Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Maureen miró a Kilty y Kilty la miró a ella.

– Yo no te he dicho que fuera su libro, ¿no?

La pregunta no era retórica.

– No -sonrió Kilty-, todavía no me lo has dicho. Pero creo que estás a punto de hacerlo.

Maureen evitó insultarla con las palabras más obvias.

– Si el libro tenía una dirección de Glasgow, ¿podría cobrarlo aquí, en Londres? -preguntó.

– Tendría que haber avisado oficialmente que se trasladaba -dijo Kilty-. Tendría que haber avisado a la oficina de correos por adelantado adonde se iba y cuando cobraría el primer cheque en la nueva dirección. Como te he dicho, si alguien está cobrando su dinero, necesita el consentimiento de ella.

Si Ann lo vendió en Londres, ya debía de saber que iba a trasladarse aquí.

Por la ventana se veían las calles inundadas de coches y la gente que salía del mercado.

– Bueno, Kilty, pues eso es todo lo que quería saber -dijo Maureen, levantándose-. Muchas gracias por venir aquí, a pesar de tus recelos. Me has sido de gran ayuda. -Le ofreció dos cigarros-. Quédatelos para jugar.

Kilty alargó la mano y se los quedó.

– En realidad, no has cumplido tu parte del trato -dijo-. Sólo me has contado mentiras… -El pitido del busca de Maureen interrumpió sus reproches.

…Acerca…

… de Ann. Estoy en

… apart. 2/1 631

Argyle Street.

Brixton Hill.

Ven ya.

Maureen volvió a sentarse y se quedó mirando el mensaje fijamente, leyéndolo una y otra vez, intentando entender cómo alguien podía saber de ella en sólo un día y cómo podía haber conseguido su número de busca. Las únicas personas que lo tenían eran Jimmy, Leslie, Liam y Moe. Y el camarero del Coach and Horses. Era el camarero mentiroso.

– No me has dicho nada de la mujer. -Kilty observó la cara desencajada de Maureen-. ¿No entiendes el mensaje?

– Sí -dijo Maureen-. Es sólo que no sé cómo han conseguido mi número.

Kilty se colocó detrás de Maureen y leyó la dirección por encima de su hombro.

– Por Dios -dijo-. No irás a subir allí tú sola, ¿verdad?

– ¿Por qué?

– Yo no iría -dijo Kilty-. No vayas.

Maureen chasqueó la lengua.

– Mira, el otro día estuve en Dumbarton Court. Había una banda de adolescentes por allí, pero no era tan malo.

– Dumbarton Court está bien. Argyle, eso es otro mundo. Cuando limpiaron Coldharbour, los traficantes se trasladaron calle arriba. No vayas allí.

Sonó como una orden pero Maureen no se imaginaba por qué Kilty creía que haría lo que le decía.

– No pasa nada, conozco al tío que me lo ha enviado.

– ¿Lo conoces bien?

Maureen deseaba tanto tener razón que casi mintió.

– No -dijo-, no lo conozco de nada pero voy a ir igualmente. Si estás tan preocupada, puedes acompañarme.

Kilty dejó la bolsa en el suelo, cogió los cigarros y los dejó encima de la mesa.

– Dame la dirección -dijo-. Te esperaré aquí y, si en una hora no has vuelto, llamaré a la policía.

Maureen se la enseñó. Kilty cerró los ojos y se la repitió una y otra vez en voz baja.

– Creía que tenías que volver al trabajo -dijo Maureen.

Kilty levantó un cigarro, colocándoselo entre los dedos.

– Los sábados no trabajo. -Miró el cigarro decorativo y sonrió.

– ¿Y todo ese rollo de mirar el reloj? -dijo Maureen-. ¿Me has estado mintiendo todo el rato?

– Tú me dices la verdad y yo te la digo a ti. -Kilty apoyó la cara sonriente en la mano, haciendo ver que daba caladas al cigarro sin encender como una estrella de cine-. Te veo dentro de una hora -dijo, sacando el humo imaginario entre los dientes.

