Williams levantó una ceja y miró los pantalones de piel de Leslie.
– Siempre hay alguien dispuesto a echar una mano, ¿no? -Sonó su móvil con la melodía de «Los Simpson». Lo cogió con la mano libre-. ¿Diga? -dijo, muy serio, e hizo una pausa para escuchar-. Al habla -dijo y asintió atentamente mientras el otro interlocutor hablaba-. Gracias. Ahora ya lo sabemos. Sí. Heathrow.
Miró a Jimmy y volvió a asentir. Miró a Leslie, puso una expresión de sorprendido y le hizo un gesto a Bunyan para que sujetase a Jimmy. Ella hizo lo que le mandaban y Williams abrió la puerta principal, salió a la galería y cerró.
Bunyan miró a Leslie.
– ¿Cómo se las ha arreglado con los niños toda la noche? ¿Todo bien?
En la galería, Williams se apretó el teléfono a la mejilla.
– Oiga -le dijo al inspector Inness-, ¿puede mirar si Leslie Findlay tiene algún antecedente? Vive en Drumchapel…
– ¿Conduce una moto? -se apresuró a decir Inness.
– Sí.
– ¿Por qué pregunta por ella?
– Parece que está involucrada en este caso. ¿La conoce?
– Todos la conocemos. La investigamos hace un tiempo. Un caso de agresión. Ella y otra mujer. Trabaja en Hogar Seguro, ¿verdad?
– Sí. -Williams miró la puerta de la casa de Harris-. ¿Ha dicho que fue por una agresión? ¿Es violenta?
– Es posible -dijo Inness-. Le dieron una buena paliza a un hombre.
– ¿Hubo juicio?
– No hay pruebas de que fueran ellas, pero le voy a decir una cosa, si lo ha vuelto a hacer este será mi Día Oficial del Inspector.
El bar estaba tranquilo. Los pocos que habían ido al centro de compras desperdiciaban la tarde dando vueltas, perdían el tren y no podían irse a casa. Había dos hombres en una mesa que se reían infelices y bebían algo marrón oscuro. Maureen pensó en cuando Parlain le había pedido la Polaroid. Frank Toner era algo suyo. Puede que Toner se la tuviera jurada. Quizá Parlain estaba buscando una foto de él para identificarlo, ir por ahí enseñándosela a la gente y preguntando. Nada de lo que se le ocurría tenía sentido: Parlain era un paranoico, era difícil que se vengara y, ¿quién había oído alguna vez que los gángsteres se enseñaran fotos entre sí? Ya se conocían todos.
– Aquí tienes -dijo Kilty, dejando un vaso delante de Maureen-. Whisky y lima. Y ahora tranquilízate.
– Sólo me he llevado un buen susto, nada más. -Maureen tomó un trago.
– Fue una locura por tu parte ir allí sola -dijo Kilty-. No conoces la zona.
– ¿Tú vives allí?
– Sí, bueno, en Clapham. Alquilé una habitación en una casa victoriana cerca del parque municipal. Techos altos, con un fuego de los años cincuenta, es preciosa.
– ¿Puedes permitírtelo con el sueldo de una trabajadora social
– No estoy tan bien situada.
– ¿Por qué no vuelves a casa?
– ¿Por qué no dejas de acribillarme a preguntas?
– Lo siento -dijo Maureen-. Es que estoy nerviosa.
– Te dio un buen susto, ¿no?
– Dios, sí. Ni siquiera sé por qué. Es un gilipollas paranoico. Quería una foto que tengo y que podría haberle dado, pero no lo hice.
– ¿Por qué no?
– No lo sé.
– Vamos a fumarnos un cigarro -dijo Kilty, y sacó el segundo cigarro y se sentó en una mesa.
– Joder. -Maureen suspiró con fuerza y giró la cabeza a los dos lados para intentar relajarse un poco-. Menudo susto.
Kilty usó el encendedor de Vik y empezó a sacar nubes de humo por la boca. Maureen la observaba y pensaba que sería un pecado corregirla cuando de repente se acordó de que, en cuatro días, no había llorado ni una sola vez. Aquella tarde se había muerto de miedo pero no había tenido ganas de llorar ni había perdido los nervios. Hacía meses que no pasaba un día sin que se le humedecieran los ojos. Posiblemente, aquel estado no fuera infinito. Se sentó recta, con una sensación extraña y esperanzadora, y encendió un cigarro. Kilty sonrió.
– Bueno -dijo-. Ahora mi recompensa. Cuéntame la historia.
