Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Liam suspiró y cogió la chaqueta del suelo.

– Te veré mañana por la mañana, Mauri.

Maureen se acomodó en el sofá, vestida de pies a cabeza, enfadada con Martha y su piso hortera decorado al estilo hippy. Sabia que debía tomar una decisión. Podía abandonar al bebé de Una a su destino, quedarse lejos de todos y seguir con su vida con los ojos cerrados a gente decente como Vik. O bien podía levantarse y afrontarlo. Quería a Vik y las noches de cine y los días en la playa y la botella de vino. Quería una compañía normal, decente. Quería a Vik.

Había estado pensando en Michael y en el bebé de Una durante más de una hora cuando escuchó que el suelo de la habitación de al lado crujía y oyó los gemidos de Liam. Maureen golpeó el suelo para recordarles que ella estaba allí pero no le hicieron caso. Intentó no oírlos cerrando la puerta del recibidor pero se quedaba abierta por el suelo inclinado y el marco dado de sí.

Se sentó junto a la ventana, lo más lejos que pudo de la puerta, observando los camiones y los taxis negros que se paraban en el semáforo, mientras Liam se estaba tirando a Martha para quitársela de encima.

Se despertó en el hueco sillón, convencida de que estaba en casa y de que Una estaba vomitando sangre por la ventana. Se le había caído el cigarro y había quemado la alfombra. No podía ponerse enfrente de Liam ni de Martha, no podría disimular su enfado. Metió las cosas en la bolsa y dejó una nota para Liam en la que le decía que se encontrarían en el aeropuerto. Salió del piso de puntillas, bajó la escalera y salió a la calle. Quería encontrar a Elizabeth.

Con la guía de Londres en la mano, fue desde la casa de Martha hasta Brixton. Había pocas nubes y los rayos del sol inundaban las calles. Hacía calor. Lynn estaría en su casa en Glasgow, esperando que su Liam volviera. Pensó en Liam e intentó recordar qué le había dicho a Tonsa. Necesitaba dormir dos días enteros. Se paró a comprar cigarros y un cartón de medio litro de leche, y se lo bebió por el camino desde Oval hasta Brixton. Le vino a la cabeza la imagen de Michael con el hijo de Una en brazos, le estaba cortando las piernecitas con las afiladas uñas.

Estaba de pie al borde de la acera de la calle más ancha, esperando para cruzar, cuando levantó la mirada y vio a Frank Toner caminando por la acera con una cría colgada del brazo. Era alta pero increíblemente joven, como una niña alargada y con pechos. Toner la cogió por la cintura y la apretó contra él, haciendo que se le doblara el tobillo mientras él hundía la cara en la abundante melena de la chica. La chica sonrió ampliamente, abrió la boca y enseñó todos los dientes, pero los ojos dejaban entrever que estaba asustada. Cuando Toner apartó la cara, se giró y miró directamente a Maureen. Se paró y a Maureen se le cortó la respiración.

Venía directo con la cabeza alta, cruzando la calle con la chica, ahora la llevaba de la mano. Los coches frenaron y ella lo siguió cautelosa, precavida encima de los tacones de aguja que llevaba. Toner aceleró el paso, moviendo el brazo libre como si fuera un lustre. La chica lo hacía ir más despacio así que la soltó y la dejó en mitad de la calle. Se quedó helada, el pelo negro le caía encima de los ojos mientras los frenos de un Volvo chirriaban delante de ella. Frank Toner venía.

Maureen se quedó quieta en la acera, observándolo. Debería haber echado a correr pero estaba sudada y muy cansada, y sabía que tampoco habría ido demasiado lejos. Si moría ahora, jamás volvería a casa, jamás vería Ruchill o tendría que salvar al hijo de Una, Liam estaría a salvo y Vik quedaría para siempre como una posibilidad. Contuvo el aliento y él alargó un brazo, la agarró por el sobaco con una mano rígida, la levanto y sus pies perdieron el contacto con el suelo, y cruzó toda la acera llena de gente. Detrás de ellos, la chica estaba temblando encima de los tacones y gritaba «¡Frank! ¡Frank!». El aire olía a agua, como la brisa de Garnethill, y Maureen se resignó.

