Harlan Coben - No Se Lo Digas A Nadie

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Durante trece años,Elizabeth y David Beck han acudido al lago Charmaine para dejar testimonio,en la corteza de un árbol, de un año más de felicidad. Ya no es así. Fue la trece su última cita.Una tragedia difícil de superar. Han pasado ocho años, pero el doctor David Beck no consigue sobreponerse al horror de semejante desgracia porque, aunque Elizabeth esté muerta y su asesino en el corredor de la muerte, aquella última cita puso fin a algo más que a una vida.

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– Le he oído -respondió Shauna-, y ahora haga el favor de echarse hacia atrás, señor Aliento, o le subo las bolas al cuello de un rodillazo.

Fein estuvo un segundo sin moverse antes de apartarse rebosante de ansias asesinas. Hester Crimstein hizo lo mismo y se encaminó hacia Broadway. Shauna fue detrás de ella.

– ¿Dónde vas?

– Me retiro -dijo Hester.

– ¿Qué?

– Búscale otro abogado, Shauna.

– No lo dirás en serio.

– Lo digo en serio.

– No puedes dejarlo tirado.

– Pues ya lo ves.

– Sería perjudicial.

– Les di mi palabra de que se entregaría -dijo.

– Que se joda tu palabra. Quien cuenta aquí es Beck, no tú.

– Eso será para ti.

– ¿O sea que te colocas tú antes que tu cliente?

– No quiero trabajar con un hombre que hace esas cosas.

– ¿Bromeas? Pero si has defendido a violadores en serie.

Hester agitó una mano.

– Abandono.

– Lo que tú eres es una asquerosa hipócrita que sólo quiere estar bien con los medios de comunicación.

– ¿Qué dices, Shauna?

– Hablaré con ellos.

– ¿Qué?

– Que hablaré con los periodistas.

Hester se paró.

– ¿Qué les dirás? ¿Que he dejado en la cuneta a un asesino embustero? Pues adelante. Voy a cubrir a Beck de tanta mierda que Jeffrey Dahmer *a su lado será el novio ideal.

– No tienes nada de qué acusarlo -replicó Shauna.

Hester se encogió de hombros.

– A mí nunca me ha parado nadie los pies.

Las dos mujeres se taladraron con los ojos. Y ninguna apartó la vista.

– Quizá te parezca que mi reputación no cuenta para nada -dijo Hester, bajando de pronto la voz-. Pero te equivocas. Como la Oficina del fiscal del distrito deje de confiar en mi palabra, adiós a mis clientes. Igual que adiós a Beck. Así de sencillo. No voy a dejar que mi carrera ni mis clientes se vayan por el desagüe sólo porque tu amiguito decide portarse como un idiota.

Shauna movió la cabeza.

– Apártate de mi vista.

– Y otra cosa más.

– ¿Qué?

– Los que son inocentes no huyen corriendo, Shauna. ¿Te digo una cosa de tu amiguito Beck? Pues que apuesto cien contra uno a que mató a Rebecca Schayes.

– Es cosa tuya -dijo Shauna-. Y ahora déjame que te diga una cosa a ti, Hester. Como digas una palabra más contra Beck van a tener que recoger tus restos con cucharilla para poder enterrarte. ¿Está claro?

Hester no replicó. No se había apartado un paso de Shauna cuando el estampido de unos tiros rasgó el aire.

Estaba casi en cuclillas reptando por una escalera de incendios oxidada cuando el ruido de los disparos por poco me hizo perder pie. Me aplasté contra la superficie rasposa y aguardé.

Más disparos.

Oí gritos. Debía de haberlo esperado, pero todavía tenía reservada otra sorpresa. Tyrese me dijo que saliera de allí dentro y le esperara. Me había preguntado cómo pensaba sacarme de allí, pero ya estaba empezando a tener una ligera idea.

Era una maniobra dilatoria.

Oí que alguien, a distancia, gritaba:

– ¡Chico blanco disparando!

Y otra voz:

– ¡Chico blanco armado! ¡Chico blanco armado!

Más disparos. Pero, por mucho que agucé el oído, ya no oí más radios. Seguí agachado procurando no pensar demasiado. Tuve la impresión de que se me había producido un cortocircuito en el cerebro. No hacía más de tres días yo era un médico diligente que avanzaba sonámbulo por la vida, pero desde entonces había visto un fantasma, había recibido mensajes electrónicos de personas difuntas, me había convertido en sospechoso no de un asesinato sino de dos, había pasado a ser fugitivo de la ley, había atacado a un agente de policía y, finalmente, había recabado ayuda de un conocido traficante de droga.

