Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Elizabeth no mentía. Realmente creía que deambular por el Coach and Horses era un estilo de vida.

– ¿Cómo os cuidáis? -preguntó Maureen, curiosa por escuchar qué justificación le daba y deseosa de que le diera una.

– Hum… -dijo Elizabeth, con la mente completamente en blanco-. Hacemos muchas cosas… -No se le ocurría ninguna-. Cosillas.

Maureen se imaginó que seguramente Elizabeth hacía muchas cosillas y que las cobraba todas.

– Sí -dijo Elizabeth, perdiendo un poco el hilo-. Eres escocesa -dijo, de repente, sonriendo-. Me gusta Escocia.

– ¿Oh? -dijo Maureen-. ¿Has estado allí alguna vez?

– Sí, voy algunas veces -dijo Elizabeth, que no recordaba ningún momento triste ni alegre-. Ahora ya no, pero solía ir.

– ¿En tren?

– A veces. -Empezaba a ser imprecisa, sin dar detalles.

– A Ann la asesinaron -dijo Maureen.

– Lo sé -dijo, volviendo en sí-. Lo sé.

– ¿La conocías bien?

– No demasiado. -Elizabeth sonrió nerviosa-. No sé nada de eso…

Volvió a mezclarse entre la multitud. Maureen había perdido los cigarros. Levantó la mirada y vio a la pareja de la mesa. Maureen lo miró a él. Era un hombre grande, bastante fornido para estar entre los escuálidos borrachos. Estaba enfadada con él pero no recordaba por qué. No podía identificar a ninguno de los dos, pero la mujer le era especialmente familiar. Le dio vueltas. Estaba segura de que la conocía de algún sitio y, de repente, le vino a la cabeza: era Tonsa.

Tonsa era una mujer de mediana edad muy elegante con mechas rubias en el pelo. Siempre iba muy bien vestida con ropa de diseñadores aburguesados. Liam la conocía porque era camello profesional, subía y bajaba de Glasgow una vez al mes. Una vez, en Glasgow, se la habían presentado a Maureen. Los ojos eran los que la delataban: estaban en blanco. Liam decía que podías acudir a ella con una aguja clavada en cada mano y que ni parpadearía, por eso era tan buena en su trabajo. Tonsa casi consiguió, unos meses atrás, que arrestaran a Liam: sin ningún motivo, le contó a la policía que le había pegado, pero se retractó en el último momento. Maureen cruzó la sala hasta donde estaban ellos.

– Hola -dijo, sentándose con torpeza en una silla-. ¿Te acuerdas de mí? -dijo, golpeando a Tonsa en el brazo-. Tonsa, Tonsa, ¿no te acuerdas de mí?, ¿de mi hermano, Liam? Él nos presentó.

Tonsa ignoró a Maureen y estiró los puños de su abrigo Burberry, haciéndose la despistada.

Maureen miró al hombre. Él se reclinó en la silla.

– ¿Qué haces aquí? -dijo él.

Era escocés y Maureen sabía que lo conocía de Escocia.

– Bueno, darme una vuelta. -Quería pegarle fuerte pero no recordaba por qué. Todavía había un grupo de gen-te alrededor de Frank Toner-. ¿Ves a ese tío calvo de ahí?

Él la miró fijamente.

– ¿Qué pasa con él?

Maureen agitó la cabeza, pensó que quizá lo había conocido un día y lo había olvidado.

– ¿Qué le pasa?

– No te preocupes por él.

Tonsa, que no había reconocido a Maureen, se levantó y se fue. Maureen miró al hombre y recordó por qué lo odiaba tanto, por qué estaba tan enfadada con él, por qué era Michael. Era Mark Doyle.

– Tú -dijo ella en voz alta, apoyándose en la mesa-. ¿Quién mató a Pauline?

Mark Doyle se inclinó hacia delante, de repente, la cara rojiza con marcas de granos había resucitado y estaba viva.

– Te voy a partir la cara. Lárgate de aquí.

Maureen estaba demasiado borracha. Parpadeó ante sus palabras. Mark Doyle hizo sobresalir la mandíbula, como si pudiera recibir un puñetazo sin inmutarse.

– No quiero problemas -dijo ella, consternada ante su propia embriaguez-. Sólo estoy tomando algo.

