corte de su barbilla. Era un buen tajo, largo y profundo, y sangraba abundantemente. Secó el vómito de su abrigo, se colocó el cuello de manera que cubriese las magulladuras de su cuello, recogió su bolsa y cuidadosamente hizo un nudo en el asa. Echó un último escupitajo de sangre en el lavabo y levantó la cabeza para salir al bar.

Toner todavía estaba allí. La miró mientras ella salía, con una mirada lasciva como si se la hubiera mamado. Murmuró algo hacia los moscones, que la miraron y se echaron a reír. Maureen cruzó vacilante la sala, sintiendo la mirada de todos. Cruzó la puerta de entrada a la vacía sala de copas y se detuvo ante la barra, diciéndose a sí misma que tomaría un whisky sólo para demostrarle a Toner que no tenía miedo. Pero era una mentira piadosa. Necesitaba un whisky para sobreponerse de aquel golpe y no resistiría mucho sin salir de allí. Se pasó la lengua por el corte, siguiendo los bordes hasta los extremos, intentando saber cómo era de largo. El camarero se acercó a ella.

– ¿Qué te pongo? -dijo con un sonrisa nerviosa de suficiencia.

– Un whisky doble -dijo Maureen, manteniendo la vista baja y mordiéndose la herida de su barbilla con los dientes mientras hablaba. El camarero se inclinó hacia ella y le llenó el vaso dos veces, para tirarlo después delante de ella. Maureen sólo tenía un billete de veinte y algo de dinero suelto. Buscó el dinero justo con dedos temerosos. El camarero no volvería con el cambio si le daba el billete, consciente de que ella no podía volver a la otra sala en su busca.

– No te quedes aquí -murmuró, mientras ella le daba, moneda a moneda, el dinero-. No quiero follones aquí dentro.

Maureen se llevó el vaso a la boca, echó un trago de whisky con sabor a sangre, y sintió como el líquido punzante le penetraba la herida, tan suave y agradable como un puñetazo en los pechos.

– Eres un gilipollas -dijo Maureen, con voz ronca y ahogada.

El camarero levantó el vaso y pasó un trapo por la barra.

– ¡Largo de aquí! -dijo y la siguió con la mirada hasta que salió.

Quería olvidar a Ann, quería irse y encontrarse con Liam y dejar aquello. Un viento cortante recorría la calzada, llevándose consigo el polvo y la mugre de la ciudad, y casi no le dejaba ver. No podía mezclarse con toda la gente que caminaba por la calle ancha que la mirarían al pasar, que olerían el vomitado del abrigo y verían que tenía marcas en el cuello. La había pegado delante de todos, quince hombres en una habitación, y ninguno dijo nada. Todos pensaban que se lo tenía merecido.

Maureen se preguntó si Toner había matado a Ann delante de ellos, si el público silencioso también había presenciado aquello y se había quedado impasible. Tenía muchas ganas de irse a casa pero también sabía que no podía dejar que él se saliera con la suya. Necesitaba encontrar a Elizabeth. Se detuvo y miró arriba y debajo de la calle, tratando de imaginarse dónde iría una mujer con el culo al aire. Elizabeth se había llevado un buen susto y estaba muy nerviosa. Buscaría tranquilidad y sosiego. Maureen miró hacia Brixton Hill. Elizabeth debía de estar en Argyle Street. Estaría en casa de Parlain.

Maureen subió la colina, por la acera más estrecha, a toda prisa. Parlain ya no tenía ninguna razón para perseguirla: le había dado la fotografía a Toner y él ya no podía hacer nada, pero ella seguía muerta de miedo. Pensó que tendría miedo durante una larga temporada.

No quería subir la escalera, ni siquiera esperar fuera. Le dolía la garganta y se sentó en el suelo frente a la parada de autobús de Perspex, vigilando el otro lado de la calle, encendió un cigarro y tragó sangre, buscaba señales de Elizabeth por la calle. En el instante en que se quedó helada en el lavabo sabía que no podía desenvolverse sola. Era como Leslie, no podía con todos, y ser consciente de ello le daba mucho miedo. Recordó la sensación de pasar la mano de la fotografía a la navaja en el bolsillo, tocando el frío metal con la palma de la mano, y estar demasiado asustada para cogerla y usarla. Vio una sombra que salía del edificio de Tam Parlain.

Elizabeth salió por la puerta y bajó por encima de la hierba llena de barro hasta la calle, con las rodillas temblorosas, el jersey mal colocado, como si la hubieran atacado. Maureen se levantó y Elizabeth la vio. Cruzó la calle sin mirar y corrió hacia Maureen.

– ¿Puedes ayudarme? -Elizabeth estaba desesperada, miraba constantemente hacia la puerta-. Mi amigo no quiere, ¿puedes ayudarme?

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