Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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Me dije al fin que todo aquello eran especulaciones inútiles. Un despilfarro de energía.

Tenía que estar viva. No había otra posibilidad. Me recosté en el banco y seguí esperando.

– Ya está aquí -dijo Eric Wu a través del móvil.

Larry Gandle atisbó a través del cristal oscuro de la furgoneta. David Beck estaba, efectivamente, donde se suponía que debía estar, vestido como un vagabundo. Tenía la cara cubierta de arañazos y moretones.

Gandle negó con la cabeza.

– No entiendo cómo ha podido escapar.

– Se lo preguntaremos -dijo Eric Wu con su voz cadenciosa.

– Necesitamos que la máquina funcione con suavidad, Eric.

– Sí, claro.

– ¿Todo el mundo está en su sitio?

– Naturalmente.

– Ya no puede tardar -dijo Gandle consultando el reloj.

Situado entre las calles Sullivan y Thompson, el edificio más relevante de Washington Square era una torre alta de ladrillo de un tono marrón desleído que se levantaba en la zona sur del parque. Casi todo el mundo se figuraba que la torre seguía formando parte de Judson Memorial Church. Pero no era así. Durante los últimos veinte años había en la torre dormitorios estudiantiles para universitarios además de oficinas. Se podía acceder fácilmente a lo alto de la torre siempre que la persona que subiera lo hiciera con aire de saber adónde iba.

Desde arriba pudo contemplar todo el parque. Y entonces se echó a llorar.

Beck había acudido a la cita. Iba disfrazado de forma extravagante, pero el mensaje electrónico le había advertido que tal vez lo seguirían. Lo observó sentado en aquel banco, solo, esperando, la pierna derecha moviéndose arriba y abajo. El mismo movimiento de siempre con la pierna cuando estaba nervioso.

– ¡Oh, Beck!…

Hasta ella misma percibió el amargo sufrimiento, el dolor que dejó traslucir su propia voz. Siguió sin apartar de él los ojos.

Pensó en lo que había hecho.

¡Qué estúpida había sido!

Se forzó a darse la vuelta para irse. Se le doblaron las piernas y dejó resbalar la espalda contra la pared hasta caer sentada en el suelo. Beck había ido a su encuentro.

Pero ellos también.

Estaba segura. Había detectado como mínimo a tres. Probablemente había más. También había descubierto la furgoneta de B &T Pinturas. Marcó el número de teléfono del anuncio, pero no funcionaba. Quiso hacer la comprobación oportuna a través del servicio de informaciones. La empresa B &T Pinturas no existía.

Los habían descubierto. Pese a todas las precauciones que había tomado, estaban allí.

Cerró los ojos. Estúpida. Había sido una estúpida. Se había figurado que podría salir de todo aquello. ¿Cómo había podido caer en semejante error? La ansiedad le había enturbiado las ideas. Ahora se daba cuenta. En cierto modo se había engañado hasta el punto de creer que podía transformar una espantosa catástrofe, los dos cadáveres descubiertos junto al lago, en una maravillosa oportunidad.

¡Qué estúpida había sido!

Se levantó del suelo y se arriesgó a volver a mirar a Beck. El corazón se le cayó a los pies como una piedra en un pozo. Lo vio tan solo allí abajo, tan pequeño, frágil e indefenso. ¿Se habría acostumbrado a la idea de que ella había muerto? Probablemente. ¿Habría logrado vencer las dificultades, habría sabido salir adelante? Probablemente también. ¿Se había recuperado del golpe sólo para que aquél otro se abatiera sobre su cabeza, por culpa de su estupidez?

Así era.

Las lágrimas volvieron a sus ojos.

Sacó los dos pasajes de avión. Había que estar preparada. Una medida que había sido siempre la clave de su supervivencia. Debía estar preparada para cualquier eventualidad. Por eso había planeado el encuentro en aquel parque público que conocía tan bien. Por lo menos tendría esa ventaja. Aunque no había querido admitirlo, sabía por lo menos que aquella posibilidad, mejor dicho, aquella probabilidad, existía.

Pero no, aquello era el final.

El pequeño resquicio que se había abierto, suponiendo que se hubiera abierto realmente, se había cerrado de golpe.

