– Fue una buena actuación -le dijo.
– Pero no fue más que eso: una actuación. No puedo probar nada. Si se mantienen unidos, no hay evidencia.
– ¿Tienes alguna otra de esas cartas que recibía Leila?
– No, era un engaño.
– Gran sorpresa lo del nuevo testigo.
– Mentí también acerca de eso. Él estaba en la cárcel aquella noche, pero lo soltaron bajo fianza a las ocho. Leila murió a las nueve y treinta y uno. Lo mínimo que pueden hacer es lograr que duden sobre su credibilidad.
Cuando llegaron a su bungalow se reclinó sobre él.
– Oh, Craig, todo esto es una locura. Siento como si estuviera excavando y excavando para hallar la verdad, tal como hacen los buscadores de oro… El único problema es que no me queda tiempo y por eso tuve que comenzar con las explosiones. Pero por lo menos, pude haber molestado a uno de ellos, de modo que él… o ella, puedan cometer algún error.
Craig le acarició el cabello.
– ¿Regresas mañana?
– Sí. ¿Y tú?
– Ted aún no ha aparecido. Puede ser que se esté emborrachando y no lo culpo. Aunque no sería propio de él… Obviamente, tenemos que esperarlo. Pero cuando todo esto termine, cuando estés lista… prométeme que me llamarás.
– ¿Y oír tu imitación de un japonés en el contestador? Ah, me olvidé que dijiste que lo habías cambiado. ¿Por qué lo hiciste, Craig? Siempre pensé que era muy gracioso. Y Leila también.
Craig pareció avergonzado y Elizabeth no aguardó la respuesta.
– Este lugar era tan divertido -murmuró ella-. ¿Recuerdas cuando Leila te invitó aquí la primera vez, antes de que llegara Ted?
– Por supuesto que lo recuerdo.
– ¿Cómo conociste a Leila? Lo he olvidado.
– Ella se alojaba en el «Beverly Winters». Le envié flores a su suite. Llamó para agradecérmelo y tomamos una copa. Ella venía para aquí y me invitó a acompañarla.
– Y luego conoció a Ted… -Elizabeth le dio un beso en la mejilla-. Ruega que lo de esta noche funcione. Si Ted es inocente, quiero que esté fuera de esto tanto como tú…
– Lo sé. Estás enamorada de él, ¿no?
– Lo estuve desde la primera vez que nos lo presentaste a Leila y a mí.
En su bungalow, Elizabeth se puso el traje de baño y la bata. Fue hasta el escritorio y escribió una larga carta a Scott Alshorne. Luego llamó a la camarera. Era una muchacha nueva, nunca la había visto antes, pero tenía que correr el riesgo. Colocó el sobre dentro de otro y escribió una nota.
– Entrégale esto a Vicky por la mañana -le explicó-. A nadie más. ¿Entendido?
– Por supuesto -respondió la muchacha un tanto ofendida.
– Gracias. -Elizabeth observó a la muchacha que se iba y se preguntó qué diría ella si hubiera leído la nota de Vicky. Ésta decía: «En caso de que muera, entrégale esto al sheriff Alshorne de inmediato.»
A las ocho, Ted ingresó en un cuarto privado del hospital de Monterrey. El doctor Whitley le presentó a un psiquiatra que lo estaba aguardando para darle la inyección. Ya habían preparado una cámara de vídeo. Scott y un ayudante serían los testigos de las declaraciones hechas bajo el pentotal.
– Sigo pensando que tu abogado debería estar aquí -le sugirió Scott.
Ted hizo una mueca.
– Bartlett fue justamente quien insistió en que no me sometiera a esta prueba. No quiero perder más tiempo hablando de ello. Quiero que se conozca la verdad.
Se quitó la chaqueta y los zapatos y se acomodó en el diván.
Unos minutos después de que le hiciera efecto la inyección comenzó a responder a las preguntas sobre la última hora que pasó con Leila.
