Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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De que la descubrieran esos hombres.

Me ahogaba. Todas las células de mi cuerpo reclamaban oxígeno a gritos. Por fin el asiático hizo una seña a los dos hombres. Se levantaron de mis piernas. Enseguida me llevé las rodillas sobre el pecho. Traté de aspirar aire, agitándome como un epiléptico. Al cabo de un momento volvía a respirar normalmente. Poco a poco, el asiático, se acercó de rodillas a mí. Yo seguía con los ojos clavados en los suyos. O por lo menos eso intentaba. Pero no eran los ojos de un ser humano ni siquiera los de un animal. Aquéllos eran los ojos de un objeto inanimado. Si un archivador hubiera podido tener ojos, habrían sido como los de aquel hombre.

Pero no parpadeé.

Mi carcelero también era joven. No más de veinte, como mucho veinticinco años. Me puso la mano en la zona interior del brazo un poco más arriba del codo.

– ¿Qué hacías en el parque? -volvió a preguntar con su voz cadenciosa.

– Me gusta el parque -dije.

Me oprimió con fuerza. Sólo con dos dedos. Di un grito ahogado. Fue como si aquellos dedos se transformasen en cuchillos y me traspasaran la carne hasta alcanzar un manojo de nervios. Sentí que los ojos se salían de las órbitas. Jamás había experimentado un dolor como aquél. Un dolor que lo abarcaba todo. Me agitaba como un pez moribundo en el extremo del anzuelo. Intenté patalear, pero las piernas cayeron, como tiras de goma. No podía respirar.

El asiático no me soltó.

Yo seguía esperando que dejase de atenazarme de aquel modo, o que aflojase un poco. No lo hizo. Proferí una especie de lloriqueo. Pero él persistió con expresión de aburrimiento.

La furgoneta seguía su marcha. Intenté vencer el dolor, fragmentarlo, reducirlo a intervalos. Pero no dio resultado. Necesitaba alivio. Aunque sólo fuera un segundo. Tenía que conseguir que parase de una vez. Pero el asiático parecía de piedra. Seguía mirándome con aquellos ojos huecos. La presión en la cabeza aumentó. No podía articular palabra. Aunque estaba dispuesto a decirle lo que deseaba saber, se me había cerrado la garganta. Y él lo sabía.

Tenía que escapar a aquel dolor. No podía pensar en otra cosa. ¿Cómo escapar al dolor? Era como si todo mi ser se concentrase y convergiese en aquel haz de nervios del brazo. Me ardía todo el cuerpo, aumentaba la presión intracraneal.

Cuando sólo faltaban unos segundos para que me estallase la cabeza, aflojó de pronto la presión. Volví a jadear, pero esta vez de alivio. Sin embargo, duró poco. Igual que una serpiente, hizo bajar la mano reptando hacia mi bajo vientre y se detuvo.

– ¿Qué hacías en el parque?

Quise pensar, traté de imaginar una mentira plausible. Pero no me dio tiempo. Apretó con fuerza y volvió el dolor, peor aún que antes. Uno de sus dedos me traspasaba el hígado como una bayoneta. Comencé a rebelarme contra las sujeciones. Abrí la boca en un grito silencioso.

Sacudí con fuerza la cabeza hacia delante y hacia atrás, como un látigo. Y, mientras me entregaba a aquel movimiento, vi de pronto la nuca del conductor. La furgoneta se había parado, probablemente por un semáforo. El conductor miraba al frente, con la mirada fija en la calzada, supuse. Todo ocurrió muy aprisa.

Vi que el conductor volvía la cabeza hacia la puerta como si acabase de oír un ruido. Pero ya era tarde. Algo le había alcanzado la parte lateral del cráneo. Se derrumbó como un patito de tiro al blanco. Se abrieron las puertas delanteras de la furgoneta.

– ¡Manos arriba!

Aparecieron las armas. Eran dos. Apuntaban a la parte trasera del vehículo. El asiático me soltó. Yo estaba boca arriba desplomado, era incapaz de moverme.

Detrás de las armas vi dos rostros familiares y casi grité de alegría.

Tyrese y Brutus.

