– Creo que lo tienes todo -dijo.
La cenefa del techo era un dibujo con delicadas hojas y uvas. La cama era grande y blanda. A los pies, apoyada en un banco, había una televisión de plástico con un botón giratorio. Una pequeña puerta en una pared del dormitorio daba directamente a un escalón que llevaba a un baño tipo suite, de mármol negro con espejos que hacían aguas en las paredes y tenía manchas de moho en los grifos.
– ¿Quizá te apetecería ducharte antes de la cena?
– No creo que aguante despierta toda la cena -dijo Maureen, y Sarah pareció aliviada.
– Está bien, si quieres, métete directamente en la cama -dijo-. Como si estuvieras en tu casa. Hay agua caliente y toallas.
– Si alguna vez tengo que limpiar casas, quiero que sea la tuya.
Sarah no entendió la broma, pero vio que Maureen sonreía y ella hizo lo mismo. Debía de haber tenido un día infernal.
– Gracias por dejarme quedar aquí -dijo Maureen.
– De nada -dijo Sarah.
Maureen se dio un baño, pero el agua estaba tan dura que no consiguió hacer ni una pizca de espuma, y se formó una capa aceitosa encima del agua. Se secó con una toalla y se notó la piel escamosa, chirriante, como un vaso recién sacado del lavaplatos.
Cuando salió del cuarto de baño se encontró una bandeja plateada de cocina encima de la mesita de noche. Sarah le había traído una taza grande de té, y un plato tibio de comida india picante. Mientras comía, le llamó la atención algo que había en un extremo de la mesita de noche, justo al lado de la cama: una vieja Biblia con tapas de piel negra restaurada con cinta adhesiva. Sarah debía de tener cientos de Biblias familiares. Maureen se sentó en la cama y encendió la tele en blanco y negro antes de levantar las frías sábanas de lino y meterse dentro. Se durmió escuchando un programa para los televidentes que le advertía de que debía tener mucho, mucho cuidado con el concesionario en el que compraba su Land Rover.
Leslie llamó a la puerta y retrocedió. En el pasillo soplaba un fuerte viento, arremolinando los montones crujientes de desperdicios y polvo en un rincón. Si no fuera por salvar a Isa, no se habría comprometido a venir después del trabajo. Llamó otra vez a la puerta y una rubia bajita con un traje austero le abrió la puerta.
– Hola, ¿Leslie?
– Hola, ¿es usted Bunyan?
– Entre.
Abrió la puerta y Leslie vio a Jimmy sentado en el sillón, hecho polvo y aterrorizado. Levantó la mano y la saludó sin demasiado ánimo, y ella movió la cabeza para devolverle el saludo. Tenía los ojos muy rojos. Los bebés estaban sentados en el suelo delante de él y Alan, el niño que había conocido la noche anterior, estaba de pie detrás del sillón apoyado en el hombro de Jimmy como si estuviera charlando con él. Un hombre gordo y calvo con unas gafas doradas estaba de pie en medio del salón, con un montón de fotos en la mano y mirándola. El niño de la Polaroid la estaba mirando desde el otro lado de la sala.
– Hola -dijo, y miró su casco-. ¿Eres una poli?
– No. -Leslie entró en el salón. Hacía mucho frío y pensó que debería haberse llevado un jersey. Miró a la mujer-. ¿Por qué tienen que llevárselo hasta Carlisle?
– Bueno. -La mujer puso los ojos en blanco-. Queremos grabar el interrogatorio y, como somos una autoridad inglesa, tenemos que hacerlo en Inglaterra.
– Menudo lío, ¿no?
– Sí.
– Leslie -dijo Jimmy-. Gracias por venir.
– No hay de qué, Jimmy -dijo Leslie-. ¿Os vais ya?
La mujer del traje miró al hombre gordo y este miró a Leslie.
– En realidad, señorita Findlay, también queríamos hablar con usted -hablaba con un suave acento de Glasgow, respirando mientras hablaba, tragándose las palabras.
– ¿Conmigo? -dijo Leslie, consciente de que pasaba algo-. ¿Sobre qué?
– Tengo entendido que trabaja en Hogar Seguro.
