Tenía que reunirse con el alcalde de Carmel a las cinco de la tarde. Por la radio de su automóvil, supo que Elizabeth lo había llamado dos veces. La segunda llamada tenía carácter urgente.
El instinto lo hizo cancelar su cita con el alcalde por segunda vez consecutiva y fue directamente hacia «Cypress Point».
A través de la ventana, pudo ver a Elizabeth hablar por teléfono. Aguardó a que cortara la comunicación para llamar a la puerta. En el intervalo de treinta segundos, tuvo la oportunidad de estudiarla. El sol de la tarde que se filtraba en el cuarto creaba sombras que resaltaban los pómulos, la boca amplia y sensible, los ojos luminosos. «Si fuera escultor -pensó-, querría que posara para mí. Posee una elegancia que va más allá de la belleza.»
A la larga, su belleza superaría a la de Leila. Elizabeth le entregó las cassettes. Le indicó también las anotaciones que había hecho.
– Hazme un favor, Scott -le pidió-. Escucha con suma atención estas cassettes. Ésta -le señaló la cassette que había sacado del broche- va a sorprenderte. Escúchala y veamos si oyes lo mismo que yo.
Tenía una expresión decidida en los ojos.
– ¿Elizabeth, qué planeas?
– Tengo que hacer algo que sólo yo puedo hacer.
A pesar de la insistencia de Scott para que se explicara mejor, Elizabeth se mantuvo firme en su determinación de no decir nada. Scott le contó que Alvirah Meehan había logrado pronunciar una palabra.
– ¿Te sugiere algo la palabra «voces»?
La sonrisa de Elizabeth era enigmática.
– Claro que sí -respondió.
Ted había salido al mediodía. Eran las cinco de la tarde y aún no había regresado. Henry Bartlett estaba obviamente irritado y quería volver a Nueva York cuanto antes.
– Vinimos aquí para preparar la defensa de Ted -dijo-. Espero que se dé cuenta de que su juicio comenzará dentro de cinco días. Si no se reúne conmigo, no puedo hacer nada sentado aquí.
Sonó el teléfono. Craig saltó para contestar.
– Elizabeth, qué agradable sorpresa… Sí, es verdad. Me gustaría creer que todavía podemos convencer al fiscal de distrito para que acepte la declaración de culpabilidad, pero es bastante improbable… No, todavía no hemos decidido nada acerca de la cena, pero por supuesto que sería agradable estar contigo… ¡Oh, eso! No lo sé… No pareció más gracioso. Y siempre le molestó a Ted. Bueno. Te veré en la cena.
Scott condujo hasta su casa con las ventanillas abiertas, gozando la fresca brisa que había comenzado a soplar del océano. Le hacía bien, pero no aliviaba la sensación de temor que lo dominaba. Elizabeth estaba tramando algo y su instinto le decía que podía ser peligroso.
Una ligera niebla comenzaba a instalarse a lo largo de la costa del Pacific Grove. Más tarde, se convertiría en una niebla densa. Dobló en la esquina y estacionó frente a una agradable casa, a cien metros del acantilado. Ya hacía seis años que llegaba a esa casa vacía y ni una sola vez dejaba de sentir la nostalgia de que Jeanie no lo estuviera esperando. Solía comentar los casos con ella. Esa noche, le hubiera hecho algunas preguntas hipotéticas. «¿Crees que existe alguna relación entre la muerte de Dora Samuels y el coma de Alvirah Meehan?» Otra pregunta le vino a la mente: «¿Crees que exista alguna relación entre esas dos mujeres y la muerte de Leila?»
Y por último: «¿Qué diablos estará tramando Elizabeth?»
Para despejarse, Scott se dio una ducha y se puso ropa cómoda, Había preparado café y comenzó a cocinar una hamburguesa. Cuando estuvo lista para comer, puso la primera cassette de Alvirah.
Comenzó a escuchar las grabaciones a las seis menos cuarto. A las siete, su cuaderno de notas, al igual que el de Elizabeth, estaba repleto. A las ocho menos cuarto, escuchó la cassette que documentaba el ataque que había sufrido Alvirah.
