Aquella zona era peor que el infierno, se parecía a esos escenarios de las películas apocalípticas donde se ve cómo quedará todo después de la bomba. Quedaban restos en diferentes fases de descomposición de lo que habían sido edificios. Se habían desmoronado las estructuras, pero desde dentro, como si se hubiera carcomido lo que las sustentaba.
Seguimos adelante. Yo trataba de adquirir conciencia de lo que pasaba, pero el cerebro seguía interponiendo obstáculos. Una parte de mí reconocía que me encontraba en un estado próximo a la conmoción, pero el resto de mi persona no me permitía considerar siquiera esta posibilidad. Estaba concentrado en lo que me rodeaba. A medida que seguíamos avanzando, a medida que nos íbamos hundiendo en la ruina, iban escaseando los edificios habitables. Aunque era probable que nos encontrásemos a menos de tres kilómetros de la clínica, no tenía idea de dónde estábamos. Suponía que seguíamos en el Bronx, seguramente el sur del Bronx.
Tirados en la calzada, como heridos de guerra, había neumáticos viejos y colchones destripados. Entre la hierba asomaban grandes mazacotes de cemento. También coches despanzurrados y, aunque no se veían hogueras, tal vez las había habido.
– ¿Viene usted a menudo por aquí, doc? -me preguntó Tyrese con sonrisa burlona.
No me molesté en contestar.
Brutus acercó el coche a una parada delante de otro edificio condenado. Era un edificio triste rodeado por una alambrada. Las ventanas estaban tapadas con una lámina de contrachapado. Vi un papel pegado a la puerta, seguramente el aviso de la inminente demolición. La puerta también era de contrachapado. Alguien la abrió. Del interior salió un hombre medio tropezando y con los brazos levantados para protegerse los ojos del sol, tambaleándose como Drácula ante una embestida violenta.
Mi mundo seguía en su remolino.
– Bajando -dijo Tyrese.
El primero en bajar fue Brutus. Me abrió la puerta y le di las gracias. Brutus seguía con su aire estoico. Tenía una cara como la de esos indios que venden tabaco y en cuyo rostro no es imaginable, ni deseable, la sonrisa.
A la derecha habían cortado y vuelto a colocar en su sitio la alambrada. Nos agachamos para pasar a través de ella. El hombre tambaleante se acercó a Tyrese. Brutus envaró el cuerpo, pero Tyrese lo saludó con un gesto. El individuo y Tyrese se saludaron cordialmente y se entregaron a un complicado apretón de manos. A continuación siguieron por caminos diferentes.
– Entre -me dijo Tyrese.
Ya dentro, me agaché, todavía obnubilado. Lo primero que vino a mi encuentro fue el hedor, el olor ácido de la orina y la inequívoca hediondez de las materias fecales. Algo, creí saber qué, se estaba quemando, y las paredes emanaban el olor húmedo y amarillo del sudor de que estaban impregnadas. Pero había algo más. Ese olor que no es el de la muerte sino de la premuerte, como la gangrena, algo que, aunque se está muriendo y ya ha empezado a descomponerse, aún continúa respirando.
El calor asfixiante era el de los altos hornos. Los seres humanos, cincuenta, o tal vez cien, cubrían el suelo como boletos desechados en un establecimiento de apuestas. El interior estaba oscuro. Al parecer, no había electricidad ni agua corriente ni muebles de ningún tipo. Unas tablas de madera impedían la entrada del sol, la única luz visible era la que se filtraba a través de las grietas y tenía la forma de la guadaña de un segador. Se vislumbraban sombras y formas, poco más.
Admito que he presenciado pocas escenas relacionadas con las drogas. En urgencias he tenido ocasión de comprobar sus resultados en múltiples ocasiones. Pero las drogas no me han interesado nunca en el aspecto personal. Supongo que ha sido porque mi veneno preferido es el alcohol. Pese a todo, los estímulos eran suficientes para deducir que nos encontrábamos en un fumadero de crack.
– Por aquí -dijo Tyrese.