Tendría que irse. Sola. Y esta vez sería para siempre.

Se preguntó cómo reaccionaría Beck al ver que ella no aparecía. ¿Seguiría buscando en el ordenador mensajes que no llegarían nunca? ¿Seguiría escudriñando el rostro de mujeres desconocidas e imaginando que veía el suyo? ¿O simplemente se olvidaría de todo y seguiría adelante? Y cuando ella sondeara sus propios sentimientos, ¿no desearía acaso que así fuera?

En fin, no importaba. Lo primero era la supervivencia. La de él en todo caso. Ella no tenía alternativa, tenía que desaparecer.

Con un gran esfuerzo, desvió la mirada y se apresuró a bajar la escalera. Había una salida trasera que daba a la calle Tercera Oeste; gracias a ella no tendría que entrar en el parque. Empujó la pesada puerta metálica y salió a la calle. Enfiló la calle Sullivan y encontró un taxi en la esquina de la calle con Bleecker.

Se recostó en el asiento y cerró los ojos.

– ¿Dónde vamos? -preguntó el taxista.

– Al aeropuerto JFK -respondió ella.

30

Pasó mucho tiempo.

Me quedé sentado en el banco esperando. Podía ver a lo lejos el famoso arco de mármol. Parece que fue «diseñado» por Stanford White, el famoso arquitecto de principios del siglo pasado, asesinado por un hombre en un acceso de celos por causa de una muchachita de quince años. Era algo que no acababa de entender. ¿Cómo se puede diseñar una obra que, en realidad, es una réplica de la que ha hecho otra persona? No era un secreto para nadie que Washington Arch era una copia descarada del Arco de Triunfo de París. A los neoyorquinos les entusiasmaba lo que era, en realidad, un facsímil. No podía comprender sus razones.

Ahora ya nadie podía tocar el arco. Estaba rodeado por una cadena de hierro muy parecida a las que había visto en el South Bronx y cuya finalidad era disuadir de sus intenciones a los artistas de gaffiti. En el parque abundaban las cercas. Prácticamente todos los espacios de hierba estaban cercados, la mayoría incluso con una doble cerca.

Pero ¿dónde estaba Elizabeth?

Las palomas se contoneaban con ese aire de arrogancia que suele asociarse a los políticos. Algunas revoloteaban hacia mí. Me picoteaban las zapatillas y después levantaban la cabeza como disgustadas al descubrir que no eran comestibles.

– Ty suele sentarse aquí.

Era la voz de un indigente, un muchacho con un gorro de molinete y orejas tipo Spock. Estaba sentado delante de mí.

– ¡Oh! -exclamé.

– Ty les da de comer. A las palomas les gusta Ty.

– ¡Oh! -exclamé de nuevo.

– Por eso las tiene a su alrededor. No es que usted les guste. Piensan que a lo mejor usted es Ty. O un amigo de Ty.

– ¡Ah!

Miré el reloj. Llevaba casi dos horas allí sentado. No vendría. Algo había fallado. Volví a preguntarme si todo sería una broma, pero descarté rápidamente la idea. Mejor continuar dando por sentado que los mensajes eran de Elizabeth. Si todo era una broma, acabaría por enterarme.

«Pase lo que pase, te quiero…»

Eso decía el mensaje. No sabía a qué podía referirse. Era como si algo pudiera salir mal. Como si pudiera ocurrir algo. Como si yo pudiera olvidarlo y seguir adelante.

Al diablo con todo.

Experimentaba una sensación extraña. Sí, estaba exhausto. La policía andaba tras de mí. Estaba agotado, hecho papilla, al borde de la locura. Pese a todo, me sentía con más fuerzas que desde hacía años. No sabía por qué. Lo que sí sabía era que no quería que aquello se me escapara de las manos. Elizabeth era la única que sabía aquellas cosas: la hora del beso, la señora Murciélago, los Caniches Sexuales de la Adolescencia. Por tanto, la persona que había enviado los mensajes no podía ser otra que Elizabeth. U otra persona a las órdenes de Elizabeth. En cualquiera de los dos casos, Elizabeth estaba viva. Tenía que seguir tras de aquella pista. No había más remedio.

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