Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– La Glock, jefe, la Glock -dijo tendiéndome el arma. Me quedé rígido, en mi cabeza destelló de pronto una imagen huidiza de negrura y sangre que se desvaneció rápidamente; no fui tras ella. Había transcurrido mucho tiempo. Me acerqué a Tyrese y cogí la pistola con dos dedos, como si quemara-. El arma de los campeones -añadió.

Iba a rechazarla, pero habría sido una estupidez. Ya me habían hecho sospechoso de dos asesinatos, de atacar a un policía, de resistirme a que me detuvieran y probablemente de un montón de cosas más por el hecho de haber huido de la ley. ¿Que importaba ya si ahora me acusaban de llevar un arma escondida?

– Está cargada -dijo.

– ¿Tiene puesto el seguro o lo que sea?

– Ya no.

– ¡Oh! -exclamé haciéndola girar lentamente entre las manos y recordando la última vez que había tenido un arma en la mano.

Era agradable la sensación de volver a tocar un arma. Algo que tenía que ver con el peso, supongo. Pero también me gustaba su textura, la frialdad del acero, el hecho de que encajara tan bien en la palma de la mano, su entidad. No me gustó que me gustase.

– Tome esto también -dijo tendiéndome lo que parecía un móvil.

– ¿Qué es? -pregunté.

Tyrese frunció el ceño.

– ¿Qué le parece? Un móvil, ¿no? Pero tiene un número falso. No lo pueden localizar, ¿me capta?

Asentí, sintiéndome de pronto fuera de mi elemento.

– Detrás de la puerta hay un cuarto de baño -dijo Tyrese indicándomelo con un gesto de la mano-. No hay ducha, pero sí bañera. Para que se lave su apestoso culo. Le buscaré ropa limpia. Y después lo llevo con Brutus hasta Washington Square.

– Antes me has dicho que tenías algo que decirme.

– Vístase primero -contestó Tyrese-. Hablamos después.

27

Eric Wu estaba mirando fijamente el árbol de ufano ramaje. Su rostro era sereno, ladeaba ligeramente la barbilla.

– ¿Eric? -la voz pertenecía a Larry Gandle.

Wu no se volvió.

– ¿Sabes cómo se llama este árbol? -le preguntó.

– No.

– El Olmo del Verdugo.

– Un nombre encantador.

Wu sonrió.

– Algunos historiadores creen que, en el siglo dieciocho, se hacían ejecuciones públicas en este parque.

– Fantástico, Eric.

– Sí.

Dos hombres sin camisa se deslizaron con sus patines ante ellos. De algún artefacto salía, estruendosa, la música de Jefferson Airplane. Washington Square Park -que, por extraño que parezca, no toma su nombre de George Washington- era uno de esos sitios que intentan seguir aferrados a los años sesenta pese a que se les escapa constantemente el asidero de las manos. Aunque solían frecuentarlo manifestantes de todo tipo, en realidad éstos tenían más pinta de actores de una reposición nostálgica que de auténticos revolucionarios. Artistas callejeros que se movían por el escenario con excesiva delicadeza. Los indigentes sin techo eran la nota de color, elementos artificiales del cuadro.

– ¿Seguro que tenemos la zona cubierta? -preguntó Gandle.

Wu asintió sin apartar los ojos del árbol.

– Seis hombres. Más los dos de la furgoneta.

Gandle se volvió a mirar. La furgoneta era blanca y llevaba un rótulo magnético en el que se leía B &T PINTURAS, un número de teléfono y un logo muy vistoso con un hombrecito muy parecido al del Monopoly con una escalera y una brocha. En caso de tener que describir la furgoneta, lo único que recordarían los testigos, de recordar algo, sería el nombre de la empresa y tal vez el número de teléfono.

Y tanto la una como el otro eran falsos.

La furgoneta estaba estacionada en doble fila. En Manhattan, despierta más sospechas un vehículo de trabajo aparcado donde corresponde que uno aparcado en doble fila. Pese a todo, estaban alerta. De aparecer un policía, habrían desalojado el lugar al instante. En ese caso habrían trasladado la furgoneta a un solar de la calle Lafayette y allí habrían cambiado la matrícula y el letrero magnético. Y después se habrían vuelto a estacionar en el mismo sitio.

