Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Harris agitó la cabeza. Estuvo en desacuerdo con Williams incluso antes de oír lo que le iba a decir.

– ¿Estaría mal, por ejemplo -dijo Williams-, pegarle a su mujer porque se ha gastado el dinero de la compra en bebida?

Harris levantó la cabeza y se dio cuenta de que los dos lo estaban observando, esperando que dijera algo.

– No se debería pegar a la gente -dijo.

– ¿No se debería pegar a la gente? -dijo Williams, indignado-. O sea, que si alguien les hiciera daño a sus hijos, usted lo permitiría.

Jimmy Harris se quedó cabizbajo. Él estaba allí, alguien les estaba haciendo daño a los niños, los moretones alrededor de sus ojos se oscurecían, se le acentuó el temblor de la mano.

– Por Dios, no -dijo.

– ¿Dejaría que alguien le hiciera daño a sus hijos y usted se quedaría quieto, sin hacer nada?

– No. No.

– Entonces, ¿qué haría?

Harris abrió la boca para decir algo pero se dio cuenta de la trampa que le habían tendido. Se quedó con los dientes apretados para no decir nada y bajó la mirada.

– No siempre está mal pegar a alguien, ¿verdad? -dijo Williams.

Harris miró al suelo y dio una calada al cigarro. Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. Iba a llorar, estaba bien, estaba bien, se iba a echar a llorar y un hombre que llora no tiene defensas. Lágrimas de culpabilidad se amontonaron en sus ojos de cerdo. Estaba jugando con el cigarro, desesperado, tirando la ceniza en el plato, estaba a punto de derrumbarse.

– ¿De dónde las ha sacado? -dijo Bunyan.

Williams la miró fijamente. Harris estaba a punto de derrumbarse y ella iba y cambiaba de tema. Le pasó las fotos a Williams y él las miró. Eran fotos de la mujer muerta.

– Son fotos de Navidad, ¿verdad? -le preguntó Bunyan a Harris-. Son por Navidad en la Casa de Acogida Hogar Seguro.

– Sí -dijo Harris.

Ella lo miró curiosa.

– Pero, Jimmy, usted nos ha dicho que no la veía desde el mes de noviembre.

Harris parecía confundido.

– Sólo son fotos.

Williams sonrió.

– Jimmy -dijo, todavía sonriendo, incluso después de que los ojos se hubieran clavado en él-, usted dijo que Ann no había vuelto a casa después de estar en el albergue.

– Exacto -dijo, rotundamente-. No volvió.

– Así que, no la ha visto desde antes de Navidad, ¿no?

– No.

– No la ve desde noviembre.

– No.

– Ningún contacto.

– No.

– Está bien, escúcheme atentamente -dijo Williams, muy despacio-. Si una persona sale del punto A llevándose el objeto X… -Sujetó las fotos con la mano derecha, mirando la cara de Harris. Estaba observando las fotos-… y esa persona va hasta el punto B… -puso las fotos en la mano izquierda y los ojos de Harris las siguieron cuidadosamente-… ¿cómo es posible que el objeto X… -tiró las fotos en el regazo de Harris-… aparezca en el punto C?

Harris estaba mirando las fotos, confundido por la historia.

– Las fotos. -Williams le habló como si le estuviera haciendo una confidencia, como si estuviera de su parte-. ¿Cómo es posible que estén en su casa si Ann no volvió a casa?

Harris levantó la cara.

– Pero me las dejaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. Creo que, una chica que conozco, ella me las pasó por debajo de la puerta.

Williams agitó la cabeza. A Harris se le mojaron los ojos y él miró hacia arriba. Se había terminado el juego. Iba a confesar.

– Las pasaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. No le he vuelto a ver.

– No la ha vuelto a ver -dijo Williams, corrigiéndolo gramáticamente sin darse cuenta-. ¿Igual que no la pegó?

– Jamás le pegaría -dijo Harris, retorciéndose en la silla, poniéndose histérico, perdiendo la poca compostura que pudiera tener-. Nunca, jamás le pegaría. No lo haría.

– ¿No le pegaría si les estuviera haciendo daño a los niños?

