Andreas Eschbach - Los Tejedores De Cabellos

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Grand Prix de l'Imaginaire 2001
Nudo a nudo, día tras día, los tejedores van creando sus magníficas obras: las alfombras de cabellos a las que dedican toda una vida de trabajo, cuya única materia prima es el pelo de sus mujeres, concubinas e hijas. Una tradición que se remonta a generaciones, y cuyo único fin es servir de tributo al Emperador. Una tradición que da sentido a la vida de todo un planeta, pero que le ha robado la libertad.
A partir de ahí, a través de media docena de personajes, seremos testigos de cómo es y cómo piensa una sociedad, un imperio y una revolución. Mediante casi una veintena de relatos cortos, independientes pero magistralmente entrelazados, Andreas Eschbach teje una obra de ciencia-ficción que supera con creces al material anglosajón que actualmente nos llega.
Su talento radica en el perfecto desarrollo de sus personajes, seres atormentados por las dudas, por la obediencia a una tradición, y el deseo de redimirse y ser libres. Personajes que intentan liberarse del destino que se les ha impuesto, siempre diferente y siempre original, que dan lugar a relatos bellísimos, que sorprenden y enganchan.
Originalidad es la única palabra que realmente puede describir esta obra. Un mundo y una cultura perfectamente creados, una cronología de ochenta mil años cuya historia es poco a poco revelada. Y no es que Los tejedores de cabellos no recuerde a otras historias de otros autores, es que su desarrollo, sus personajes y sus misterios son tratados con tal seriedad, con tal realismo, que muchos clásicos anglosajones de ciencia-ficción realmente parecen relatos adolescentes en comparación.
El Emperador, retratado como nunca antes en la ciencia-ficción, los rebeldes, los linajes de tejedores de cabellos, los mercaderes, y un sinfin más de arquetipos de la space opera son reinventados y redefinidos, insuflando vida a un género que por lo general suele ser clónico de sí mismo.
Andreas Eschbach es un gran narrador. Aunque su libro sean relatos cortos entrelazados, y aunque sus personajes sean independientes, es capaz de cerrar el círculo y hacer que su libro tenga un principio y un final bien enlazados, sin dejar puertas abiertas para explotar el filón, sin recurrir a trucos fáciles para llamar la atención del lector. Y eso se nota, se nota mucho y para bien.
Incluso podría llegarse más lejos: en su artículo, José María Faraldo considera que esta novela es un reflejo de la Alemania natal de Eschbach en su último siglo (la tiranía, la opresiva tradición, el culto al gobernante, la lucha contra el poder absoluto…), y no podría estar más de acuerdo. Aunque es ciencia-ficción, el realismo de las actitudes, de las situaciones y de los personajes nos remite a nuestra propia historia, a nuestro propio mundo real.
Y es que a uno le queda la sensación de que se ha estado perdiendo algo, y que hay toda una literatura europea de ficción por descubrir: sin secuelas interminables, sin vivir de exprimir el mismo concepto una y otra vez, con escritores que saben escribir, tejer una historia y desarrollarla con suma perfección. Pero sobre todo da la sensación de que hay escritores que aman el género, que no se conforman con releer y reescribir clásicos, y se han decidido a llevar un paso más adelante la ciencia-ficción y la fantasía.

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Estaba cansado. Le quemaban los ojos. Cuando por fin se retiró de la ventana ya se había apagado la lámpara de aceite. Ninguna llama más, ningún fuego. Estaba bien así. Él no sabía bien por qué, pero estaba bien así.

Podía irse tranquilo. Ya era hora. Al zaguán, a coger su capa de la percha, no porque la fuera a necesitar sino para limpiar, para no dejar atrás ninguna huella indeseada. No debía molestar a nadie con los restos de una vida fallida, no tener también esa culpa.

Y luego abrir la puerta y cerrarla en silencio tras de sí. Y dejarse llevar por las piernas, que le transportan a uno por el callejón en dirección a la puerta de la ciudad y más allá, fuera de la ciudad, siempre más lejos y más lejos y más lejos, hacia las dos lunas, para fundirse con ellas…

Capítulo quinto La buhonera

En sus viajes entre las solitarias posesiones de los tejedores de cabellos a menudo, durante semanas, no veía más que a mujeres. Las esposas, concubinas e hijas de los tejedores se apresuraban a invitarla a sus cocinas, pero no eran sus telas ni sus cacharros para la casa lo que esperaban con tanta impaciencia, sino las noticias que podía contar sobre otras familias y sobre lo que sucedía en la ciudad. Así que se sentaba largas horas con las mujeres y a menudo precisaba de refinados y complicados quiebros en la conversación para sacar a la luz su mercancía. Nuevas recetas, ése era su truco favorito. Ubhika conocía una enorme cantidad de recetas poco habituales, tanto de comidas como de cosméticos de todo tipo, que tenían una cosa en común: para ellas se necesitaba o bien un aparato especial o una hierba especial o alguna otra cosa especial que ella vendía.

Si tenía suerte, como a menudo se hacía muy tarde con la cháchara, le daban un cobijo para la noche. Hoy no había tenido suerte y lo que más rabia le daba es que podía habérselo imaginado desde el principio. En la casa de Ostvan la hospitalidad nunca había contado mucho, ya en tiempos de Ostvan el viejo y mucho menos con su hijo. Poco antes del crepúsculo había entrado el joven tejedor de cabellos en la cocina y con gesto huraño había dicho que quizá había llegado el momento de que la buhonera siguiera su camino. Y lo había hecho en un tono que a todos les hizo estremecerse con miedo y con un sentimiento de culpabilidad. Por un momento Ubhika se había sentido más como una ladrona que como una buhonera.

