Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Escuchó el ruido y siguió caminando, esperando que pasara de largo, pero seguía constante y se dio cuenta de que era el busca. Liam quería que lo llamase a casa. Se le aceleró el pulso cuando leyó su nombre, como si hubiera estado perdida y encontrada de inmediato.

– Vuelve a casa urgentemente.

– ¿Qué?

– Maureen, han encontrado a Neil Hutton muerto. Lo han asesinado.

Maureen frunció el ceño.

– ¿Cómo? ¿Un francotirador?

– Le agujerearon el culo. Creo que hasta Mossad hubiera tenido problemas para meter la bala por ahí.

– Pero si no llevo aquí ni dos días.

– Mira, la manera cómo lo mataron es un aviso, y hasta que no sepamos sobre qué era el aviso tienes que volver a casa.

– Liam, tranquilízate. Sólo estoy preguntándole a la hermana de Ann sobre sus deudas y cosas por el estilo, no me estoy metiendo en una guerra de camellos.

Liam suspiró y Maureen podía notar cómo pensaba mil cosas a la vez.

– Por favor, Mauri -dijo, lentamente-. Por favor vuelve a casa.

– ¿De qué se trata en realidad? ¿Pasa algo con Michael?

– No -gritó Liam-. ¡Se trata de Hutton!

– No me grites.

– ¡Idiota! -gritó Liam-. Le agujerearon el culo, joder, Maureen.

– Dios, no te alteres, no estoy haciendo nada peligroso por aquí.

– Maureen, si Ann era su correo y tú vas por ahí preguntando por ella, te van a matar a ti. -Liam estaba casi histérico-. Le agujerearon el culo, Mauri. Piensa en lo que te harían a ti.

A Maureen le costó Dios y ayuda convencer a Liam de que no perdiera los nervios, que la casa de Sarah era segura y que volvería a casa pronto, en un par de días. Liam le hizo prometer que si, por cualquier motivo, se asustaba lo llamaría, él le reservaría un billete de avión con su dinero y que, en tres horas, estaría en casa.

– A mí me sobra el dinero -dijo ella-. Puedo reservar el billete yo misma.

– Y escucha -dijo él-, no menciones mi nombre delante de nadie. Ni siquiera le des tu nombre a nadie.

– ¿Por qué?

– Podrían relacionarnos al uno con el otro.

– Ya -se rió-, porque somos los dos únicos O'Donnell de Gran Bretaña.

Liam hizo una pausa tan larga que Maureen pensó que se había cortado la llamada.

– Hola, ¿Liam? Liam, ¿estás ahí?

– No tienes ni idea -estaba diciendo entre dientes, casi para sí mismo-. No tienes ni puta idea de lo que pasa.

Maureen pasó por delante de la puerta, intentando mirar el interior y adivinar la clientela, pero habían forrado las pequeñas ventanas con plástico reflectante naranja y todo movimiento dentro era, en realidad, un reflejo de la calle. Abrió la puerta y entró, con la espalda recta y la barbilla alta, intentando causar sensación. El bar estaba dividido en dos zonas justo delante de la puerta, separadas por una barra compartida. A la izquierda había una sala para los bebedores de verdad, con mesas, ceniceros y poco más. La sala de la derecha tenía cuadros en las paredes y un tablero para jugar a dardos, y estaba cerrada como un altar. El bar desprendía un fuerte olor a humo de cigarro teñido con una esencia industrial de limón. Maureen recordaba el olor de cuando trabajó en la taquilla del Apollo. Era un espray industrial que se vendía en barriles de cinco litros, con la garantía de eliminar cualquier olor. El equipo de limpieza lo usaba cuando alguien del público se ensuciaba o derramaba leche en las cortinas o las alfombras.

Maureen entró en la sala social y se sentó en la barra, se sacó el abrigo y esperó a que el camarero la atendiera. El sol se reflejaba directamente sobre las baldosas del suelo, formando pequeños charcos amarillos y descubriendo lo sucio que estaba el suelo. La barra de madera tenía muchas marcas de quemaduras de cigarro y charcos de agua. Veía, a través de un arco, la sala de los auténticos bebedores. Había un hombre solo apoyado en la mesa junto a su cerveza, dormido, con el sucio anorak marrón colgando hacia un lado por la cantidad de monedas que llevaba en un bolsillo. No le veía la cara. La sala social estaba vacía. Eran las once y media de un sábado por la mañana y la actividad del día todavía no había empezado.

