– Vale, puedes decirme si están en casa cuando te vuelva a llamar dentro de un minuto, ¿no?
– No les hará ninguna gracia.
– Te llamaré dentro de veinte minutos, Liam.
Liam se quedó dubitativo y dijo «joder» entre dientes antes de colgar. Maureen echó una ojeada a los carteles porno de la cabina, preguntándose qué pensaban sobre eso los niños que entraban a llamar. Pasó un camión y las tarjetas que había pegadas en el papel más barato salieron volando, agitándose como dedos retorcidos. Los israelíes hebreos seguían lanzando amenazas por el megáfono. Habría dado cualquier cosa por estar en casa antes de que Mark Doyle la hubiera agarrado por el hombro, antes de que Sarah la hubiera llamado borracha.
Martha tenía una voz almibarada con acento sureño y unos ojos tan dulces que eran un consuelo para cualquiera. Llevaba una falda cruzada de colores, una camiseta corta roja y zapatillas deportivas.
– Alex estará fuera un par de días -dijo, parpadeando suavemente, como si se acabara de fumar un cigarro o estuviera a punto de fumárselo-. Es igual, cariño, Liam me dijo que tenías una resaca terrible y que tenía que cuidarte.
Maureen se estiró en el sofá y miró el techo. Martha vivía justo delante de la estación de metro de Oval. Era un piso diminuto, decorado de manera muy tosca para un edificio tan insigne como el que estaba. Las habitaciones, con una forma muy extraña, eran demasiado altas, las cornisas se cortaban de golpe como si marcara una separación entre dos estancias y la cocina era como un mapa de Italia, aunque más aerodinámico. Se ensanchaba al final para no partir una ventana por la mitad.
Martha y Alex no se habían gastado mucho en la decoración pero el piso entero parecía ideado para aliviar una resaca. El recibidor era oscuro y las cortinas estaban corridas, aunque fuera la una del mediodía. Había manchas de humedad en el lecho que se habían tapado con mantones de cachemir, y había una luz desviada que estaba escondida detrás de un paraguas colgado en la pared, en una esquina del techo. En la repisa del fuego había una colección de postales en el 3D con fotografías de perros con sombrero. En comparación con la casa de Sarah, este era el lugar más acogedor y cómodo en el que nunca había estado, y Maureen no quería moverse de allí nunca más. Martha se sentó a su lado en el sofá, que estaba hundido en el medio.
– ¿El piso es tuyo? -preguntó Maureen.
– No -dijo Martha, con un acento inglés muy fresco-. Se lo alquilamos a un tío que vive en Irlanda. Todo el edificio es suyo. Se porta muy bien con los alquileres, los plazos y todo eso.
– Es bonito. Muy tranquilo.
– ¿Quieres comer algo? ¿Una taza de té y un rollito de chocolate? -dijo Martha, que tenía mucha práctica con las acogidas.
– Oh, me encantaría.
– También tengo Valiums -dijo Martha mientras se levantaba-. Podrías tomarte uno o dos.
Maureen declinó la oferta. Sólo quería quedarse en el sofá pero pensó que sería de mala educación quedarse sentada mientras su anfitriona la cuidaba, así que se levantó, se puso las gafas de sol y siguió a Martha hasta la brillante cocina. Quería llamar por teléfono pero pensó que sería muy atrevido llamar a un móvil de Escocia. La cocina era casera y cómoda: habían pintado los armarios de rosa y amarillo mate, y en la nevera había una foto enorme de Lionel Ritchie, sin barba, pegada a la puerta, y parecía que le hubieran manipulado la boca y la barbilla con un programa informático. Pero no lo habían hecho. Martha llenó la tetera con agua del grifo.
– Es muy amable de tu parte cuidarme en este estado -dijo Maureen, consciente de repente del horrible espectáculo que debía ofrecer.
– No importa. -Martha cerró el grifo y enchufó la tetera-. ¿Cómo está Liam?
– Está bien -dijo Maureen.
– Ya, ¿sigue saliendo con Maggie?
– No, rompieron en Año Nuevo.
Martha se quedó quieta y parpadeó frente a la encimera.