Harris estaba llorando, con la mirada fija en el cenicero, enseñando los dientes amarillos y sollozando. El problema eran los niños. Confesaría si ellos estuvieran en un lugar seguro. Quería confesar o, si no, no se habría guardado las fotos.

Williams le hizo una señal a Bunyan y ella se fue al recibidor y llamó por teléfono. El recepcionista de la comisaría de Carlisle le dijo que podían ir a cualquier hora de la tarde. Le dijo que no necesitaban reservar una sala de interrogatorios, que los viernes por la tarde solían estar muy tranquilos. Conseguir contactar con los asistentes sociales sería más difícil. A Bunyan le saltó el contestador, que le dio el número de otro contestador que le dio el número de un móvil que sonó unos treinta y pico tonos y en el que no contestó nadie. Volvió al salón y le dijo a Williams en voz baja que no había podido contactar con los asistentes sociales.

– Jimmy -dijo Williams-, vamos a llevarle a la comisaría de Carlisle para un interrogatorio oficial. Antes de llamar al Departamento de Asistencia Social de Urgencias para que envíen a alguien, ¿no hay nadie que pueda quedarse con los niños?

– ¿Tía Isa?

– Sigue sin contestar nadie, Jimmy. Sus hijos estarán bien con los asistentes sociales.

– Me preocupan.

– ¿Por qué está tan preocupado?

Bunyan se apoyó en la pared. Williams no tenía hijos. Si tuviera hijos no le habría hecho esa pregunta. Parecía que Williams pensaba que había algo siniestro en el temor de Harris por dejar a sus hijos con los asistentes sociales, pero Bunyan lo entendía. Ella tenía una casa limpia para su familia, armarios llenos de comida, la calefacción central encendida en todo momento, a juzgar por las facturas, y aun así no le gustaría que algún funcionario le diera consejos sobre cómo cuidar a sus hijos.

– No los llame -dijo Harris, llorando e intentando hablar con la boca abierta-. Por favor… por el amor de Dios.

– ¿A quién, Jimmy? ¿A quién no quiere que llamemos?

– A los asistentes sociales -dijo-. No llamen a los asistentes sociales.

Williams miró a Bunyan y se agachó junto a la silla.

– ¿Por qué no quieres que los llamemos, Jimmy? ¿Te conocen? ¿Han estado aquí antes?

– Jimmy -interrumpió Bunyan-, ¿a quién más podríamos llamar? Alguien que pudiera quedarse con los niños para que usted pudiera relajarse.

Harris se sentó recto.

– Leslie -dijo-. La hija de Isa, pero no sé dónde vive. Posiblemente en Drum.

Bunyan asintió, confortándolo.

– ¿Leslie está casada?

Harris se quedó aún más desconcertado.

– ¿Se ha casado y se ha cambiado el apellido? -preguntó Bunyan.

– Oh, no. No creo.

– O sea, ¿que también se apellida Findlay?

Jimmy Harris asintió impaciente.

– Debe de vivir en Drumchapel. Todos los Findlay viven allí.

Bunyan volvió a salir al recibidor. Estaba intentando encontrar su dirección cuando, de repente, el nombre le era muy familiar. Lo había oído hacía poco, relacionado con la hermana de la mujer muerta que vivía en Streatham, pero no se acordaba dónde lo había oído. La operadora le dio el número y mientras llamaba a su casa se repetía el nombre una y otra vez.

– Hola, ¿Leslie Findlay?

– No -dijo Cammy-. En estos momentos no está.

– Soy la detective Bunyan de la policía de Londres. Estoy intentando hablar con la señorita Findlay por un tema relacionado con su primo James Harris. ¿Sabe cómo podría localizarla?

– Puede llamarla al trabajo.

– ¿Dónde trabaja?

– En las Casas de Acogida Hogar Seguro. Si no está, puede dejarle un mensaje.

Sarah estaba muy cansada. Su camisa limpia estaba toda arrugada, el pelo sin brillo y se había cambiado los zapatos y se había puesto unas zapatillas de hombre con la piel quemada. Ni siquiera tenía fuerzas para ponerse contenta por los bollos de Chelsea que Maureen le había comprado y que solían ser sus preferidos. Subió con Maureen al piso de arriba y le enseñó su dormitorio.

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