Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Perdimos el contacto -dijo, irónicamente.

– O sea, que una mujer joven y atractiva como usted lo dejaría todo un viernes por la noche para venir aquí y cuidar a sus hijos, ¿no? Toda la noche si fuera necesario. No hay duda de que le ha causado muy buena impresión.

Leslie negó con la cabeza categóricamente.

– Escuche, no lo hago por él. Si no me quedo yo con los niños, lo hará mi madre y ella está enferma del corazón.

Sin embargo, él no la estaba escuchando, estaba mirando el montón de fotos que tenía en la mano.

– ¿Así que usted hizo las copias?

32. Limón ahumado

Maureen se levantó a las seis en punto y la televisión todavía funcionaba. No había soñado nada en especial pero no podía volver a dormirse. Sabía que a Sarah le molestaría si merodeaba por la casa, así que se quedó en su habitación y se dio otro baño. Después de mirar durante media hora la actualidad de la bolsa por la tele en el programa de la mañana, su sentido de la honradez dio paso al deseo de un café y un cigarro. Puso los platos sucios de la cena en la bandeja y bajó la escalera en silencio hasta la cocina.

La calefacción se había enfriado durante la noche pero todavía desprendía algo de calor y Maureen se acercó una silla, sentándose junto al radiador, apoyándose en la plancha con una taza de café en la mano. Sarah había dejado un montón de panfletos sobre Jesús en la mesa. Todos tenían un título atractivo en la tapa y unas ilustraciones increíblemente malas de un Jesús ario diciéndoles a un grupo de negros lo que tenían que hacer, Jesús sonriente junto a unas ovejas, el pequeño Jesús riendo en un pesebre. Por lo que Maureen sabía, Sarah nunca había sido creyente. Recordaba vagamente oírla hablar de su familia como la altísima Iglesia de Inglaterra, implicando que, en cierto modo, aquello era catolicismo aunque con otro nombre.

Por las ventanas del fondo de la cocina se veía un gran prado verde precioso con grandes arriates, cubierto por la niebla helada. La vida de Sarah debía de ser una delicia estética. Cada día veía cosas preciosas. Maureen había estado tan ocupada intentando salvar el cuello que había olvidado el significado de rodearse de cosas bonitas, cosas que quería ver y tocar. Pensó en Jimmy y en la escasez de encanto de su vida, la constante opresión de la pobreza y la necesidad. Alguien había cobrado el dinero de los niños y ella estaba segura de que Moe, la reina de las transferencias, tenía algo que ver en eso. Maureen estaba segura de que Jimmy era inocente. Le había dicho que sólo había estado un día en Londres y todavía no encontraba una solución al tema del colchón.

Buscó por todos los armarios y preparó la mesa para un desayuno en condiciones. Hizo té y sacó la mermelada y los tazones para los cereales. Cogió dos camelias del jardín y las puso en un vaso de agua, colocándolas como centro de mesa. Las flores rojas combinaban con el mantel de rayas azules tipo Cornualles, y la mesa quedó muy alegre y navideña.

Con los cigarros y el encendedor de Vik en la mano, abrió la puerta trasera y salió al tranquilo jardín, encendió un cigarro y miró a su alrededor. Escuchaba, a lo lejos, el ruido de una ciudad que se ponía en marcha para ir a trabajar. La espesa niebla se estaba abriendo, levantándose por encima de la hierba, elevándose para encontrarse con la mañana. Maureen dio una calada y dejó que la nicotina le recorriera todo el cuerpo, hasta la punta de los dedos, abriéndole los folículos pilosos, apaciguando los bordes rabiosos de sus ojos, poniéndole las pilas para el nuevo día. Miró dentro de la cocina y vio una montaña de casi un metro de periódicos viejos apilados en un hueco junto a la puerta trasera, preparados para el reciclaje. Se acabó rápido el cigarro, apagándolo en el escalón de piedra que había fuera y tiró a la basura el filtro.

