– No. -Maureen intentó recordar el nombre de otro bar-. Era el que está junto a… -Señaló con el dedo y frunció el entrecejo como si no se acordara muy bien-. Junto a… Frente a la estación de tren, cruzando la calle.
Él estaba a su lado, inclinado y con la frente arrugada.
– ¿El Swan?
– Es posible, no conozco demasiado bien esta zona.
Maureen quería salir de allí. Lo sentía mucho por Parlain pero no sabía de qué era capaz. Él se acercó todavía más y ella notaba su respiración en la frente.
– ¿Un bar grande, con una barra muy larga y un camarero calvo? ¿Habla como un maricón?
– Creo que sí -dijo ella, con muchas ganas de largarse-. Exacto, en ese.
– ¿Cómo era el hombre?
– ¿Qué hombre?
– ¿El que se quedó con la foto?
– Bajo, con acento inglés y llevaba un abrigo negro…
– ¿Gordo?
– Sí, estaba bastante gordo.
– Ya -dijo él, con los brazos colgando y los dedos retorcidos como gusanos. Volvió hasta la ventana y miró el paisaje-. ¿Y estaba allí cuando te fuiste?
– Sí, fue hace quince minutos. Me sonó el busca cuando estaba con él. -Parlain iba a marcharse al Swan y la iba a dejar allí.
– Yo lo llevaré hasta el lugar. Era un tipo amable, estoy segura de que me devolverá la foto si se la pido.
Él la miró.
– Sí. -Se le estiraba el cuello cada vez que movía la cabeza-. Tú vendrás conmigo.
Salió disparado hacia otra habitación y volvió con una vieja chaqueta de piel.
Maureen se preguntó si también habría tenido la precaución de lavarla con agua y jabón. Se levantó, con una sonrisa estúpida en la cara.
– Pues vamonos -dijo contenta-. Le invitaré a una cerveza, si quiere.
Sin embargo, Parlain no se ablandó con la cortesía. Ignoró la oferta de Maureen, abrió la puerta y salieron al rellano. Maureen notó la corriente de aire cálido que subía por las escaleras y supo que era muy afortunada por haber salido de aquel sitio. Parlain miraba de reojo las escaleras mientras cerraba la puerta con cuidado. Se dirigió hacia la escalera, girándose de vez en cuando para verificar que ella lo seguía. Bajaron las escaleras y salieron a Argyle Street.
– No estoy muy segura de que se llame Swan -dijo Maureen, pensando mientras caminaba-. Está pasada la boca del metro y un poco más arriba.
Parlain se paró.
– No es el Swan.
Maureen lo cogió por el codo, indicándole que ella se quedaría con él todo el rato.
– Da igual, vamos, se lo enseñaré. Por aquí.
Tomaron la calle que iba a parar a la calle principal. La paranoia de Parlain no se reducía a su casa, andaba cabizbajo, mirando al frente, intentando pasar desapercibido.
– Recto y al otro lado de la calle -dijo ella.
Caminó a su lado mientras bajaban la colina, parloteando sobre lo malo de Escocia, el frío que hacía, lo mucho que le gustaba Londres y lo amable que era todo el mundo. Parlain dejó de contestarle después de los primeros doscientos metros y Maureen dejó que la conversación se fuera apagando gradualmente. Cuando habían pasado el edificio de la seguridad social, Maureen empezó a reducir la marcha, andando en el límite del campo visual de Parlain durante un rato, retrocediendo un poco cuando giraron la esquina de una calle estrecha. Dejó que él cogiera un metro de distancia y entonces salió disparada, primero andando lo más rápido que pudo y luego corriendo, girando la esquina, corriendo, corriendo para alejarse de él. Bajó corriendo por Brighton Terrace y acortó el camino por una serie de callejuelas antes de llegar a la calle principal y entrar disparada en el McDonald's. Se sentó en la mesa del fondo de espaldas a la ventana. Kilty Goldfarb la vio entrar. Miró a su alrededor, se rió y se levantó, caminando despacio hacia la mesa como el malo de la película.
– Hola -dijo-. ¿Me estás evitando?
