Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– No -dijo Carlson.

– ¿Entonces, qué fue, Nick? Pero ¿es que no lo ves? El asesinato de la Schayes encaja perfectamente.

– Demasiado bien -replicó Carlson.

– ¡Bah, no empieces con la misma canción!

– Deja que te pregunte una cosa, Tom. ¿Te parece que Beck planeó y ejecutó bien el asesinato de su mujer?

– ¡Muy bien!

– Estás en lo cierto. Mató a todos los testigos. Se desembarazó de los cadáveres. De no haber sido por la lluvia y el oso, no se habría sabido nada. Admitámoslo, ni siquiera con esto contamos con pruebas suficientes para procesarlo, ya no digamos condenarlo.

– ¿Qué más?

– ¿Por qué Beck habría de volverse imbécil de pronto? Sabe que le estamos pisando los talones. Sabe que el ayudante de la Schayes declarará que visitó a Rebecca Schayes el día del asesinato. ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para guardar el arma en su propio garaje? ¿Por qué iba a ser tan estúpido como para tirar los guantes de goma en su propio contenedor de basura?

– Pues muy fácil -dijo Stone-. Esta vez el tiempo apremiaba. Cuando lo de su mujer, tuvo tiempo de sobra para planearlo todo.

– ¿Has visto esto?

Pasó a Stone el informe de vigilancia.

– Beck ha ido a ver al forense esta mañana -dijo Carlson-. ¿Por que?

– No sé. Quizá quería saber si en el expediente de la autopsia había algo comprometedor.

Carlson frunció nuevamente el ceño, le picaban las manos, le estaban pidiendo que se las lavara.

– Aquí falla algo, Tom.

– No veo qué, pero de todos modos lo tendremos bajo custodia. Siempre habrá tiempo de rectificar, ¿no te parece?

Stone se acercó a Fein. Carlson dejó que se acallaran las dudas. Volvió a pensar en la visita de Beck al forense. Se sacó el móvil, lo restregó con el pañuelo y marcó los dígitos. Al oír una voz, dijo:

– Póngame con el forense del condado de Sussex.

29

En otros tiempos, hacía por lo menos diez años, ella tenía amigos que vivían en el Chelsea Hotel de la calle Veintitrés Oeste. El hotel, medio turístico, medio residencial, era en cualquier caso, excéntrico. Artistas, escritores, adictos a la metadona de todo pelaje y confesión. Uñas pintadas de negro, caras maquilladas de blanco, carmín rojo sangre en los labios, cabellos sin un solo rizo… Cosas que ocurrían antes de que las cosas se encauzaran.

Poco había cambiado en aquel hotel. Era un buen sitio para guardar el anonimato.

Después de proveerse de un trozo de pizza en la acera de enfrente, echó un vistazo pero no se aventuró a salir de la habitación. Nueva York. En otro tiempo había sido su ciudad, pero aquélla era sólo la segunda visita que le hacía en los últimos ocho años.

La echaba de menos.

Con mano experta se introdujo el cabello bajo la peluca. Hoy llevaba la rubia con raíces negras. Se puso unas gafas de montura metálica y se fijó los implantes en los dientes. Daban otra forma a su cara.

Le temblaban las manos.

Sobre la mesa de cocina de la habitación tenía dos pasajes de avión. Por la noche embarcarían en el vuelo 174 de British Airways en el aeropuerto JFK con destino al aeropuerto de Heathrow de Londres, donde les aguardaba su contacto, que les proveería de nuevas identidades. Allí tomarían el tren hacia Gatwick y por la tarde volarían a Nairobi, Kenia. Un jeep los trasladaría al pie de las colinas del monte Meru, en Tanzania, donde les esperaba una marcha de tres días.

Cuando llegasen allí, a uno de los pocos lugares del planeta sin radio, televisión ni electricidad, serían libres.

Los nombres que figuraban en los pasajes eran Lisa Sherman. Y David Beck.

Se dio un retoque a la peluca y miró atentamente su imagen en el espejo. Se le nublaron los ojos y por un momento volvió a encontrarse en el lago. En su pecho se encendió la esperanza y por una vez no hizo nada para apagarla. Se las arregló para sonreír y dio media vuelta.

