– Háblame del libro.
Moe jugueteó con la tela del brazo del sillón.
– Lo tengo yo -dijo-. No creí que tuviera importancia, ahora que Ann está muerta.
– Sí que importa. Significa que no lo reciben los niños. Quémalo.
– Vale. -Moe todavía tenía los últimos síntomas nasales después de llorar.
Maureen dio una calada al cigarro y la miró.
– ¿Te suena un hombre llamado Tam Parlain?
– Claro. Todo el mundo lo conoce. Son los tipos como él los que hacen que vivir por esta zona sea un infierno. Le compran droga y vienen aquí a pincharse.
Maureen dio otra calada al cigarro.
– Sé que Ann pasaba droga -dijo Maureen, pausadamente-. ¿Cuál es su historia, Moe? ¿Por qué te habló de Leslie Findlay, en realidad?
Moe empezó a llorar otra vez, con la cara tapada y jadeando, e intentó hacer una representación aceptable de ella misma la última vez que se había puesto a llorar.
– No, por favor, ya es suficiente -dijo Maureen, en un tono muy apático-. Sé que esto no va en serio, déjalo ya.
Viéndose descubierta, Moe se incorporó, recuperó la compostura, se puso colorada y miró el cigarro de Maureen.
– ¿Me das uno? -dijo.
– Claro. -Maureen le dio un cigarro y se lo encendió, y puso el cenicero en el otro brazo del sillón para que Moe no tuviera que estirarse demasiado al tirar la ceniza-. Ahora cuéntame. ¿Para quién pasaba drogas Ann?
– No lo sé -dijo Moe-. Alguien pagó sus deudas y, a cambio, la obligaron a hacerlo. Sabía que corría peligro, me habló de la foto y me dio la dirección de la casa de acogida para que pudiera decírselo a la policía si le pasaba algo. Estaba muy preocupada por sus hijos… -rompió a llorar, esta vez de verdad-… estaba preocupada por ellos, por si les pasaba algo.
– ¿No sabía que la policía acusaría a Jimmy de pegarla?
– No -dijo Moe-. Pensó que al final se sabría todo.
– Debió haberles dicho la verdad a la gente de la casas de acogida.
– Pero si se lo hubiera dicho, no la habrían dejado quedarse, ¿no? La habrían enviado a la policía y ella no podía ir a la policía.
Moe tenía razón, Ann no podía decírselo. La hubieran echado inmediatamente.
– ¿Por qué le dieron aquella paliza tan brutal? -preguntó Maureen.
– Perdió un paquete entero de droga.
– ¿Lo perdió?
– La atracaron.
– ¿Qué pasa con la Polaroid?
– El hombre de la foto era su novio -dijo Moe-. Iba a protegerla. Me dijo que, si algo iba mal, que hablara con él.
– ¿Cómo se llama?
– No lo sé. Me dijo que dejaría una foto y que con eso lo encontraría.
– ¿Y por qué la quieres?
– Sólo quiero saber qué estaba haciendo -dijo Moe, desesperada-. Por qué trabajaba para esos… traficantes. Nuestra familia nunca ha tenido nada que ver con ese mundo. Venimos de una familia decente. ¿Puedo quedarme la foto?
– No -dijo Maureen-. Ya no la tengo pero ese hombre se llama Frank Toner y bebe por esta zona.
– ¿En Streatham?
– No, en Brixton. Coach and Horses.
– Pensaba que vivía en Escocia. ¿Qué pasó con la foto?
– Se la di a un hombre que conocí en un bar.
Moe estaba muy indignada.
– ¿Y por qué se la diste si te la había pedido yo?
– Tuve la sensación de que me mentías, Moe, y no quise dártela.
Maureen apagó el cigarro en el cenicero y, mientras lo hacía, Moe se echó hacia delante y le cogió la mano, apretándosela fuerte, juntando los dedos doloridos de Maureen.
– Siento haberte mentido -dijo, estableciendo un contacto visual deliberado-. No sé en quien confiar. Gracias por ser tan amable conmigo. Nunca lo olvidaré.
Maureen se soltó de la mano de Moe y se levantó.
– Mira, cuídate mucho. Y quema ese libro.