Doyle estaba de pie, tenía a Maureen cogida por los hombros, le estaba clavando los dedos en la carne blanda que había entre los huesos, haciendo que Maureen estuviera a punto de desmayarse y que no pudiera respirar. La levantó.

– Lárgate -gruñó, mientras la levantaba y la llevaba hasta la puerta-. Lárgate.

Todo el mundo observaba cómo la levantaba con una caricia aparentemente amable en el codo, y cómo ella estaba casi llorando de dolor. Mark Doyle abrió la puerta del bar y la tiró a la calle. Maureen no cayó al suelo, sólo se tambaleó un poco hacia delante, apoyó los nudillos en el suelo y fue a parar encima de una pareja que pasaba por allí, a los que casi tira a la carretera.

– Ahí -dijo Doyle-, y no vuelvas a entrar.

Sarah no estaba nada contenta de verla. Llevaba el pijama y le repitió a Maureen una y otra vez que era la una y media y que ella tenía que madrugar para ir a trabajar. Maureen se sentó en la cama mientras Sarah le gritaba que no podía quedarse allí, ni un día más, nunca más. Se estiró en la cama sin desvestirse y se prometió a sí misma no volver a beber tanto nunca más. Se puso la mano ensangrentada encima del pecho y la voz de Sarah sonaba como música de fondo, mientras empezaba un baile de hojas griegas sobre su cabeza y Michael rondaba por el baño negro.

36. Descubierta

Maureen se vio envuelta en el frío del recibidor y los marineros sifilíticos la observaban desde el techo. Sarah la tenía agarrada por el abrigo. Había entrado en la habitación mientras ella dormía y le había metido todas sus cosas en la bolsa de ciclista. Despertó a Maureen y la hizo bajar las escaleras a codazos. Aparte del malestar típico de una resaca fuerte, le dolían los nudillos y le daban pinchazos en el codo cuando intentaba estirarlo. Sarah le tiró la bolsa a la acera desde la puerta de casa.

– No puedo soportarlo, Maureen, lo siento. Esta es mi casa.

– Por Dios, Sarah…

– No digas nada.

– Lo siento. Siento haber llegado borracha, bebí un poco más de la cuenta…

– ¿Un poco más de la cuenta? -chilló Sarah, y su voz fue como clavarle una aguja en el ojo a Maureen-. ¡Eres una alcohólica!

Maureen levantó la mano dolorida.

– Joder, cálmate -dijo-. Por Dios, tengo una resaca terrible, ¿es que no tienes compasión?

– Sí que tengo, tengo mucha compasión con aquellas personas que no se autodestruyen…

– Lo que te pasa es que estás cabreada porque no me leí aquellos folletos de Jesús.

– Fuera de mi casa.

La luz brillante del sol la atacaba y le ardían los ojos. Estaba avergonzada de ella misma mientras bajaba por la calle hacia la estación. Había metido la pata hasta el cuello y había dicho la única palabrota que estaba asegurado que haría enfadar a Sarah. Entró en un quiosco de Blackheath Village y compró un paquete de tabaco. El dependiente se lo estaba cobrando cuando Maureen vio un estante lleno de gafas de sol baratas. Compró impulsivamente el par que parecía más barato. Eran un modelo recuperado de la década de los setenta, con los cristales marrones y una montura de plástico naranja. El hombre le cobró diez libras por las gafas al ver que estaba demasiado abatida como para discutir. Salió a la calle y se las puso, encendió un cigarro y dio las gracias en silencio a la humanidad por el milagro del tabaco.

Iba gruñendo en el tren que no dejaba de moverse cuando miró el busca y encontró un mensaje que Leslie le había enviado la noche anterior: habían detenido a Jimmy y tenía que volver a casa inmediatamente. Maureen intentó hablar con ella desde una cabina en London Bridge pero no contestaba nadie. Miró calle abajo. Los coches y los camiones pasaban por delante de ella, convirtiendo el aire en viento. Quería volver a pasar frío y a ver edificios familiares, tener una casa donde ir, una cama donde esconderse, ropa limpia que ponerse, ver colinas en lugar de aquel asco de llanura infinita. Pero no podía volver a casa; no podía volver a Ruchill.

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