Entró en el ascensor, que la llevó al vestíbulo, y salió directamente a la calle Veintitrés.

Desde allí le esperaba un hermoso paseo hasta Washington Square Park.

Tyrese y Brutus me dejaron en la esquina de las calles Cuatro Oeste y Lafayette, a unas cuatro manzanas al este del parque. Conocía la zona bastante bien. Elizabeth y Rebecca habían compartido un apartamento en Washington Square y se habían sentido deliciosamente vanguardistas en sus apartamentos del West Village, una fotógrafa y una abogada dedicada a la obra social, se esforzaban por ser bohemias y se mezclaban con aspirantes a revolucionarios, jóvenes de la periferia de la ciudad que contaban con recursos económicos. A decir verdad, yo no me lo tragué nunca, pero no estuvo mal.

Yo entonces estudiaba en la facultad de Medicina de Columbia y, técnicamente, vivía en la zona residencial de la ciudad, en la avenida Haven, cerca del hospital conocido hoy como New York-Presbiterian. Como es natural, pasaba allí mucho tiempo.

Aquéllos fueron años buenos.

Faltaba media hora para el encuentro.

Me dirigí hacia la calle Cuatro Oeste, más allá de Tower Records, y me adentré en una zona de la ciudad prácticamente ocupada por la universidad de Nueva York. La universidad reivindicaba su derecho al territorio exhibiendo multitud de llamativas banderas moradas con la enseña universitaria. Ondeaba el morado chillón, más feo que el demonio, en marcado contraste con el color apagado de los ladrillos de Greenwich Village. Una actitud excesivamente posesiva y territorial, pensé, en un enclave liberal como aquél. Pero así estaban las cosas.

El corazón aporreaba mi pecho como si quisiera emprender un vuelo de libertad.

¿Habría llegado ya?

No quise correr. Procuré mantenerme sereno y no pensar en lo que pudiera depararme la hora siguiente. Las huellas de mi reciente calvario me causaban entre escozor y quemazón. Los cristales de un edificio me devolvieron mi imagen reflejada en ellos, lo que me hizo considerar que estaba francamente ridículo con aquella ropa. Aprendiz de delincuente. Ni más ni menos.

Como me resbalaban los pantalones, procuraba sujetármelos con una mano sin perder el ritmo de la marcha.

Ya se avistaba la plaza. Sólo me faltaba una manzana para llegar al extremo sureste. Había susurros en el aire, tal vez anuncio de una tormenta, pero probablemente sólo eran efecto de mi imaginación desbocada. Mantenía baja la cabeza. ¿Habría salido mi fotografía en la televisión? ¿Habrían echado el ancla y difundido la voz de alarma? Lo dudaba. Pero seguí con los ojos clavados en el suelo.

Apreté el paso. Washington Square, en los meses de verano, siempre había tenido a mis ojos una intensidad superior a mi capacidad de resistencia. Demasiada tensión, ocurrían demasiadas cosas y ocurrían de una forma demasiado exagerada. Estaba al límite. En mi rincón favorito había unas mesas de cemento alrededor de las cuales se apiñaba la gente para jugar. A veces yo jugaba al ajedrez. Era bastante buen jugador, en este parque el ajedrez era el gran igualador. Ricos, pobres, blancos, negros, los que no tenían casa, los que vivían en rascacielos, los de los pisos de alquiler, los de las cooperativas de pisos… todos armonizaban sobre las antiguas figuritas blancas y negras. El mejor jugador que conocí en la zona era un negro que pasaba la mayor parte de sus tardes en la época pre-Giuliani acosando a los conductores para que le dejaran limpiar el parabrisas a cambio de unas monedas.

Elizabeth todavía no había llegado.

Me senté en un banco.

Faltaban quince minutos.

Sentí la tensión en el pecho multiplicarse por cuatro. En mi vida había tenido tanto miedo. Me acordé de la demostración tecnológica que me había hecho Shauna. ¿Sería una patraña? No dejaba de darle vueltas. Si fuera un engaño… Si Elizabeth estaba muerta… ¿Qué haría yo entonces?

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