Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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– ¿No viste quién la tenía en brazos?

– Todo fue tan rápido. Creo que traté de gritar, pero ya había caído y sea quien fuere el que la arrojó, se había ido. Debió de haber salido corriendo por la terraza.

– ¿Recuerdas qué tamaño tenía?

– No, era como si estuviera viendo a mi padre cuando le hizo eso a mi madre. Incluso vi la cara de mi padre. -Alzó la mirada-. No te he ayudado en nada; ni a mí, ¿verdad?

– No, no me has ayudado en absoluto -respondió Scott bruscamente-. Quiero que hagas una asociación libre. «Voces». Dime lo primero que se te ocurra.

– Identificación.

– Continúa.

– Únicas. Personales.

– Sigue.

Ted se encogió de hombros.

– La señora Mechan. Ella sacó varias veces el tema. Al parecer tenía la idea de tomar clases de fonética y armó una discusión sobre acentos y voces.

Scott pensó en lo que Alvirah había susurrado. «No era el doctor… No era su voz…» Mentalmente, repasó las conversaciones que Alvirah había grabado. Identificación. Únicas. Personales.

La voz del barón en la última cinta. De repente, contuvo el aliento.

– ¿Ted, recuerdas alguna otra cosa que haya dicho la señora Meehan acerca de las voces? ¿Algo sobre Craig imitando la tuya?

Ted frunció el entrecejo.

– Me preguntó acerca de una historia que había leído hace años en la revista People… Que Craig solía contestar mis llamadas durante la universidad y que las muchachas no se daban cuenta de la diferencia. Le dije que era cierto. Que en la universidad Craig nos entretenía a todos con sus imitaciones.

– Y ella trató de que le hiciera una demostración y él se negó. -Scott vio la mirada de sorpresa y meneó la cabeza con impaciencia-. No importa cómo lo supe, pero eso era lo que Elizabeth quería que notara al escuchar las cintas.

– No sé de qué estás hablando.

– La señora Meehan le insistía a Craig para que imitara tu voz. ¿No te das cuenta? No quería que nadie pensara que es un buen imitador. El testimonio de Elizabeth en tu contra se basa en el único hecho de haber oído tu voz. Elizabeth sospecha de él, y si él se da cuenta, irá tras ella.

Alarmado, cogió a Ted de un brazo.

– ¡Vamos! -le gritó-. Tenemos que apresurarnos antes de que sea demasiado tarde. Mientras corría hacia la salida, le gritó las órdenes al patrullero-: Llama a Elizabeth Lange a «Cypress Point». Dile que se quede en su cuarto y que cierre la puerta con llave. Envía otro patrullero para allá.

Corrió por el vestíbulo con Ted pisándole los talones. Ya en el coche, Scott conectó la sirena. «Es demasiado tarde para ti -pensó mientras en su mente se dibujaba la imagen del asesino-. Matar a Elizabeth no te ayudará en nada…»

El automóvil corría por la autopista entre Salinas y Pebble Beach. Scott daba instrucciones por radio. Mientras Ted escuchaba, el impacto de lo que oía penetró en su conciencia; las manos que habían sostenido a Leila por encima de la balaustrada se convirtieron en brazos, un hombro, tan conocido como el suyo, y al darse cuenta de que Elizabeth estaba en peligro, apretó los pies contra el suelo en un esfuerzo inútil por hacer contacto con un acelerador imaginario.

¿Ella había estado jugando con él? Por supuesto que sí. Pero al igual que los demás, lo había subestimado. Y, como los demás, pagaría por ello.

Con metódica calma, se quitó la ropa y abrió la maleta. La máscara estaba encima del traje de neopreno y de la botella de oxígeno. Le hacía gracia recordar cómo, en el último momento, Sammy lo había reconocido a través de las gafas. Cuando la llamó imitando la voz de Ted, ella corrió a su encuentro. Pero toda la evidencia que había planeado con tanto cuidado, incluso el nuevo testigo, no habían convencido a Elizabeth.

