– Será divertido -dijo Maureen, mientras tardaba siglos en encontrar el dinero exacto para pagar el taxi-. Venga.
– Será muchas cosas -dijo Kilty, muy seria, sin vocalizar-, pero no divertido.
El Coach and Horses estaba espeluznantemente tranquilo. No había ninguna intención de hacer relaciones, no había grupos hablando entre ellos, nadie hacía ningún esfuerzo por disfrazar la tarea de beber. El camarero que le había hablado de ella a Parlain no estaba. Respiró hondo y llevó a Kilty hacia la sala de la izquierda, la de los bebedores empedernidos. Se fueron a la barra y Maureen pidió un whisky triple con lima y hielo.
– Yo tomaré lo mismo -dijo Kilty.
El camarero les llenó el vaso sin preguntarles si estaban seguras de que querían un triple y Maureen sabía que estaba bebiendo en un bar a su medida. La mayoría de la clientela eran hombres y, aunque era extraño por la zona donde estaban, casi todos eran blancos. Se oían acentos escoceses, de la costa este y oeste, algunos más abiertos, otros más cerrados. Las pocas mujeres que había en el local tenían pinta de yonquis muy tristes, llevaban ropa que se habían encontrado por ahí, se paseaban ausentes por el bar, mirando a su alrededor como si esperaran que alguien viniera y se las llevara. Ann pertenecía a ese grupo de gente sin rumbo.
– Dios -murmuró Kilty-, es un antro de mala muerte.
Maureen vio a un hombre y a una mujer sentados en una mesa al otro lado de la sala. Los reconoció a los dos y el hombre la estaba mirando. Tenía una cerveza en la mano. La mesa aparecía y desaparecía detrás de una niebla de borrachos. Maureen intentaba acordarse de qué los conocía cuando la puerta del servicio de mujeres se abrió. Una mujer se quedó de pie delante de la puerta, balanceándose ligeramente y secándose las manos en los vaqueros lavados a la piedra. Era la mujer que había salido del edificio de Tam Parlain; todavía llevaba la camiseta de Las Vegas. Lentamente, se abrió camino hasta Kilty y Maureen y se sentó en un taburete, concentrándose en la difícil tarea de apoyarse en la barra, con la cabeza colgándole del delgado cuello. Con los ojos cerrados, levantó la pierna y se subió los pantalones hasta la pantorrilla, se rascó una mancha que tenía detrás de la rodilla, pasando las uñas rotas por encima de la úlcera en carne viva. Era una úlcera de nacimiento, una marca infectada.
– Joder -dijo Kilty, hablando con la boca pegada al pelo de Maureen-. Lo siento. No puedo quedarme aquí. Vamonos.
– No -dijo Maureen-, quiero ver a alguien.
– Venga. Quédate a dormir en mi casa.
– No.
Ceremonialmente, Kilty le dio el paquete de tabaco que había traído para ella.
– Devuélvemelo mañana.
Golpeó por accidente a Maureen en un pecho, giró bruscamente su cuerpo de mujer rana y se fue hasta la puerta. Dos minutos más tarde volvió con su número de teléfono escrito en un papel y lo metió en el bolsillo del abrigo de Maureen.
– Mañana -repitió, y se fue.
Era más tarde, el bar estaba más lleno y Maureen más acalorada. Bebió un trago del whisky con lima. Se sentía superior a los demás y se preguntaba cómo podían aguantar aquello. Venía de una familia rota, su vida había sido un asco, pero en el Coach and Horses se sentía como la Lisa Marie Presley esa. Fue al baño y descubrió de dónde procedía aquel fuerte olor a limón. Había un cristal roto, al que le faltaba el marco, colgado en una pared llena de manchas. Pasó de largo en el primer cubículo porque alguien había escrito una «T» en la pared con sangre de la menstruación. En el segundo cubículo la taza estaba rota y no había papel.