Leslie frunció el entrecejo.
– ¿Puedo pedirle que me acompañe al pasillo un momento?
Leslie vio la cara de desconcierto de Jimmy. El hombre gordo la llevó por el recibidor hasta la galería, azotada por el viento, y cerró la puerta tras de sí.
– Lo siento mucho -dijo, sonriendo-. No me he presentado. Soy el inspector Williams, Arthur Williams, de la policía de Londres. -Se apoyó en la baranda de la galería y miró los coches que pasaban por la calle, los grandes autobuses amarillos parados recogiendo pasajeros y los coches parados detrás de ellos-. ¿Conoce las circunstancias por las que la señora Harris se fue de la casa de acogida?
– Sí, ya se lo conté a los policías por teléfono. Recibió una carta o algo por el estilo y un par de horas más tarde había desaparecido.
El hombre gordo chasqueó los dedos y la señaló como si acabara de recordarlo todo.
– Es verdad, llegó por correo y usted no entendía cómo alguien podía saber la dirección.
Leslie cogió un cigarro y puso la mano delante mientras lo encendía.
– También creo saber qué recibió en ese sobre.
– ¿Qué?
– Una foto. Una Polaroid que quedó entre sus cosas. Es una foto de su hijo -señaló hacia el piso-, el segundo. Estaba con un hombre bastante grande.
– ¿Todavía tiene la Polaroid?
Leslie dio una calada y mezcló el humo con el aire.
– Oh, no, no la tengo, la tiene una amiga mía.
– ¿Puede conseguírmela?
– Bueno, en estos momentos no puedo localizarla.
El hombre gordo asintió hacia la calle.
– Ya veo, ya veo. -Se metió la mano en el bolsillo-. De hecho, yo tengo una suya. -Sacó un montón de fotos y las miró una a una. Cuando encontró la que buscaba se le iluminó la cara y se la dio a Leslie-. ¿Ve?
Leslie la miró. Era el día de Navidad en la casa. Ann, Senga y las otras residentes estaban de pie, rígidas, delante del árbol de plástico. Leslie estaba detrás de ellas, gruñéndole a la cámara, con las pupilas rojas. El disparador automático no había funcionado. Estaba diciendo palabrotas y justo iba a acercarse a la cámara para ver qué había fallado cuando saltó el flash y tomó la foto.
– Sí -sonrió-. Soy yo. ¿De dónde la ha sacado?
– ¿De dónde cree que las he sacado?
– ¿De la oficina?
– No.
Él estaba sonriendo con benevolencia, parecía bastante afable, Leslie no se sintió amenazada en ningún momento. Le devolvió la foto.
– Pues debe de haberla sacado de la oficina. Sólo hay ocho copias, una para la oficina y una para cada residente.
– ¿Está segura?
– Sí, muy segura. Yo hice las copias. Sé que sólo había ocho copias.
El hombre gordo se puso recto y se pasó la lengua por detrás de los dientes.
– Esta -dijo, descaradamente- es la copia de Ann.
Leslie soltó una risa.
– Nah -dijo-, Ann se dejó la suya en la casa. Yo tengo las copias de Ann.
– Las hemos encontrado en casa del señor Harris.
De repente, Leslie se dio cuenta de que no era ninguna casualidad. El hombre gordo se había colocado entre ella y las escaleras.
– Si yo barajara la posibilidad de que el señor Harris mató a su mujer -dijo, hablando despacio, lo suficientemente alto como para que Leslie lo oyera con todo el tráfico de la calle-, tendría que explicar cómo se las arregló para encontrarla después de que ella se escondiera, ¿no?
Leslie se apoyó en la baranda y dio una larga calada al cigarro.
– Mire, llevo cuatro años trabajando en ese lugar, cobrando y sin cobrar. ¿Cree que pondría todo eso en peligro para decirle a Jimmy que ella estaba allí? Conocí a ese tío ayer por la noche.
El tipo gordo se quedó muy sorprendido.
– ¿Ayer por la noche?
– Sí-dijo Leslie, en un tono muy agresivo-. Ayer por la noche.
– Pero si es su primo.
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