Encendió un cigarro mientras el camarero llegaba y le pidió una limonada y un whisky en vasos separados. Tenía unos cuarenta años, era negro, llevaba unos vaqueros y una camisa de seda azul con el último botón sin abrochar, dejando ver borlas de pelo al estilo afro en el pecho como un puzzle de topos. Le puso la limonada de máquina, y una cantidad mínima de whisky de la botella y dejó los dos vasos en la barra. Maureen cogió la limonada y bebió un sorbo. El sirope grasiento formaba espirales en el agua, reflejadas por la luz. El camarero la estaba mirando, quería hablar con ella, estaba ocupado en la imposible tarea de limpiar la barra. Al final, hizo un movimiento con la cabeza señalando el whisky y le preguntó si esperaba a alguien.

– No -dijo Maureen, entre tragos de limonada-. Sólo he entrado porque estaba muerta de sed.

Era una opción muy poco probable. El Coach and Horses era un mundo aparte, no un bar que se encuentra a la vuelta de la esquina. Limpió los grifos cerca de ella, fregándolos con un trapo húmedo roto, y cruzó la mirada con ella tres o cuatro veces.

– ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? -preguntó Maureen, intentando sonar informal.

Él le contestó que llevaba dos o tres años, y luego volvió a limpiar la barra y a mirarla. Ella cogió el vaso de whisky. No había casi nada en el vaso, lo suficiente para darle color al cristal. Estaba segura de que la estaban estafando. Quizá fuera por eso que el camarero la miraba.

– Es una lástima echar a perder un vaso con una cantidad tan ínfima -dijo ella.

– ¿Viene de Glasgow? -preguntó el camarero.

Maureen asintió.

– Ya -dijo-. Allí venden el whisky en cuartos de pinta. Aquí sólo ponemos un octavo.

– ¿Y eso es legal?

– Por supuesto -se rió él-. Y cobramos lo mismo.

– Apuesto a que aquí no deben de venir demasiados escoceses.

– De hecho, sí, porque preparamos el Tennent's. -Ilustró la afirmación señalando un par de grifos de cerveza.

– Ah -dijo Maureen, sonriendo y haciendo ver que le importaba.

No tenían nada más que decirse. Aparte de una conversación agradable, el camarero parecía incapaz de decir algo sin llevar la conversación hasta un punto muerto. Maureen echó una ojeada a la sala.

– Acaba de salir del tren, ¿no? -dijo él.

– Sí -dijo ella, intentando sonreírle otra vez-. ¿Por qué? ¿Porque no conocía la medida del whisky?

– No -dijo él, señalando el abrigo-. Siempre van demasiado abrigados, los que salen del tren.

Maureen le ofreció la mano.

– Maureen O'Donnell -dijo ella.

Él le dio un flojo apretón de manos.

– Hola -dijo, negándose a decir su nombre.

Maureen sospechaba que sabía hacerlo mejor. Separó su mano y volvió a coger el vaso.

– Así que vienen muchos escoceses, ¿no? -dijo ella.

– Sí.

– Seguro que conozco a la mitad de ellos. ¿Viene por aquí Neil Hutton?

El camarero la miró con un aire despectivo, como si hubiera explicado un chiste verde.

– ¿Y Frank Toner?

– ¿Quién?

– Frank Toner. Grande, con gafas. -Sacó la Polaroid del bolsillo y se la enseñó-. ¿Ve a este hombre? -dijo-. ¿Viene por aquí?

– ¿Por qué?

Maureen volvió a meterse la foto en el bolsillo.

– Tenía que encontrarme con él.

El camarero torció la boca hacia un lado mientras tiraba la toalla encima de la barra. Maureen lo observó durante un minuto. No le gustaba nada. Apagó el cigarro en un cenicero y saltó del taburete, cogiendo su abrigo.

– Viene aquí a beber -dijo el camarero, despacio.

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