Estaba muy borracha, apoyada en la barra, sin preocuparse porque su abrigo caro estuviera encima de aquella superficie tan pegajosa. Escuchó una melodía detrás de ella que sonó y sonó hasta que se apagó. Vio a la pareja de la mesa otra vez y estaba concentrándose para recordar de qué los conocía cuando se giró y vio a Frank Toner que entraba por la puerta. La gente se hizo a un lado. Era más bajo y fornido de lo que parecía en la Polaroid y se movía como un boxeador retirado. Detrás de él estaba la asombrosa mujer de Las Vegas que antes se había sentado en la barra. Maureen no la había visto salir. Ahora desprendía más brillo, estaba más feliz y ligera, dispuesta a reírse y a dar y a recibir. Los dos fueron hacia la barra y Maureen se acercó a ellos, haciendo un gesto con la cabeza a la mujer. La mujer reconoció a Maureen de alguna parte y le devolvió el gesto.
– ¿Cómo estás? -dijo Maureen-. ¿Mejor?
– Ah, sí -dijo ella, como si se acordara-. Mucho mejor. Ya estoy bien.
Hablaba de manera fina. Quizás alguna vez había sido modelo. Tenía la cara tan delgada como las de los cuadros de Modigliani; tenía el pelo grueso y de color castaño oscuro con un brillo caoba natural. Se movía con gracia, pasando el peso de una pierna a la otra, balanceando las caderas. Quizás era joven, las arrugas en la frente y debajo de los ojos eran prematuras; el resto de la piel era suave y firme. Frank Toner miró a Maureen y Maureen la saludó con la cabeza.
– Venga -sonrió Maureen-, dejad que os invite a una copa.
– ¿Por qué coño iba a aceptar que me invites a una copa? -dijo él, con un fuerte acento del sur de Londres.
De repente, Maureen se dio cuenta que estaba demasiado borracha para discutirlo.
– Olvídalo -dijo, y se giró hacia la barra-, no importa -dijo, para poner punto final a la conversación.
Toner hizo saber a todos que el día que aceptara una copa de una mierda de escocesa, sería el día de su jubilación. Pidió sus bebidas y le dijo al camarero que le sirviera otra a Maureen, y añadió en broma, que no quería tirársela. Soltó una carcajada como un niño estúpido y el grupo de aduladores que estaba cerca de él también se rió.
– No quiero tu bebida -dijo Maureen, tranquilamente, sintiéndose como un vaquero desafiador. Todo el mundo la ignoró. El camarero le puso el vaso entre las manos-. No la quiero -dijo ella.
Él la miró como un maníaco y empujó el vaso hacia ella.
– Limítese a bebérselo -dijo-. Ahórrenos los problemas.
Maureen no iba a bebérsela pero al final lo hizo porque la tenía delante y porque tardaban mucho en servirle. Estaba jugando con el encendedor de Vik y quería girarse y prenderle fuego al abrigo de Toner por la espalda.
La mujer delgada se le acercó.
– ¿Estás bien? -dijo, sonriendo, más afable, como una mujer completamente distinta.
Habían insultado a Maureen y ella estaba intentado reparar el daño con la ternura de una mujer que había conocido la humillación en sus propias carnes y que quería aliviar el dolor de los demás.
– Maureen.
– Elizabeth.
Se oyeron unas risas que venían de la mesa del rincón. Maureen señaló a Frank con la cabeza.
– ¿Es tu novio?
Elizabeth miró para ver a quién se refería Maureen.
– Oh… no… no te había visto antes por aquí.
– Estoy buscando a una amiga mía. ¿Conocías a una Ann que venía a beber aquí?
Elizabeth dibujó una sonrisa forzada en su cara.
– Ann. En realidad, no bebía aquí.
– ¿No?
– No. -Elizabeth estaba apoyada en una pierna y se miraba las manos hinchadas. La piel gruesa estaba llena de marcas, era roja y brillante en los nudillos, en los pliegues y alrededor de la vena que se trifurcaba en la mano.
– Ann bebía en muchos sitios.
– ¿Tu siempre vienes aquí?
– Sí -Elizabeth se relajó un poco, ahora que no hablaban de Ann-. Está bien.
– ¿Ah, sí? -preguntó Maureen, para ver si tenía sentido del humor.
Elizabeth sonrió, había captado la broma.
– Parece un tugurio de mala muerte -dijo-, pero todos son buena gente. -Saludó con la cabeza a los borrachos y vagabundos que estaban allí-. Son buenos. Cuidamos los unos de los otros, ¿sabes?
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