Al menos una de las mujeres le había ayudado a cargar de nuevo su asno yuk con las cestas y los sacos de cuero y los hatos, si no no hubiera conseguido cubrir la empinada cuesta que bajaba de la casa de Ostvan antes de que faltara la luz. Dirilja era su nombre, una pequeña y silenciosa mujer que había dejado ya bastante atrás la edad del matrimonio y que no decía mucho durante las charlas, sólo miraba con aire triste. A Ubhika le hubiera gustado saber por qué. Pero así era con las mujeres de los tejedores de cabellos: en algún momento aparecían y estaban allí y la mayoría de ellas no decían mucho sobre su origen. Dirilja había sido la última concubina que había tomado el viejo Ostvan, poco antes de su muerte. Lo que era muy extraño, pues su alfombra debía estar ya por entonces casi completa y además los cabellos de Dirilja eran secos y quebradizos, es decir, que no poseían la calidad adecuada para una alfombra. Ubhika se atrevía a juzgar eso pues sus propios cabellos habían sido así, ya en tiempos en los que ni siquiera se podía adivinar el gris plateado que tomarían con la edad. Esa Dirilja, ¿qué es lo que podía haber hecho con el viejo Ostvan? Una historia enigmática.

El sol se hundía rápido en el horizonte y arrojaba largas e irritantes sombras entre las colinas y las peladas rocas y la tarde se hizo perceptiblemente más fría. Mientras Ubhika sentía el viento que mordía bajo su falda, se enfadó consigo misma por haberse dejado entretener tanto. Si hubiera partido a su debido tiempo hubiera podido alcanzar la casa de Borlón, donde siempre le dejaban pasar la noche.

Pero de este modo, una vez más, sólo le quedaba la tienda de campaña. Ubhika buscó con la mirada un lugar resguardado, una pequeña cueva o un saliente, y encontró por fin un hendidura protegida del viento por una roca hacia la que dirigió a sus animales. Los ató a un palo que había clavado esforzadamente en la tierra ayudada de una piedra, quitó a los dos yuks de carga sus pesos y por fin vendó los ojos a los tres animales. Era el método más seguro para evitar que huyeran en caso de que un ruido los asustara por la noche. Luego montó su pequeña tienda, la tapizó con un par de capas de las telas más baratas y se arrojó dentro.

Y entonces yació otra vez allí, escuchó el chasquido de las piedras y el murmullo de las patas de los insectos y sintió que estaba completamente sola en mitad del despoblado, protegida sólo por una tienda irrisoria y dos paquetes de alimentos y telas y cacharros a izquierda y derecha, y pensó como siempre que jamás se acostumbraría a ello. Que en realidad tendría que haber sido de otro modo. Y como siempre, antes de dormirse, acarició su cuerpo, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba allí, percibió sus pechos, que todavía estaban recios y se veían bien, pese a su edad, acarició sus muslos y se entristeció de que jamás manos de hombre los hubieran tocado.

Cuando estaba en edad de casar no había recibido ningún marido y con sus cabellos quebradizos no podía haberse convertido en esposa de un tejedor de cabellos. Así que sólo le quedó el solitario negocio de la buhonería. A veces había pensado si debía responder a las impertinencias groseras de algunos artesanos o ganaderos, pero entretanto hasta esas aproximaciones habían desaparecido.

En algún momento se había quedado dormida, como siempre, y se despertó en el temprano frío de la mañana. Cuando se arrastraba fuera de la tienda, normalmente acababa de salir el sol atravesando el plateado amanecer y el vasto panorama de la soledad a su alrededor hacía que se sintiera ella misma como un insecto, pequeña e insignificante.

No soportaba comer en el lugar en el que había pernoctado. Soltaba a los yuks, les echaba la carga encima, les quitaba las vendas de los ojos y se apresuraba a alejarse. Por el camino mordisqueaba carne de baraq seca de sus provisiones o comía una fruta, si es que la tenía.

La casa de Borlón. También estaba bien llegar allí por la mañana. Narana, la joven concubina de Borlón, le haría un té. Lo hacía siempre. Y luego le compraría algunas telas, porque le gustaba coser y lo hacía a menudo.

Pero cuando Ubhika entrevió la casa de Borlón, todavía de lejos, le pareció de inmediato algo extraña: mucho más oscura de lo que la recordaba, casi negra, como carbonizada. Y cuando se acercó vio que de la casa de Borlón en verdad no quedaba más que lo que un violento fuego no había podido destruir.

Llevada por una horrorizada fascinación, cabalgó hasta que por fin estuvo ante los restos de paredes carbonizadas, que olían a fuego y destrucción, entre los que se amontonaban las cenizas de las vigas de madera y el tejado de ripias. Se sintió como un carroñero que llega al lugar de un drama que no ha compartido y al que sólo le queda hacer uso de los restos. Quizás hubiera un par de monedas entre las cenizas.

Ubhika reconoció los muros de la cocina en la que había estado sentada con las mujeres y junto a ella la pequeña habitación en la que había dormido a menudo. No había entrado más adentro de la casa. Sólo ahora, cuando arrastraba los pies por entre las ennegrecidas ruinas y levantaba a su paso cenizas y el olor a humo, vio qué otras habitaciones había en la casa de un tejedor de cabellos. ¿Cuál habría sido la tejeduría? Le hubiera gustado saberlo.

Descubrió negras huellas de pies que se alejaban de las ruinas y se perdían entre los guijarros. Parecía que la familia del tejedor de tapices había sobrevivido al incendio.

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