Todo en el término de setenta y dos horas.

Estuve a punto de echarme a reír.

– Soy yo, doc.

Miré hacia abajo y vi a Tyrese. Junto a él había otro negro de poco más de veinte años, ligeramente más bajo que el edificio. El gigante me escudriñó a través de unas vistosas y desafiantes gafas de sol que cuadraban a la perfección con la lividez de su rostro.

– ¡Vamos, doc, al tajo!

Bajé corriendo la escalera de incendios. Tyrese no paraba de mirar a derecha e izquierda. El tipo alto estaba más quieto que un poste, los brazos cruzados sobre el pecho en una postura arrogante que en otros tiempos se habría llamado del búfalo. Vacilé antes de llegar al último peldaño tratando de imaginar cómo saltaría desde él al suelo.

– ¡Eh, doc, la palanca de la izquierda!

La localicé, tiré de ella y la escalera se deslizó hacia abajo. Al llegar al suelo, Tyrese, haciendo una mueca, agitó la mano delante de la nariz y dijo:

– ¡Vaya, doc, huele a tigre!

– Lo siento, pero no he podido ducharme.

– Por aquí.

Tyrese hizo un rápido rodeo a través del solar trasero. Lo seguí, aunque seguirlo me obligó a correr detrás de él. El gigante se deslizaba en silencio detrás de nosotros. En ningún momento volvió la cabeza a derecha ni a izquierda, pese a lo cual seguí teniendo la impresión de que se le escapaba muy poco de cuanto ocurría.

Llegó de pronto a toda velocidad un BMW negro con cristales oscuros en las ventanas, una antena complicadísima y marco de cadena en la matrícula trasera. Todas las puertas estaban cerradas, pero hasta mis oídos llegaba la música rap. Los bajos me vibraban en el pecho como si fuera un diapasón.

– El coche -dije frunciendo el ceño-. ¿No es un poco llamativo?

– Si usted fuera uno de la pasma y buscase a un médico blanco como un lirio, ¿qué sitio sería el último donde miraría?

Un punto a su favor.

El gigante abrió la puerta de atrás. La música al volumen de un concierto de Black Sabbath me estalló en la cara. Tyrese extendió el brazo al estilo de los lacayos. Me metí dentro. Él se deslizó detrás de mí. El tipo alto se sentó en el asiento del conductor.

Apenas comprendí una palabra de lo que decía el cantante de rap del CD, pero era evidente que estaba hasta las narices de alguien, «el tío». De repente lo comprendí todo.

– Ése se llama Brutus -dijo Tyrese.

Se refería al gigante que estaba al volante. Intenté verle los ojos a través del retrovisor, pero sus gafas de sol me lo impedían.

– Mucho gusto -dije.

Brutus no respondió.

Me volví a Tyrese.

– ¿Cómo conseguiste traerlo hasta aquí?

– Un par de colegas han preparado una ensalada de tiros en la calle Ciento cuarenta y siete.

– ¿No los descubrirán?

Tyrese soltó un bufido:

– ¡Sí, hombre!

– ¿Tan fácil es?

– Para ellos sí. Tenemos un agujero en el Edificio Cinco de Hobart Houses. Pago diez pavos al mes a los vecinos para que dejen la basura delante de las puertas de atrás. Así las bloqueo, ¿me capta? Y la pasma no puede entrar. Buen sitio para trabajar. Por eso mis chicos han soltado unos tiritos desde las ventanas, no sé si me capta. Y cuando hayan llegado los polis, adiós muy buenas, si te he visto no me acuerdo.

– ¿Quién ha gritado que había un hombre blanco con un arma?

– Pues otro par de colegas. Nada, se han puesto a correr por la calle diciendo que había un loco blanco suelto.

– En teoría, yo -dije.

– En teoría -repitió Tyrese con una sonrisa-. ¡Qué bonitas palabras dice usted, doc!

Apoyé la cabeza. Sentí la fatiga instalada en los huesos. Brutus dobló en dirección este. Cruzamos el puente azul que hay junto al Yankee Stadium, cuyo nombre siempre he ignorado, lo que significaba que estábamos en el Bronx. Ya iba a deslizar el cuerpo hacia abajo por si a alguien se le ocurría atisbar dentro del coche, pero recordé que tenía los cristales teñidos. Miré fuera.

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