Toner la llevaba al principio de Coldharbour Lane. Le hacía daño, le estiraba los tendones, le apretaba los huesos, la cogía más fuerte de lo necesario. La gente los miraba, Toner calle arriba con la barbilla bien alta y una mujer menuda y cansada colgada del brazo. No parecía asustada, ni preocupada, sólo estaba colgada junto al hombre como un títere con una mata de pelo rizado.

Giraron la esquina y subieron por Coldharbour, pasaron por delante de las bonitas tiendas y de los bares de hombres de negocios, en dirección al Coach and Horses. Pero Leslie necesitaba la Polaroid. Leslie la necesitaba. Maureen empezó a forcejear, rascándole la mano a Toner y llamando su atención cuando pasaron por delante de Electric Avenue. Una sombra se les acercó, Toner cayó al suelo, soltando a Maureen y se quedó boca abajo. Un brazo rodeó a Maureen por la cintura, la levantó, la puso horizontal y empezó a correr calle abajo, la llevó al mercado y se mezclaron entre las tiendas.

Mark Doyle la dejó en el suelo y la cogió del antebrazo, apretándole la piel con aquellas callosas manos. La llevó hasta un oscuro portal, por un pasillo estrecho y descubierto, cruzaron otra puerta y subieron una tramo de escaleras de madera desgastadas. Él se puso detrás y Maureen corrió lo más rápido que pudo, despierta y asustada de repente, preocupada. Subieron cuatro tramos de escaleras hasta que llegaron frente a una puerta. Doyle abrió la puerta con tres cerraduras gruesas e hizo entrar a Maureen. Era una habitación con los techos altos y muy amplia, sin muebles, inundada por la luz del sol que entraba por una ventana en forma de arco que había al fondo.

Maureen se acercó a la ventana con cuidado, de puntillas, para mirar afuera, por si Toner estaba allí. Estaban tres pisos por encima de las tiendas de la calle ancha. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Al otro lado de la habitación había un saco de dormir rojo arrugado encima de un colchón sucio y un cenicero lleno al lado. Los dos respiraban con rapidez, tenían las caras bañadas en sudor y preocupación. Maureen estaba a punto de preguntarle por qué le había salvado la vida cuando se dio la vuelta y lo vio fregándose las manos.

– Eres más fuerte de lo que pareces -dijo él.

Estaba sola con Mark Doyle en una habitación que nadie sabía dónde estaba, sin salida y con tres cerrojos.

– Mucho más fuerte.

Mark Doyle sonrió y fue hacia Maureen, que estaba resoplando sola junto a la ventana.

39. Muerte

Doyle estaba sentado en el suelo de cemento a un metro de ella, fumándose un cigarro.

– ¿Por qué no te resististe?

Maureen metió la mano temblorosa en el bolsillo y sacó los cigarros. Se puso uno en la boca y la visión del encendedor de Vik le hizo tener arcadas.

– No sabía que eras tú -susurró, un poco más tarde.

Él la miró con curiosidad.

– Quiero decir con Toner. ¿Por qué no te resististe cuándo te agarró? Te vi de pie en la calle, viendo cómo venía. Pensé que ibas a sacar una pistola o algo así, por como lo mirabas.

Maureen no contestó. Estaba preparada para morir a manos de Toner pero no para esto, no para Mark Doyle. No quería ser como Pauline, muerta debajo de un árbol, no quería morir con un chorro de semen en la espalda. Había mucha luz en la habitación y la piel de Doyle estaba peor de lo que Maureen se había imaginado. Tenía la cara llena de granos blancos, con escamas de piel rojiza en las puntas. Estaban sentados en el suelo debajo de la ventana con las espaldas apoyadas en el radiador apagado. Doyle tenía las piernas dobladas, los codos apoyados en las rodillas y la gran mano enrojecida colgando.

El humo del cigarro flotaba en el aire, dibujando nubes blancas vivas en los rayos de sol.

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