– Kilty -dijo Maureen, sudando y mirando hacia la mesa-. ¿Te apetece ir a tomar algo?
– Sí.
– ¿Por qué no sales a la calle y paras un taxi para ir al centro?
– Pareces muerta de miedo.
– Estoy muerta de miedo -susurró Maureen.
Kilty se levantó y desapareció. Al cabo de dos minutos golpeó a Maureen en el hombro.
– Venga -dijo, mirando al exterior como un guardaespaldas. Maureen se levantó y se fue deprisa hacia el taxi que las esperaba en la puerta-. ¿Dónde vamos? -dijo Kilty, cerrando la puerta del taxi y sentándose junto a ella.
– A un lugar con mucha gente y muchos bares -dijo Maureen.
– A Covent Garden -le dijo Kilty al conductor.
El taxi hizo un ruido cuando el taxista quitó el freno de mano y desaparecieron por la calle principal.
Leslie había dormido toda la noche en el sillón. Quería salir de aquella casa helada al menos durante una hora pero no podía controlar a los niños. Estaban muertos de hambre y no había nada de comer en los armarios, sólo pan de molde. Había decidido vestirlos y llevarlos a la cafetería pero Alan había escondido la ropa para que nadie se los llevara.
John, de seis años, estaba jugando tranquilamente con los pequeños, hablándoles e intentando que se pusieran el casco de Leslie, pero como era grande y negro les daba miedo. Se lo puso él para enseñarles que no era nada malo y se sentó delante de ellos, acariciándoles las pequeñas piernas. Alan todavía llevaba el pijama y estaba sentado en la silla de su padre, con las manos encima de los reposabrazos pegajosos, mirando a Leslie como un pequeño genio diabólico.
– Dónde está la ropa, Alan -dijo Leslie, por cuarta vez en quince minutos.
Alan sonrió hacia ella.
– ¿Dónde coño está la ropa? -gritó Leslie, acercando su cara a la del niño.
– Eh, son niños, no puedes hablarles así -dijo Cammy, estirándola por el brazo-. Están muy asustados.
Leslie lo miró fijamente.
– No me levantes la mano.
– No te estoy levantando la mano, Leslie. Sólo te digo que los vas a hacer llorar si les gritas así.
Como si fuera un acto reflejo, Alan se puso a llorar.
– Quiero a mi papá -dijo-. ¿Dónde está mi papá?
John empezó a lloriquear debajo del casco. Los bebés se contagiaron del ambiente y empezaron a chillar.
– ¿Lo ves? -dijo Cammy-. Les has hecho llorar.
Leslie le dio un fuerte golpe en el pecho.
– No, Cameron, tú les has hecho llorar.
Justo en ese momento, se abrió la puerta de casa y apareció Jimmy acompañado por los dos policías. Los niños corrieron hacia él en silencio, tambaleándose y arrastrándose hasta su padre, aferrándose a las piernas y manos de Jimmy, apoyándose los unos en los otros cuando resbalaban. El último en llegar fue John. Como no veía con el casco puesto, se había golpeado contra el marco de la puerta había caído y luego se había levantado. Se agarró al jersey de su padre, estirándolo por un lado, dejando al descubierto el esquelético y amarillento hombro de Jimmy. El padre los calmó con una caricia a cada uno y haciéndolos callar, pero los niños seguían estirando fuerte de él, amarrándolo como a un Zeppelin descarriado.
– Jimmy, ¿dónde está el billete? -dijo el hombre gordo, con cara de cansado. Tenía a Jimmy agarrado por la axila y parecía que tuviera muchas ganas de estamparlo contra la pared-. ¿Está debajo de la silla?
– Sí. -Jimmy parecía agotado.
La mujer rubia levantó el cojín y empezó a buscar entre los papeles.
– Jimmy -dijo Leslie-, ¿cómo es que ya has vuelto? ¿Te han soltado?
– Solo hemos venido a buscar una prueba -dijo Williams-. El señor Harris tomó un avión a Londres la semana que mataron a su mujer.
– Ah, venga ya -dijo Leslie-. ¿De dónde sacaría el dinero para coger un avión a Londres?
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