No había ninguna alfombrilla de bienvenida delante de la puerta del apartamento 2/1. La puerta estaba blindada con hojas de metal atornilladas a la madera y había una puerta protectora, construida con hierro forjado como el de las haciendas de los años setenta, que sobresalía de la pared unos diez centímetros. La mirilla, grande y tridimensional, como una canica, estaba incrustada en la puerta de modo que, desde el interior del piso, se pudiera ver el descansillo de las escaleras y todos y cada uno de los oscuros rincones del rellano. El timbre estaba perforado en la pared. Lo apretó y retrocedió, esperando a que alguien contestara.
– ¿Quién es? -Era una voz de hombre, escocés, y sonaba nervioso.
Maureen esperaba que fuera el camarero.
– He recibido un mensaje que me citaba aquí.
– ¿De quién?
– En mi busca.
Se abrieron, crujieron y se deslizaron cuatro o cinco cerrojos de distintas clases. Se abrió la puerta con la cadena puesta. El ojo del hombre la miró, de arriba a bajo, mirando detrás de ella. Cerró la puerta, quitó la cadena y abrió la puerta, quitando las barras, haciéndole señales para que entrara mientras vigilaba las escaleras de reojo. Era blanco y tenía unos cuarenta años, tenía una cicatriz con relieve de un cuchillazo en la mejilla izquierda. La piel se había contraído mientras la herida se curaba, dejando la piel flácida y hacia dentro. Tenía otra cuchillada más antigua y limpia que empezaba en la piel suave de alrededor del ojo izquierdo, cruzaba la mejilla y acababa en una espiral muy artística en la punta de la nariz. Las cuchilladas en la cara son habituales entre las bandas escocesas, para dar una lección a alguien o marcar al enemigo. No era extraño que estuviera nervioso. No era extraño que se hubiera marchado de Glasgow.
– Entre -susurró, agitando su mano con urgencia, haciéndola entrar.
Maureen no quería entrar. No le gustaban las barras en la puerta ni las escaleras sucias ni los cerrojos.
– ¿Quién es usted? -dijo ella, cruzándose de brazos y descansando todo el peso en una sola pierna, haciéndole saber que no iba a moverse de allí.
– Tam Parlain -dijo, y la señaló-. Es de Glasgow, ¿verdad?
– Sí.
– Habrá oído hablar de mi familia.
– No -dijo Maureen-. Lo siento, no los conozco.
Tam Parlain todavía estaba mirando hacia las escaleras.
– Venga ya -dijo-. Seguro que ha oído hablar de los Parlain, de Paisley.
– Pues no, lo siento. ¿Por qué tendría que conocerlos?
Él la miró con cara de decepcionado.
– Bueno -dijo, en tono modesto-, salimos mucho en las noticias.
Sonrió y la cicatriz de la mejilla se le arrugó, convirtiendo la piel en un pezón. Se acordó de cómo le quedaba la cara y dejó de reír. Maureen se imaginó que los Parlain no cultivaban calabazas gigantes.
– Entre -dijo-. No puedo tener la puerta abierta.
– ¿Por qué?
– Unos tíos me están buscando.
– ¿Sabe algo de Ann?
– ¿Ann? ¿La pobre chica que encontraron? Sí, entre.
Maureen estaba recelosa e insegura, pero se acordó de Kilty y apretó el peine para apuñalar que llevaba en el bolsillo. Entró sigilosamente por el escaso hueco de veinte centímetros que Parlain había abierto la puerta. El cerró la puerta y Maureen observó cómo volvía a echar todos los cerrojos. Intentó recordar el orden y la mecánica de cada uno pero para cuando entró en el salón ya se había olvidado del segundo y del tercero.
El salón era un rectángulo con una cocina empotrada al fondo y una barra de desayunos americana. Los armarios con estantes de la cocina no estaban bien encajados y faltaban algunas puertas. Los armarios estaban vacíos. Junto a la pared había un sofá barroco de piel verde oscuro con grandes almohadones y, a un lado, una mesita de té que habían limpiado hacía poco y todavía estaba mojada. La habitación estaba ridiculamente limpia. Las paredes estaban pintadas de color blanco deslumbrante. No había ninguna alfombra, sólo unos grandes e inmaculados cuadrados de cartón madera, pintados de negro. La ventana panorámica tenía barrotes por la parte interior.