– Tendrías que volver a la furgoneta -dijo Wu.

– ¿Crees que vendrá Beck?

– Lo dudo -respondió Wu.

– Yo suponía que, si lo detenían, ella desaparecería del mapa -dijo Gandle-. No creía que él llegara a arreglar el encuentro.

Uno de sus hombres, el de pelo rizado con pantalones de chándal que estaba en Kinko's la noche anterior, había recogido el mensaje en el ordenador de Kinko. Pero en el momento de transmitir el mensaje, Wu ya había colocado las pruebas en casa de Beck.

No importaba. La cosa funcionaría.

– Hay que pescarlos a los dos, pero ella tiene prioridad -añadió Gandle-. Como las cosas se pongan mal, los liquidamos. Pero mejor vivos. Así podemos enterarnos de lo que saben.

Wu no respondió. Seguía mirando fijamente el árbol.

– ¿Eric?

– A mi madre la colgaron de un árbol como ése -dijo Wu.

Como Gandle no sabía qué responder, se limitó a decir:

– Lo siento.

– Se figuraban que era una espía. La cogieron seis hombres, la desnudaron y la molieron a latigazos. Estuvieron dándole varias horas seguidas. En todo el cuerpo. Hasta la carne del rostro le arrancaron. No perdió el conocimiento. No dejó de gritar. Le costó mucho morir.

– ¡Santo Dios! -murmuró Gandle en voz baja.

– Cuando se cansaron de azotarla, la colgaron de un árbol enorme -señaló el Olmo del Verdugo-. Un árbol como éste. Se supone que lo hacían para dar una lección, por supuesto. Así ya nadie más espiaría. Algunos pájaros y otros animales se acercaron al cuerpo de mi madre. A los dos días en aquel árbol no había más que huesos.

Wu volvió a ponerse los auriculares del walkman en los oídos. Se apartó del árbol.

– Mejor que no te dejes ver -dijo a Gandle.

A Larry le costaba apartar los ojos del árbol gigantesco, pero al final asintió con un gesto y se alejó.

28

Me puse unos vaqueros negros cuya cintura medía aproximadamente como la circunferencia del neumático de un camión. Doblé el pantalón por arriba y me los ceñí con el cinturón. La camisa negra uniforme de White Sox me caía como una guayabera. La gorra negra de béisbol que me adjudicaron, con un logo que no pude identificar, tenía la visera rota. Tyrese me facilitó también unas gafas de sol como las que gozaban de las preferencias de Brutus.

Tyrese estuvo a punto de soltar una carcajada cuando me vio salir del cuarto de baño de aquella guisa.

– Le queda muy bien, doc.

– La palabra apropiada sería «chachi».

Se rió entre dientes y movió la cabeza.

– Esos blancos…

Pero de pronto se puso serio. Me tendió unas hojas de papel sujetas con grapas. Las cogí. En la de encima se leía «Últimas Voluntades y Testamento». Le miré con aire interrogativo.

– De eso quería hablarle -dijo Tyrese.

– ¿De tu testamento?

– Me quedan dos años para acabar mi plan.

– ¿Qué plan?

– Sigo con esto otros dos años. Entonces tendré bastante dinero para sacar a TJ de aquí. Tengo una probabilidad de sesenta contra cuarenta de conseguirlo.

– ¿De conseguir qué?

Los ojos de Tyrese se pararon en los míos.

– Usted ya me entiende.

Lo entendía. Estaba hablando de sobrevivir.

– ¿Adónde piensas ir?

Me dio una postal. Un escenario con sol, mar azul y palmeras. La postal estaba ajada de tanto manoseo.

– Florida -dijo con un deje dulzón en la voz-. Conozco el sitio. Un lugar tranquilo. Piscinas, buenas escuelas. Sin nadie que me pregunte de dónde he sacado el dinero, no sé si me capta.

Le devolví la foto.

– Lo que no capto es qué pinto yo en todo esto.

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