– ¿Cuándo? -dijo, sin esa frescura en la voz.
Liam tenía la habilidad de despertar el interés obsesivo de un determinado tipo de mujeres locas. Maureen lo atribuyó a la poca agresividad de su hermano.
– No hace mucho.
– ¿Ah, sí? -Martha intentó sonreír-. Él me dijo por teléfono que todavía estaban juntos.
Al parecer, el interés de Liam no era recíproco.
– Oh -dijo Maureen en voz baja-. Entonces, puede que hayan vuelto.
Martha apagó la tetera.
– Sí -repitió-. Puede.
– No me lo cuenta todo -dijo Maureen, para evitar que Martha se volviera en contra de los dos O'Donnell y no la dejara volver a tumbarse en el sofá-. Yo lo no sabría.
– ¿No sabrías el qué? -le dijo Martha, con un tono provocador-. ¿Si han vuelto o si han cortado?
– Bueno, si hubieran vuelto, no lo sabría. Él no me lo diría. No me llevo demasiado bien con Maggie. Para mí, no hacen muy buena pareja.
Martha cogió dos tazas limpias del escurridero, que estaba lleno de trastos.
– ¿No te cae bien? -preguntó, en un tono malicioso.
Maureen podía entender que a Martha no le gustara Maggie. Su padre era un actuario de seguros y la familia vivía en una casa muy grande y nueva con jardín en la zona sur de Glasgow. Posiblemente, Maggie no se sentaría jamás en casa de Martha. Además, Martha quería tirarse a su novio.
– Sí que me gusta -mintió Maureen-, sólo es que no tenemos demasiado en común. ¿Liam viene mucho por aquí?
– Ya no. No desde que se retiró.
Maureen dio gracias al cielo porque la conversación se había acabado. Martha sacó un paquete de rollitos de chocolate del armario, abrió el papel de celofán y le ofreció los suaves pasteles.
– Coge un par, cielo -dijo-. Lo peor para la resaca es pasar hambre. El cuerpo necesita azúcar.
Maureen quitó el papel de aluminio y hundió los dientes en el esponjoso rollito. Se le deshizo en la boca, casi no tuvo ni que masticar.
– Liam me ha dicho que una amiga tuya ha desaparecido, ¿es verdad?
– Sí, yo quería preguntarte, ¿conoces a los traficantes de Brixton?
– A algunos -dijo Martha, encogiéndose de hombros.
– ¿Tam Parlain? -preguntó Maureen-. ¿En Argyle Street?
– Sí, no es muy agradable. ¿Cómo es que has oído hablar de él?
– Bueno, estaba preguntando por un abogado llamado Headie y salió su nombre.
Martha sonrió.
– ¿Coldharbour Lane?
– Sí.
– Pobre viejo. -Martha frunció el ceño y se acarició el labio, en un gesto de preocupación fingida-. El señor Headie bebía -dijo, como si eso lo explicara todo. Posiblemente lo hacía.
Maureen sacó del bolsillo la fotocopia de Ann.
– ¿Has visto alguna vez a esta mujer?
Martha desdobló el papel y lo miró de cerca.
– No -dijo-. ¿Era drogadicta?
– No creo.
Martha volvió a mirar, todavía más de cerca esta vez. Era la única persona hasta entonces que había mirado la foto de Ann sin estremecerse. Tenía la foto en las manos.
– Uf -dijo, con desdén-. Vaya lío en el que te has metido -aseguró, sonriendo mientras le devolvía la foto a Maureen.
– No creo que se lo hiciera ella misma -dijo Maureen, pausadamente, mientras sacaba la Polaroid del bolsillo-. ¿Qué hay de este tipo?
La tetera había empezado a hervir y Martha la apagó antes de coger la foto. La miró y le cambió la expresión por completo.
– ¿De dónde la has sacado?
– Estaba entre sus pertenencias, después de su desaparición.
Martha tiró la foto en la encimera. Ni siquiera quería tocarla. Levantó las manos, moviendo los dedos del miedo que le daba.
– ¿Se la has enseñado a alguien?
– A una o dos personas -dijo Maureen.
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