– Siéntese -dijo, indicándole el arrugado sofá de piel.
Maureen se sentó, con las manos junto a las piernas encima del sofá y los ojos clavados en él. Tam Parlain se movía como un fumador de dos paquetes diarios y tenía los ojos hundidos y mentirosos.
– Tam -dijo Maureen-. ¿Me ha enviado un mensaje a mi busca?
– Sí.
Se sentó junto a ella en el sofá, girándose para mirarla de frente, con el brazo estirado por encima de la cabeza de ella, igual que un adolescente torpón que no sabe cómo pegarse el lote con una chica. Volvió a dibujar una media sonrisa y la señaló con el dedo.
– Perdona -dijo-. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
Maureen no quería que aquel tipo tan repulsivo supiera su nombre. Posiblemente, el camarero ya se lo habría dicho.
– Marian -dijo ella.
Si verificaran los nombres, los dos pensarían que el otro lo había entendido mal.
– Marian. -Él se tomó su tiempo para pensar en ello y Maureen supo que el camarero le había dicho que se llamaba Maureen.
– ¿De qué parte de Glasgow eres, Marian? -dijo él, intentando situarla en la ciudad y adivinar si tenía algún contacto en su mundo.
– De Glasgow -dijo ella, incorporándose y sacando los cigarros del bolsillo. No quería ofrecerle a Parlain un cigarro por si la tocaba-. El camarero del Coach and Horses le dio mi número, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Sabe algo de Ann?
– Sí, Ann. Pobre Ann. -Apoyó la cabeza en el sofá-. Fue horrible.
Maureen se llevó el cigarro a la boca y, mientras lo encendía, notó que tenía las manos mojadas y que le olían mal, como a detergente. Se las notó arenosas. Aquel tipo había limpiado el sofá de piel con detergente líquido. También había fregado el suelo y la mesita de café, y los armarios de la cocina estaban vacíos. Había lavado todos los objetos y superficies de la casa. Liam se habría vuelto igual de paranoico si no hubiera dejado de traficar. Maureen se giró hacia él, compadeciéndolo por su vida, asintiendo a todo lo que decía.
– Sí -dijo-, horrible. ¿Y cómo es que conocía a Ann?
– Bebíamos en los mismos bares -dejó que la conversación titubeara.
– ¿Conoce a su hermana? -preguntó Maureen.
Parlain negó con la cabeza y se volvieron a encontrar los dos mirándose a los ojos sin saber qué decirse.
– Vive unas calles más arriba -dijo ella.
– No, no la conozco -dijo él, mirando fijamente a Maureen como si estuviera esperando que hiciera algo.
– ¿Qué quería decirme, Tam?
– Ah, sí. -Miró al suelo y se puso muy serio-. Estabas preguntando por un hombre. Creo que lo conozco.
– ¿Lo conoce?
– ¿Esa foto que enseñas…?
Esperó, inclinándose hacia ella expectante. El tipo más paranoico de Brixton había llamado a una extraña para que fuera a su piso fortaleza para ver si podía ayudarla en algo. Maxine ya les había advertido sobre eso: les había dicho que se deshicieran de aquella foto.
– Me temo que la he perdido -dijo ella, inocentemente-, pero ¿qué le parece si le describo al tipo de la foto?
Parlain no estaba muy convencido.
– ¿Sería capaz de identificarlo? -preguntó ella.
Parlain no estaba nada convencido.
– Es inconfundible, creo yo -dijo ella.
– ¿Cómo la has perdido? -dijo él bruscamente.
– ¿Cómo he perdido el qué?
– La foto -hablaba casi gritando.
– Estaba en un bar y se la enseñé a alguien y me pidió si podía quedársela.
– ¿En el Coach? -Se estaba poniendo rojo, se había levantado y se fue hasta la ventana con barrotes con las manos en la espalda.
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