Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– La otra noche me hiciste daño -dijo ella, pausadamente-. Me dolió el codo todo el día.

Él asintió, hundiendo la barbilla en el pecho, pero no se disculpó.

– La foto -dijo-. Toner habría tardado dos minutos en saber que la tenías tú. Tienes que deshacerte de ella.

Maureen se acurrucó en el abrigo.

– ¿Eso es lo que quería?

– Posiblemente -dijo Doyle-. Seguramente pensó que eras muy dura porque ibas enseñando la foto por los bares y luego te has quedado ahí quieta mientras él iba hacia ti. -Y se estremeció, riendo como una chica nerviosa.

Liam tenía un billete para ella y nunca llegaría al aeropuerto. Maureen esperaba que, en cualquier momento, Doyle se le acercara, diera un paso adelante y le pusiera una mano encima. Se había levantado y estaba mirando por la ventana.

– ¿Conocías bien a Pauline? -dijo él.

Maureen tenía el encendedor de Vik en la mano y pensó en cómo Hutton quemó la casa de su enemigo para deshacerse de él. Ella podía quemar a Doyle, sólo tenía que inclinarse un poco y acercar el encendedor a la chaqueta. Le miró la manga. Era de lana. Si la quemaba, desprendería muy mala olor. Se puso a llorar, aguantándose la frente con una mano, clavándose las uñas en la cabeza.

– Estuvimos juntas en el hospital -dijo, conteniendo el aliento para dejar de llorar, aumentando la presión sanguínea.

Doyle no se molestó en intentar consolarla. Miró a otro lado y dio una calada al cigarro. Si tenía que morir, Maureen quería que fuera rápido, no quería vivir una larga y lenta violación con paliza incluidos y ver a Doyle entrar y salir en la habitación, dejándola ahí para volver cuando quisiera. De todos los finales, este no. Si tenía que morir como Pauline, quería que fuera rápido. Se le acumuló la sangre caliente en el pecho.

– Pauline me lo contó todo -dijo ella-. Sobre su padre y su hermano. En el funeral…

Doyle la observaba boquiabierto, con la mandíbula colgando y los ojos entreabiertos.

– Todos sabíamos lo que le hiciste. Yo puse ácido en la cerveza de tu padre para joderlo.

Él levantó las cejas, sorprendido, y se estremeció, tenso. Volvió a fumar tranquilamente. Maureen estaba indignada y acalorada, enfadada con todos aquellos que habían callado y habían permitido que Doyle siguiera vivo y que Pauline estuviera muerta. Maureen tiró el cigarro en una esquina.

– Era encantadora. -Su voz resonó por toda la habitación-. Era amable, dulce y atenta, y nunca dijo nada, para proteger a tu madre, ¿lo sabías? ¿Sabías que fue por eso por lo que nunca dijo nada? Mira si pensaba en ella. Prefirió volver a ese infierno, volver a casa y morir, que hacerle daño a su madre.

La boca de Doyle adoptó una forma triste y se tocó el corazón con la punta del pulgar.

– Y a mí -dijo-. Me protegía a mí. -Y se quedó embobado mirando al suelo.

– No, no lo hacía. -Maureen se levantó y se abalanzó sobre él, gritándole, con los puños cerrados y la voz mojada e histérica-. Joder, no te estaba protegiendo. Te odiaba. Si no hubiera estado tan enferma y débil, habría ido a la policía y te habría denunciado, psicópata asesino. Y ahora estarías pudriéndote en la cárcel y lejos de otras Paulines, que es donde deberías estar.

Doyle no reaccionaba: estaba sentado tranquilamente, observando cómo ella le gritaba, viéndola llorar, escuchando sus insultos.

– Le arruinaste la vida -dijo ella-. Una vez me dijo que iba dejando un rastro de sangre detrás de ella. ¿Te imaginas lo que es eso? Cogiste su vida y la convertiste en algo miserable. Todo lo que hacía le parecía sucio por tu culpa.

Doyle observaba sin demasiado interés cómo lo abucheaba, pestañeaba constantemente, y no estaba enfadado como sería de esperar. Cerró los ojos, apretando las pestañas. La ira de Maureen desapareció de repente y ella se vio otra vez en una habitación aislada acústicamente con el hombre más peligroso que jamás había conocido. Respiró intranquila, el labio inferior le temblaba contra los dientes. Doyle no estaba lo enfadado ni lo ofendido que tendría que estar.