Comenzamos a abrirnos camino a través de los enfermos. Brutus abría la marcha. Los que estaban reclinados se apartaban para dejarle paso como si fuera Moisés. Yo iba detrás de Tyrese. Se iluminaban los extremos de las pipas, lucecillas que perforaban la oscuridad. Me acordé de cuando, de niño, iba al circo Barnum and Bailey y hacía girar bengalas en la oscuridad. Eso parecía. La oscuridad. Las sombras. Los destellos.
No se oía música. Apenas hablaba nadie. Pero se percibía un zumbido en el aire. También la aspiración húmeda de los que fumaban. De vez en cuando un grito traspasaba el aire, un sonido no totalmente humano.
También se oían quejidos. Algunos se entregaban a los actos sexuales más lascivos sin ningún recato, sin buscar intimidad alguna.
Hubo una imagen en particular, prefiero ahorrarme los detalles, que me obligó a apartarme horrorizado. Tyrese observó mi expresión con aire casi divertido.
– Se quedan sin dinero y hacen trueque -explicó Tyrese.
Noté sabor de bilis en la boca. Me volví hacia él y Tyrese se encogió de hombros.
– Es comercio, doc. El comercio hace girar el mundo.
Tyrese y Brutus seguían adelante. Sentí que me flaqueaban las piernas. Las paredes estaban desconchadas, había terrones de argamasa en el suelo. Se veía gente por todas partes, viejos, jóvenes, blancos, negros, hombres, mujeres; no parecían tener huesos, eran blandos como los relojes de Dalí.
– ¿Fumas crack , Tyrese? -le pregunté.
– Fumaba. Me enganché a los dieciséis años.
– ¿Cómo conseguiste salir?
Tyrese sonrió.
– ¿Ha visto a mi compañero? ¿A Brutus?
– Sería difícil no reparar en él.
– Pues le dije que le daría mil dólares por cada semana que estuviera limpio. Desde entonces Brutus no me deja a sol ni a sombra.
Asentí. El procedimiento me parecía mucho más efectivo que una semana con Betty Ford.
Brutus abrió una puerta. La habitación, sin estar exactamente bien amueblada, por lo menos tenía mesas y sillas y hasta luces y nevera. Observé que en un rincón había un generador portátil.
Tyrese y yo entramos. Brutus cerró la puerta y se quedó en el pasillo. Estábamos solos.
– Bienvenido a mi despacho -dijo Tyrese.
– ¿Sigue Brutus ayudándote a mantenerte alejado de la mierda?
Movió negativamente la cabeza.
– No, quien me ayuda ahora es TJ. No sé si capta lo que le digo.
Lo capté.
– ¿Y lo que haces aquí no te crea ningún problema?
– Los problemas me sobran, doc -Tyrese se sentó y me invitó también a sentarme. Le vi un centelleo en los ojos al mirarme y lo que leí en ellos no me gustó-. No soy uno de los buenos, doc.
Como no sabía qué decirle, preferí cambiar de tema.
– Tengo que estar en Washington Square Park a las cinco en punto.
Se recostó en la silla.
– Dígame de qué se trata.
– Es una larga historia.
Tyrese sacó una navaja roma y se puso a limpiarse las uñas.
– Cuando mi hijo se pone enfermo, voy al que entiende del asunto, ¿o no?
Asentí con un gesto.
– Pues si tiene problemas con la ley, debería hacer lo mismo.
– Es y no es lo mismo.
– A usted le ocurre algo malo, doc -dijo abriendo los brazos-. Pues lo malo es lo mío. No podía encontrar guía mejor que yo.
Así pues, se lo conté todo. Casi todo. Estuvo asintiendo con la cabeza todo el rato, pero dudo que me creyera cuando le dije que yo no tenía nada que ver con los asesinatos. Dudo, además, que le importara.
– Muy bien -dijo cuando terminé-, prepárese. Después hablaremos de otra cosa.
– ¿De qué?
Tyrese no respondió. Se acercó a lo que parecía un armario metálico blindado que tenía en un rincón. Lo abrió con una llave, se inclinó hacia el interior y sacó un arma.
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