El traje de neopreno era una molestia. Cuando todo terminara, se desharía de todo ese equipo. En caso de que alguien cuestionara la muerte de Elizabeth, no sería bueno tener una prueba visible de que era un excelente buzo. Ted, por supuesto, lo recordaría. Pero en todos esos meses, a Ted ni siquiera se le había cruzado por la cabeza que tenía esa habilidad especial para imitarlo. Ted, tan estúpido, tan ingenuo. «Traté de llamarte, lo recuerdo bien.» Y así, Ted se había convertido en la coartada perfecta. Hasta que esa estúpida de Alvirah Mechan comenzó a acosarlo: «Déjeme oír cómo imita la voz de Ted. Sólo una vez. Por favor, diga cualquier cosa.» Hubiera querido ahorcarla ahí mismo, pero había tenido que esperar hasta ayer, cuando se adelantó y entró primero en la sala C y la aguardó en la habitación con la aguja hipodérmica en la mano. Qué lástima que no se haya dado cuenta de su gran imitación cuando creyó escuchar la voz del barón.

Se había puesto el traje. Se colocó la botella de oxígeno en la espalda, apagó las luces y aguardó. Todavía se le helaba la sangre al pensar que la noche anterior había estado a punto de abrir la puerta y encontrar a Ted. Ted había querido conversar con él. «Estoy empezando a pensar que tú eres mi único amigo verdadero», le había dicho.

Abrió levemente la puerta y aguardó. No había nadie a la vista y no se oían pisadas. Comenzaba a caer la niebla, de modo que le sería fácil esconderse detrás de los árboles hasta llegar a la piscina. Tenía que llegar allí antes que ella, aguardarla y, cuando pasara a su lado, sacarle el silbato antes de que pudiera usarlo.

Salió sin hacer ruido y comenzó a caminar por el césped, evitando las zonas iluminadas por los faroles. Si hubiera podido terminar todo el lunes a la noche… Pero había visto a Ted de pie, cerca de la piscina, observando a Elizabeth…

Ted siempre en su camino. Siempre el que tenía el dinero y la apariencia, siempre rodeado de mujeres hermosas. Se había forzado a aceptarlo, a tratar de ser útil para Ted, primero en la universidad, luego en el trabajo: el tenaz, ayudante. Había tenido que luchar para ascender hasta que ese accidente aéreo donde murieron los ejecutivos lo convirtió en la mano derecha de Ted, y luego, cuando perdió a Kathy y a Teddy, había podido reemplazarlo y tomar las riendas de la compañía…

Hasta Leila.

Sintió un dolor en el pecho al recordar a Leila. Cómo había sido hacer el amor con ella. Hasta que lo llevó allí y le presentó a Ted. Y ella lo descartó, como la basura que se arroja al cesto.

Vio esos brazos esbeltos abrazar a Ted, ese cuerpo impúdico apoyarse contra el de Ted, y se había alejado pues no podía soportar el verlos juntos. Entonces planeó vengarse, esperando el momento justo.

Y lo había encontrado con la obra. Tuvo que demostrar que la inversión en ella había sido un error. Ya era obvio que Ted comenzaba a enfriarse. Y era su oportunidad para destruir a Leila. El exquisito placer de enviar esas cartas, de verla caer. Incluso se las había mostrado al recibirlas. Y le había aconsejado que las quemara, que no se las mostrara a Ted ni a Elizabeth. «Ted se está cansando de tus celos y si le dices a Elizabeth lo triste que estás, ella podría abandonar la obra para venir a estar contigo. Eso podría arruinar su carrera.»

Agradecida por el consejo, Leila estuvo de acuerdo. «Pero dime -le había rogado-. ¿Hay otra mujer?» Sus elaboradas protestas tuvieron el efecto deseado. Ella creyó en las cartas.

No se había preocupado por las últimas dos. Creyó que la correspondencia sin abrir se había arrojado a la basura. Pero no importaba. Cheryl había quemado una y él le había quitado a Sammy la otra. Por fin todo le estaba saliendo bien. Mañana se convertiría en el presidente y director de las «Empresas Winters».

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