– ¡Ese hijo de puta de Von Schreiber! -murmuró-. Entonces sí le inyectó algo. ¿Pero qué? ¿Y si cuando comenzó a aplicarle el colágeno vio que Alvirah estaba sufriendo algún tipo de ataque? De hecho había regresado casi de inmediato con la enfermera.
Scott volvió a pasar la cinta, luego lo hizo una tercera vez y por fin se dio cuenta de lo que Elizabeth quería que escuchara. Había algo extraño en la voz del barón la primera vez que se dirigió a Alvirah Meehan. Era una voz ronca, gutural, muy diferente de su voz unos momentos después, cuando le daba órdenes a la enfermera.
Llamó al hospital de Monterrey y pidió hablar con el doctor Whitley. Tenía que hacerle una pregunta.
– ¿Crees que una inyección que le hizo salir sangre pudo haber sido dada por un médico?
– He visto dar muchas inyecciones mal, y por cirujanos de primera línea. Y si un médico aplicó la inyección con la intención de hacer daño, debes sumarle también que estaría nervioso.
– Gracias, John.
– De nada.
Estaba recalentando el café cuando sonó el timbre. Atravesó la casa a grandes zancadas, abrió la puerta y encontró a Ted Winters.
Traía la ropa rasgada, el rostro sucio de barro y el cabello desordenado; tenía rasguños que le cubrían los brazos y las piernas. Estuvo a punto de caer hacia delante si Scott no lo sostenía.
– Scott, tienes que ayudarme. Alguien tiene que ayudarme. Es una trampa, lo juro. Estuve tratando de hacerlo durante horas, pero no pude. No pude hacerlo.
– Calma… Calma… -Lo rodeó con un brazo y lo acompañó hasta el sofá-, Estás a punto de desmayarte. -Le sirvió una generosa copa de coñac-. Vamos, bebe esto.
Después de unos cuantos sorbos, Ted se pasó la mano por la cara, como si tratara de borrar el pánico que había mostrado. Su intento por sonreír fue un fracaso y se echó hacia atrás, agotado. Parecía joven, vulnerable, no se parecía en nada al sofisticado director de una corporación multimillonaria. Se desvanecieron veinticinco años y Scott sintió que volvía a estar frente a aquel niño de nueve años que solía salir a pescar con él.
– ¿Comiste algo hoy? -le preguntó.
– No que recuerde.
– Entonces, bebe el coñac despacio mientras te preparo un emparedado y un poco de café.
Aguardó a que Ted terminara de comer antes de decir:
– Muy bien, cuéntamelo todo.
– Scott, no sé qué está sucediendo, pero sí estoy seguro de algo: no pude haber matado a Leila en la forma que dicen. No me importa cuántos testigos haya… Hay algo que no encaja.
Se inclinó hacia delante con expresión de súplica.
– Scott, ¿recuerdas el terror que sentía mi madre por la altura?
– Y tenía sus razones. Ese hijo de puta de tu padre…
Ted lo interrumpió.
– Estaba disgustado porque veía que yo estaba adquiriendo la misma fobia. Un día, cuando tenía alrededor de ocho años, la hizo que se asomara por el balcón de nuestro apartamento en el último piso. Ella comenzó a llorar. Me dijo: «Ven Teddy» e intentamos entrar. Pero él la levantó y ese hijo de puta la sostuvo sobre la baranda en el vacío. Eran treinta y ocho pisos de altura. Ella gritaba, suplicaba. Yo estaba aferrado a él. No la bajó hasta que se desmayó. Luego, la tiró al suelo y me dijo: «Si alguna vez veo que te asusta estar aquí afuera, te haré lo mismo.»
Ted tragó saliva y se le quebró la voz.
– Este nuevo testigo afirma que me vio hacerle eso a Leila. Hoy intenté caminar por los acantilados de Point Sur. ¡Y no pude hacerlo! No podía lograr que mis piernas se movieran.
– Las personas suelen hacer cosas extrañas cuando están bajo una presión.
– No, no. Si hubiese matado a Leila lo habría hecho de otra forma. Decir que ebrio o sobrio la sostuve por encima de la balaustrada… Syd jura que le dije que mi padre arrojó a Leila por la terraza; puede que él conociera esa historia sobre mi padre. Puede ser que todos estén mintiéndome. Scott, tengo que recordar lo que sucedió aquella noche.
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