Uno de los tipos blancos inició un movimiento. Tyrese le descerrajó un tiro con la más absoluta naturalidad. Le estalló en el pecho. Se derrumbó con los ojos abiertos. Muerto. De eso no cabía duda. En la parte delantera, el conductor emitió un gruñido. Estaba volviendo en sí. Brutus le propinó un codazo en la cara. El conductor volvió a quedar sumido en el silencio.

El otro blanco tenía las manos levantadas. Mi torturador asiático seguía imperturbable. Lo miraba todo como a distancia, sin levantar ni bajar las manos. Brutus ocupó el asiento del conductor y puso la furgoneta en marcha. Tyrese seguía apuntando al asiático con el arma.

– Suéltalo -le ordenó Tyrese.

El blanco miró al asiático y éste asintió con la cabeza. El blanco me quitó las sujeciones. Intenté sentarme. Tenía la sensación de que dentro de mí se había roto algo y que las esquirlas se me estaban clavando en el tejido.

– ¿Está bien? -me preguntó Tyrese.

Asentí con mucho trabajo.

– ¿Quiere que me los cargue?

Me volví al tipo blanco, que todavía respiraba.

– ¿Quién te ha contratado?

El muchacho desvió los ojos hacia el asiático. Yo hice lo mismo.

– ¿Quién te ha contratado? -repetí.

El asiático sonrió finalmente, aunque su mirada permaneció inalterable. Y entonces, una vez más, todo ocurrió muy aprisa.

No llegué a ver el movimiento de su mano, pero de pronto noté que el asiático me tenía agarrado por el cogote. Y sin hacer el más mínimo esfuerzo, me lanzó contra Tyrese. Realmente me sentí volar y, ya en el aire, agité las piernas como queriendo frenarme. Aunque Tyrese me vio llegar, no consiguió esquivarme. Caí sobre él. Quise ponerme rápidamente de pie pero, cuando conseguimos reaccionar, el asiático ya había tenido tiempo de huir por la puerta lateral de la furgoneta.

Había desaparecido.

– ¡Jodido Bruce Lee anabolizado! -exclamó Tyrese.

Asentí con la cabeza.

El conductor volvía a moverse. Cuando Brutus ya estaba preparando el puño, Tyrese lo detuvo con un gesto.

– Ese par no sabe nada -me dijo.

– Lo sé.

– ¿Qué hacemos? ¿Los liquidamos o los soltamos?

Lo dijo sin darle importancia, como si lo decidiese a cara o cruz.

– Que se vayan -contesté.

Brutus buscó una calle tranquila, seguramente en el Bronx, no estoy seguro. El tipo que todavía respiraba se fue por su propio pie. Brutus tiró del vehículo al muerto y al conductor como quien saca la basura del día anterior. Volvimos a ponernos en marcha. Durante unos minutos nadie dijo nada.

Tyrese entrelazó las manos bajo la nuca y se recostó.

– Menos mal que no estábamos lejos, ¿eh, doc?

Asentí con un gesto a lo que pensé era el eufemismo del milenio.

32

Los archivos de las autopsias antiguas se guardaban en un almacén de Layton, en Nueva Jersey, no lejos de la frontera con Pensilvania. El agente especial Nick Carlson llegó solo. Le gustaban muy poco aquel tipo de almacenes. Le ponían los pelos de punta. Abiertos las veinticuatro horas del día, y sin vigilancia, sólo tenían una simbólica cámara de seguridad en la entrada. Sólo Dios sabía qué guardaban aquellas enormes cajas de cemento cerradas con candado. Carlson sabía que muchas contenían drogas, dinero y contrabando de todo tipo. Pero aquello no le preocupaba demasiado. Recordaba, sin embargo, el caso de un ejecutivo del petróleo al que secuestraron unos años atrás; lo habían embalado y almacenado en una de aquellas cajas. El ejecutivo en cuestión había muerto asfixiado. Carlson estaba presente cuando lo encontraron. Desde entonces siempre imaginaba que allí dentro podía haber personas vivas, esas que desaparecen sin explicación, a pocos metros del lugar donde se encontraban, encadenadas en la oscuridad, luchando por librarse de la mordaza.

La gente suele comentar que este mundo está enfermo. Pero no tienen ni idea.

Timothy Harper, el médico forense del condado, salió de una especie de garaje con un gran sobre de papel manila en la mano atado con un cordel. Tendió a Carlson el informe de la autopsia de Elizabeth Beck.

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