– Lo haré -dijo Moe, insegura-. Lo haré.
– Ahora ya puedes llamar a quien quieras.
Moe acompañó a Maureen hasta la puerta y la cerró por dentro con una doble vuelta de llave.
La luz del sol y el tiempo benigno acentuaban el olor de los cubos de basura y Maureen contuvo el aliento mientras salía corriendo del patio trasero. Recibió otro mensaje por el busca. Lo sacó y vio que Leslie le había dejado el número de un móvil y quería que la llamara urgentemente. Bajó por una calle hasta la estación y pronto llegó a una bonita calle con casas bajas y adosadas, con plantas enredaderas en las paredes y jardines. Encendió un cigarro y caminó despacio. Un coche pasó junto a ella lentamente, frenando al pasar por encima de las líneas, acelerando en los espacios intermedios. Si Moe tenía el libro entonces Ann debió de firmarle los cheques por adelantado. Lo debía de saber, pensó Maureen de repente, debía de saber que iba a morir.
Alguien había destrozado el teléfono de la primera cabina que encontró y no tuvo más opción que ir hasta la estación. Había un grupo de israelíes hebreos que gritaban con un megáfono a una multitud desconcertada, que estaba de pie a un metro de ellos. Se habían construido una pequeña plataforma e iban vestidos con lo que parecía el vestuario antiguo de una obra amateur de Hannibal: cinturones con adornos metalizados, y pantalones metidos dentro de unas botas de piel altas hasta las rodillas. Había dos hombres de pie junto al que hablaba por el megáfono, con los brazos cruzados, mirando por encima de las cabezas de una multitud, numerosa en su imaginación. El hombre que hablaba había mencionado los demonios de la homosexualidad y le pasó el megáfono a su compañero.
– ¡Y morirán por ello! -dijo-. ¡Y morirán por ello!
Maureen llamó al teléfono móvil que le había dado Leslie pero comunicaba.
– ¿Liam?
– ¿Mauri? -gritó-. ¿Cuándo vuelves a casa?
– Liam, me duele un poco la cabeza. No grites, ¿vale?
Un autobús pasó junto a la cabina y entró, por debajo de la puerta, una ráfaga de aire.
– ¿Vuelves a tener resaca? -dijo él, un poco preocupado.
– No, he pillado la gripe o algo así. -Se sintió como Winnie, diciendo una mentira desesperada para encubrir su borrachera-. Creo que me lo ha contagiado alguien del autobús -dijo ella, rebuscando en su interior, y se preguntaba por qué diablos mentía.
– Hutton intentaba hacer negocios por su cuenta -dijo Liam-. Por eso le pegaron.
Tardó un par de minutos en recordar qué interés tenía eso para ella.
– Ah, pero eso es bueno, ¿no crees? -dijo-. Eso quiere decir que Ann no tenía nada que ver con él.
– Posiblemente. Nadie sabe de dónde sacaba la droga. Puede que ella se la subiera para él.
Maureen intentó encontrar algo inteligente que decir pero se quedó en blanco.
– Me va a estallar la cabeza -dijo.
Liam se quedó callado.
– ¿Y por qué has salido a la calle?
– Sarah me echó de su casa por emborracharme y maldecir a Jesús.
– Así que, ¿te has emborrachado estando con la gripe o tienes una gripe con los mismos síntomas que una resaca?
Maureen rió ligeramente, intentando no mover la cabeza ni reír con demasiada fuerza.
– Dios -suspiró-. Me encuentro fatal. Me he hecho daño en la mano.
– Bueno, no deberías beber tanto -dijo Liam-. Me he enterado de que han arrestado a ese tal Jimmy.
– Ya. Oye, Liam, tus amigotes traficantes de Londres, ¿son buena gente?
– Sí, lo suficiente.
– ¿Puedo ir a verlos? Quiero hacerles un par de preguntas.
– No puedo darte su dirección, Mauri. Es una relación confidencial, ya lo sabes.
– Venga, Liam, no eres un cura.
– No se pondrán nada contentos si te envío a su casa. Van con un poco de, ya sabes, de cuidado.
– ¿Puedes llamarles primero y preguntárselo?
– Puede que no estén en casa.
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