Tiró el cigarro al suelo y lo apagó con la punta callosa del dedo.

– Nunca os lo contó -susurró, mientras tiraba chispas rojas al suelo de cemento. Inclinó la cabeza y cuando la levantó, no miró a Maureen-. No me lo creo. No os lo dijo.

– ¿Qué?

Él agitó la cabeza despacio.

– No fui yo -dijo al cabo de un rato.

– ¿Qué quieres decir?

– No fui yo -dijo.

Ella retrocedió y lo miró. Doyle no era una criatura social; no mentiría para caer bien. Los rayos del sol iluminaron su pelo despeinado. Si Mark no le pegó a Pauline, entonces fue su otro hermano. Maureen estaba de pie en medio de la luz que entraba por la ventana, mirando las sombras, intentando ver la cara de Doyle.

– Mark -dijo-, ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió a tu hermano?

– Mi hermano está muerto -dijo, directamente, rascándose una costra del cuello y mirando fijamente al suelo.

– ¿Cómo murió?

Doyle la miró a los ojos mientras se tocaba la yugular. Tenía las puntas de los dedos de color amarillo.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó ella.

– Un mes después de lo de Pauline -dijo, pausadamente.

– ¿Qué le pasó a tu padre?

– Salió del hospital, después de lo que le hiciste. -La señaló, con la punta del dedo iluminada por la luz-. Luego… murió-. Se miró la mano, gris y dolorida.

– ¿Mark? -dijo ella. Se agachó para que la mirara a los ojos pero él no lo hizo-. Mark, eso es increíble -dijo suavemente.

Sin embargo, Doyle agitó la cabeza.

– Fue un error.

– Pero lo hiciste por Pauline.

– Lo hice por mí -dijo en voz alta, como si ya hubieran tenido aquella conversación-. Estaba furioso. Si hubiera pensado en Pauline, la habría cuidado más mientras estuvo viva. Respecto a Pauline, para mí todo era igual antes de muerta que después. Todo era igual. Lo hice por mí.

– Pero, Mark, al menos tú hiciste algo.

– Deja de decir mi nombre.

– Yo sólo lo digo, mientras que la mayoría no hace nada.

– La mayoría tiene razón -dijo, tocándose una costra de la cara-. Lo único que he hecho ha sido desperdiciar mi vida. ¿Es por eso que buscas a los que mataron a esa tal Ann? ¿Para hacer algo?

Ella se encogió de hombros.

– Han detenido a su marido -dijo ella.

– ¿Y por qué te importa tanto? ¿Es tu novio?

– No.

– Bueno, ¿y por qué tanto interés?

– Se merece un descanso.

Doyle la miró.

– Nadie se merece nada -dijo.

– Pero tu padre y tu hermano, ¿no se merecían lo que les pasó?

– Y ellos pensaban que Pauline se merecía lo que le hicieron. Charlo con hombres. Oigo lo que dicen. ¿Sabes lo que dicen de las mujeres como Pauline? Que se lo merecía, que lo estaba pidiendo, que debía de haber hecho algo.

Maureen tenía mucho calor porque le estaba dando toda la luz del sol y tenía el paquete de tabaco en el suelo pero no tenía fuerzas para sentarse en el suelo, a la sombra, junto a Doyle.

– Aquel hombre -dijo ella-. Los asistentes sociales se llevaran a sus hijos si no consigo averiguar nada. Yo creo que la mató Frank Toner.

Doyle volvió a estremecerse y ella lo miró. Tenía la boca cerrada, con los labios relajados, pero tenía unos ojos perfectamente delineados como dos medias lunas geométricas, rodeados de pestañas negras. Esos estremecimientos no eran un tic repugnante: no podía reírse a carcajadas porque si tensaba la cara, la piel seca de las mejillas se le caería a pedazos. Sacó el paquete de cigarros y encendió uno.

– Frank Toner no la mató -dijo, guardándose el paquete en el bolsillo sin ofrecerle uno a Maureen-. No se molestaría en hacerlo él mismo. Y, de todos modos, ahora no estaría tan indiferente.

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