Maureen le habló de Ann y el colchón, de Jimmy y los niños, de la poco probable denuncia de Moe, de la desaparición de Ann, del libro de la asignación familiar y de cómo le agujerearon el culo a Hutton. Continuó hablando mientras la bebida templaba su cuerpo y le habló de los bebés tan delgados, y de Alan en las escaleras, y de los cuatro niños con los pijamas de las Tortugas Ninja. Cuando levantó la mirada, Kilty estaba mirando fijamente su bebida y parecía consternada.
– Por Dios -dijo-. Ya hace diez años de la moda de las Tortugas Ninja.
Siguieron bebiendo. Kilty también odiaba su trabajo. Lo que Maureen había dicho la había inspirado y la noche anterior había estado barajando la posibilidad de mandarlo todo al diablo.
– No voy a intentar salvar el mundo nunca más. A partir de ahora -Kilty apoyó los dedos en la mesa para enfatizar más lo que decía-, yo me ocupo de mi jardín. Y tú te ocupas del tuyo.
– Creo que en mi caso es más fácil salvar el mundo.
– ¿Por qué?
– Porque mi jardín está lleno de búfalos borrachos.
Kilty inclinó la cabeza y sonrió irónicamente.
– ¿De veras? -dijo, como si lo hubiera entendido-. Bueno, entonces, ¿qué quieres?
– Quiero rodearme de cosas bonitas -dijo Maureen-, y quiero un buen hombre con quien reír. Y quiero estar alegre.
– ¿Y crees que haciendo justicia por esta llanura terrenal vas a conseguirlo?
– Todo el mundo quiere un final feliz, ¿no? Es el principal deseo humano. -Maureen pensó en Sarah deambulando por la gigantesca casa con todos los fantasmas sifilíticos-. Eso es lo que atrae a los descarriados de la política y la religión, ¿no crees?
Kilty sonrió.
– Creía que lo único que les gustaba era subir y bajar de los minibuses.
– No, pero, ya sabes, lo religiosos devotos nunca son unos campistas felices, ¿no? Me apuesto lo que sea a que tu Departamento de Asistencia Social está lleno de historias tristes.
– Posiblemente tengas razón -dijo Kilty, apagando el cigarro cuando se había fumado la mitad-. Jamás me las contarían. Soy la chica más afortunada del mundo. Mi madre es una maravilla y mi padre es totalmente encantador. La única razón por la que estoy en Londres es evitar un buen matrimonio con un abogado gordo.
– ¿En serio?
– Sí. Están desesperados por que yo consolide su estatus social. Es algo común entre los nuevos ricos inmigrantes.
– Pero ¿tú no quieres?
– Claro que no -dijo, con un aire despectivo-. Tengo cosas mejores que hacer con mi vida que elegir cortinas de flores en Jenner's.
Kilty bebió un trago y Maureen se dio cuenta de dónde era. Detectó la huella del colegio privado en su acento. Se sentía atraída por cómo Kilty aceptaba tranquilamente todo lo que la rodeaba, como si nadie hubiera representado nunca una amenaza real y todo el mundo fuera interesante. A ella le gustaría poder sentirse así. Todos los que ella conocía eran unos desgraciados. Kilty se apoyó en la mesa.
– Verás, en esta zona, venir de una buena familia está muy bien visto.
– Pero ¿en Escocia?
– La gente amable no habla contigo. Creen, con bastante razón, que has recibido una parte más grande del pastel.
– ¿Y trabajar como asistenta social es tu castigo?
– El catolicismo planea sobre tu cabeza como una mortaja, Maureen O'Donnell.
Siguieron bebiendo, despacio, disfrutando de la compañía mutua, a veces miraban la televisión, sentadas tranquilamente la una junto a la otra. Se fueron a otro bar cuando unos chicos ridiculamente jóvenes intentaron acercarse para hablar con ellas, metieron la bolsa de plástico de la compra de Kilty en la bolsa de ciclista de Maureen y se fueron. Cuando estaban en el tercer bar, Kilty ya pedía una limonada entre cada vaso de alcohol para no desmayarse y hablaba arrastrando las palabras. Hicieron planes alocados juntas. Kilty volvería a casa y viviría en casa de Maureen durante un tiempo. No podía volver con sus amigos, la harían pasarse el día montando a caballo y acudiendo a fiestas espantosas. Volvería a casa e intentaría ser artista, y dijo que Maureen debería dejar los búfalos fuera del jardín. Durante todo el camino a Brixton cantó Don't Fence Me In en una octava demasiado alta. El taxista se alegró cuando bajaron del coche. Las dejó delante del Coach and Horses antes de que pudieran considerar cualquier otra opción.
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