Separó todos los Evening Standards de la última semana, de lunes a lunes, y los puso en el extremo de la mesa grande. Pasaba las páginas leyendo por encima los titulares, buscando alguna referencia al asesinato. La policía debió de tardar unos días en identificar a Ann y en seguirle la pista hasta la casa de acogida. Habían llamado a la oficina preguntando por Leslie el martes, así que Maureen empezó por el periódico del jueves anterior pero no encontró nada. Revisó el del viernes y tampoco encontró nada. Revisó el del lunes, leyendo minuciosamente hasta las noticias más pequeñas, intentando encontrar alguna pista. Estaba leyendo una pequeña historia acerca de una exposición de arte cuando levantó la mirada para rascarse los ojos y lo vio: «Accidente de moto permite un descubrimiento horripilante». Un hombre que iba al trabajo se había visto envuelto en un accidente de moto, y había ido a parar encima de un colchón que estaba en la orilla, con un cuerpo hundido encima. El hombre no había hecho declaraciones pero un miembro de la división policial del Támesis había dicho que la descripción coincidía con la de una mujer desaparecida. La policía le daba a la muerte un carácter sospechoso. El periódico del martes la identificaba como Ann Harris, una mujer cuya hermana había denunciado la desaparición tan sólo unos días antes. Maureen dejó los periódicos en su sitio y volvió a salir al jardín para fumarse otro cigarro.

Le extrañó mucho que Moe hubiera denunciado la desaparición de Ann. Ann no vivía con ella, seguro que había desaparecido antes, y Maureen sabía algo de la realidad de convivir con un alcohólico. Si Ann había salido de juerga y la policía la encontraba y la devolvía a casa, sólo buscaría dinero y traería problemas. Los cambios de humor y las quejas exageradas estaban a la orden del día en todas las familias con un alcohólico y el hecho de que Ann fuera por ahí diciendo que su vida estaba en peligro posiblemente era la ocurrencia del mes. Si Moe estaba dispuesta a cargarse a cualquiera, seguramente no querría llamar la atención de la policía de esa manera. No tenía ningún sentido que Moe denunciara la desaparición de Ann.

Sarah apareció por la puerta de la cocina con una bata de cuadros escoceses de hombre y las zapatillas viejas.

– Buenos días -dijo-. Vaya, has puesto la mesa.

– Sarah, has sido tan amable conmigo. -Maureen se levantó-. Esta mañana te preparo yo el desayuno.

A Sarah sólo le faltó aplaudir de la alegría.

– Oh, ¡qué amable! -dijo, y se sentó mientras Maureen hacía las tostadas.

Estaban en mitad del desayuno cuando Sarah puso las puntas de los dedos encima del montón de panfletos de Jesús y los empujó hacia Maureen.

– ¿Por qué no lees algo mientras desayunas? -dijo.

Maureen sonrió.

– Estás de coña, ¿no? -dijo.

A partir de aquel momento, el ambiente se enrareció.

Maureen se había subido al tren equivocado. Se bajó en London Bridge y empezó a recorrer a pie el largo camino hasta Brixton. Sólo eran las nueve y no tenía demasiado que hacer antes de volver a encontrarse con Kilty Goldfarb. Mientras caminaba miraba los altos edificios de oficinas, miles de ventanas con cuarenta o cincuenta trabajadores detrás de cada una de ellas cada día de la semana, creyendo que son los protagonistas de la película del año. Observó la boca del metro engullendo gente, los autobuses repletos y los coches particulares pegados los unos a los otros, vio el río de gente que cruzaba la calle, cabizbajos, como si no existiera nadie más en el mundo, como si saber el teléfono de los demás fuera demasiado. Y lo era. Maureen estaba completamente convencida de su insignificancia.

Cruzó por el paso subterráneo en Elephant and Castle, disfrutando de la sensación de que nada importaba de verdad, ni la verdad sobre el pasado, ni si alguien creería en ella, ni la bebida de Winnie ni el ultimátum de Vik. Era el lugar perfecto para huir de un pasado doloroso. Podría pasarse años enteros en casa intentando encontrarle sentido a una serie de acontecimientos. No había ningún significado, ni ninguna lección que aprender, ni ninguna moral, nada tenía sentido. Podría pasarse la vida entera tratando de encontrarle el sentido a todo eso, como los jugadores con su estrategia secreta. No importaba nada, en realidad, porque una ciudad anónima es el equivalente moral de una habitación a oscuras. Entendía por qué Ann había ido allí, se había quedado y había muerto allí. No sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era romper los lazos con los suyos. Llamaría a Leslie y a Liam algunas veces, diría que estaba bien, perfecta, cada vez espaciaría más las llamadas, empezaría una vida nueva y ellos se olvidarían de ella.

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