34. Cicatriz

Williams había ido un momento al lavabo y había dejado la grabadora funcionando. Estaban en una sala de interrogatorios pequeña. Las paredes de color gris pálido estaban manchadas de amarillo por el humo de los cigarros. En el aire había el olor de unas cien personas asustadas que habían pasado por allí, y Bunyan podía oler su sudor, sus mentiras desesperadas y las resignaciones nerviosas. Jimmy Harris estaba fumando y mirándose las manos. Había estado callado todo el viaje hasta Carlisle y se había quedado dócilmente en la celda de arresto. Cuando fueron a buscarlo por la mañana, sólo preguntó por sus hijos. Harris no tenía ningún plan, eso ya había quedado claro. Se lo estaba inventando todo sobre la marcha, atrancándose con su propia historia, volviendo atrás cuando se veía atrapado y diciéndoles la verdad cuando aparecían las lágrimas. No pretendía salvarse con la mentiras, no le importaba lo que pudiera pasarle a él, pero se preocupaba por sus hijos.

Levantó la mirada hacia ella y relajó la barbilla en lo que pareció una sonrisa educada.

– ¿Está bien? -preguntó Bunyan, ahora que podía ser amable sin contradecir a Williams porque estaban los dos solos.

Harris respiró y asintió.

– Los niños estarán bien, ya lo sabe.

Harris volvió a asentir, nervioso, y dio otra calada al cigarro.

– Tiene suerte con su familia -dijo ella-. Yo no sé si hubiera encontrado a nadie de mi familia dispuesto a quedarse en casa un viernes por la noche para cuidar a mi hija.

Harris soltó el humo.

– ¿Tiene hijos?

– Sí. Una niña. Tiene tres años. Se llama Angie.

Harris se ablandó.

– Un nombre bonito. Mi mujer -hizo un gesto indicando el pasado y dio una calada al cigarro- quería una niña. Tuvimos cuatro hijos porque ella quería una niña.

– A mí ahora me gustaría un niño.

– Los niños son más difíciles. No son tan obedientes como las niñas.

Bunyan se rió y se reclinó en la silla.

– No ha tenido una hija, ¿verdad? Son terribles. Cualquier cosa que les digas, la hacen al revés. Igual que cuando crecemos.

Harris sonrió y enseñó sus pequeños y feos dientes, pero Bunyan no se dio cuenta. Estaba mirándolo a los ojos. Solo, con cuatro hijos y sin un penique. Dios. La cara de Harris se volvió sombría de repente y miró la grabadora.

– ¿Me promete que mantendrá a los asistentes sociales lejos de mis hijos?

– No puedo prometérselo, señor Harris, pero lo intentaré.

Harris, tembloroso, respiró hondo y apoyó los codos en la mesa, sujetándose la cabeza entre las manos.

– Estaba en Londres -dijo hacia la superficie de la mesa-. Alguien pasó un billete por debajo de la puerta y fui a Londres en avión sólo durante un día.

Sorprendida por esa información vital, Bunyan se olvidó de los formalismos.

– ¿Quién haría eso? -susurró.

– No lo sé. Pero creo que es mejor que se lo diga yo, porque si no lo hago yo lo harán ellos.

Kilty tenía razón sobre Argyle. Era una calle corta y estrecha pero el edificio de ladrillo amarillos estaba sucio y menos cuidado que Dumbarton Court. Maureen miró por el panel de cristal de la puerta del bloque seis y supo que no quería entrar allí. La escalera estaba llena de latas de refrescos quemadas, colillas y bolsas de patatas fritas vacías. Al pie del tramo de escaleras había lo que Maureen esperaba que fuera una cagada de perro. Escuchó a alguien que bajaba despacio las escaleras, daba pasos inseguros e irregulares. Se alejó de la puerta y cruzó la calle, se quedó en la parada del autobús, atenta. Se abrió la puerta y salió una mujer delgada, tambaleándose al andar, con los ojos brillantes como cristales y preocupados. Llevaba una sudadera con la frase viva las vegas grabada con unas letras de aspecto gomoso, de aquellas que se borran si se lavan con agua caliente. Se dirigió hacia la colina, recobrando el equilibrio apoyándose en la pared de la parada del autobús. No parecía más capaz de cuidar de sí misma que Maureen. Maureen, con cautela, se aproximó a la entrada y subió al segundo piso, recordándose que sólo se trataba del camarero aburrido y que lo único a lo que debía temer eran a las largas pausas.

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