– Ella seguía acusándome de que la engañaba. Tenía fotos mías con otras mujeres. Le dije que eso era parte de mi trabajo. Los hoteles. Nunca estuve solo con otra mujer. Traté de que razonáramos juntos. Ella había estado bebiendo todo el día. Yo bebí con ella. Me sentía mal. Le advertí que debía confiar en mí; no podía enfrentarme a este tipo de escenas por el resto de mi vida. Me dijo que sabía que trataba de romper el compromiso con ella. Leila. Leila. Se volvió loca. Traté de calmarla y ella me arañó las manos. En ese momento sonó el teléfono. Era Elizabeth. Leila seguía gritándome. Salí y fui a mi apartamento que quedaba debajo del de Leila. Me miré en el espejo. Tenía sangre en las mejillas. Y en las manos. Traté de llamar a Craig. Sabía que no podía seguir viviendo así. Sabía que todo había terminado. Pero pensé que tal vez Leila podía lastimarse a sí misma. Será mejor que me quede con ella hasta que pueda localizar a Elizabeth. Dios, estoy tan ebrio. El ascensor. El piso de Leila. La puerta estaba abierta. Leila gritaba.
Scott se inclinó hacia delante y preguntó:
– ¿Qué está gritando, Ted?
– «¡No! ¡No!» -Ted temblaba y movía la cabeza de un lado a otro como si no pudiera creer lo que veía.
»Abro bien la puerta. La habitación está a oscuras. La terraza. Leila. Sostente. Sostente. Ayúdala. ¡Sostenía! ¡No la dejes caer! ¡No dejes caer a mami!
Ted comenzó a llorar… Un llanto profundo, desgarrador, que llenaba el cuarto. Contorsionaba el cuerpo con movimientos convulsivos.
– Ted, ¿quién le hizo eso?
– Manos. Sólo manos. Ella se ha ido. Es mi padre. -Se le quebró la voz-. Leila está muerta. Papá la empujó. Papá la mató.
El psiquiatra miró a Scott.
– No obtendrá nada más por ahora. O es todo lo que sabe o sigue sin poder enfrentarse a la verdad.
– Eso es lo que temía -susurró Scott-. ¿En cuánto tiempo se recuperará?
– No tardará mucho. Será mejor que descanse un poco.
John Whitley se puso de pie.
– Iré a ver a la señora Meehan. Vuelvo en seguida.
– Quisiera ir contigo. -El cámara estaba guardando su equipo-. Deja la película en mi oficina -le dijo Scott. Luego se volvió hacia su asistente-: Quédate aquí. No dejes que el señor Winters se vaya.
La enfermera jefe de la unidad de vigilancia intensiva parecía muy excitada.
– Doctor, estábamos por ir a buscarlo. La señora Meehan parece estar saliendo del coma.
– Volvió a decir la palabra «voces» -anunció Willy Meehan esperanzado-. Y con claridad. No sé a qué se refería, pero trataba de decir algo.
– ¿Eso significa que está fuera de peligro? -le preguntó Scott al doctor Whitley.
Éste estudió su tabla de anotaciones y le tomó el pulso. Respondió en voz baja para que Willy Meehan no lo oyera.
– No necesariamente. Pero es un buen signo. Si sabes alguna plegaria comienza a rezar, ahora.
Alvirah abrió los labios. Miraba hacia delante y clavó la mirada en Scott hasta poder distinguirlo con claridad. Tenía una expresión de urgencia.
– Voces -susurró-. No era.
Scott se inclinó sobre ella.
– Señora Meehan, no comprendo.
Alvirah se sintió igual que cuando limpiaba la casa de la vieja señora Smythe. La señora Smythe siempre le decía que corriera el piano para poder barrer detrás. Era como tratar de empujar el piano, pero mucho más pesado. Quería decirles quién la había herido, pero no recordaba cómo se llamaba. Lo podía ver con claridad, pero no recordaba el nombre. Con desesperación, trató de comunicarse con el sheriff.
– No fue el doctor quien me hizo esto… No era su voz… Otra persona… -Cerró los ojos y sintió que se quedaba dormida.
– Está mejorando -dijo Willy Meehan con alegría-. Está tratando de decirles algo.
«No era el doctor… No era su voz… ¿A qué diablos se referiría?», se preguntó Scott.
Corrió hasta el cuarto donde Ted lo aguardaba. Estaba sentado con las manos cruzadas.
– Abrí la puerta -dijo sin expresión-. Unas manos sostenían a Leila sobre la balaustrada. Puede ver el satén blanco que flotaba en el aire y cómo agitaba los brazos…
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