Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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– Sacaste el dinero de la cuenta de Suiza.

Helmut asintió.

– Minna lo ha adivinado.

– ¿Es posible que lo haya sabido desde un principio? ¿Y que haya enviado las cartas porque quería perturbar a Leila para así destruir su actuación? Nadie conocía mejor que ella los estados emocionales de Leila.

El barón abrió los ojos.

– Qué extraordinario. Es el tipo de cosa que Min haría. Entonces, supo desde un principio que no le quedaba dinero. ¿Podía estar castigándome a mí?

A Elizabeth no le importó si en su rostro se veía el desprecio que sentía.

– No comparto tu admiración por ese plan, si efectivamente fue obra de Min. -Fue hasta el escritorio para buscar una libreta en blanco-. ¿Oíste a Ted pelear con Leila?

– Sí.

– ¿Dónde estabas tú? ¿Cómo entraste? ¿Cuánto tiempo permaneciste allí? ¿Qué oíste exactamente?

Elizabeth tomaba nota de todo lo que Helmut decía. Había oído a Leila rogar por su vida, y no trató de ayudarla.

Cuando terminó, tenía el rostro bañado en sudor. Quería que saliera de allí inmediatamente, pero no resistió decir:

– ¿Y si en lugar de haber salido corriendo hubieras entrado en el apartamento? Leila podría estar viva ahora. Ted no se declararía culpable para conseguir una sentencia menor si no hubieses estado tan preocupado por salvarte.

– No lo creo, Elizabeth, todo sucedió en segundos. -El barón abrió los ojos-. ¿No te has enterado? No aceptaron la declaración de culpabilidad. Lo escuché en las noticias de esta tarde. Un segundo testigo ocular vio a Ted sostener a Leila sobre la balaustrada de la terraza y arrojarla al vacío. El fiscal de distrito quiere que lo sentencien a cadena perpetua.

Leila no había caído en medio de la lucha. Él la sostuvo en alto y la arrojó en forma deliberada. Al pensar que la muerte de Leila tardó unos segundos más de lo que había imaginado en un principio, le pareció aún mucho más cruel. «Me gustaría que le dieran la pena máxima -se dijo-. Me gustaría poder testimoniar en su contra.»

Sentía una terrible necesidad de estar a solas, pero logró hacerle una pregunta más:

– ¿Viste a Syd cerca del apartamento de Leila aquella noche?

¿Podía confiar en la expresión de asombro de su rostro?

– No, no lo vi -dijo con convicción-. ¿Estuvo allí?

«Se terminó», se dijo Elizabeth. Llamó a Scott Alshorne. El sheriff había salido por un asunto oficial. ¿Alguien podía ayudarla? No. Le dejó un mensaje para que se comunicara con ella. Le entregaría el equipo de grabación de Alvirah Mechan y tomaría el siguiente vuelo a Nueva York. No era de extrañarse que todos estuvieran molestos ante el constante interrogatorio de Alvirah. La mayoría tenía algo que ocultar.

El broche. Comenzó a guardarlo en el bolso, junto al cassette, cuando se dio cuenta de que no había escuchado la última cinta. Pensó en el hecho de que Alvirah llevaba el broche en la clínica… Logró extraer el cassette del diminuto compartimiento. Si a Alvirah le asustaban tanto las inyecciones de colágeno, ¿habría dejado el cassette funcionando durante el tratamiento?

Sí. Elizabeth subió el volumen y se puso el cassette contra el oído. La cassette comenzaba con la voz de Alvirah hablando con la enfermera en la sala de tratamientos. La enfermera la tranquilizaba y la calmaba con «Valium», el click de la puerta; la respiración regular de Alvirah; otra vez el click de la puerta… La voz del barón un tanto ahogada y confusa que tranquilizaba a Alvirah, le daba una inyección; el click de la puerta, los ahogos de Alvirah, su intento de pedir ayuda, su respiración frenética, otra vez el click de la puerta, otra vez la voz cordial de la enfermera. «Aquí estamos, señora Meehan, ¿lista para el tratamiento de belleza?» Y luego, la voz de la enfermera preocupada que decía: «¿Señora Mechan, qué le ocurre?»

Hubo una pausa, luego la voz de Helmut dando órdenes, pidiendo que le abrieran el vestido, que le dieran oxígeno. Un ruido que sonaba a golpe, debió de ser cuando le oprimía el pecho; luego, Helmut que pedía la intravenosa. «Allí llegué yo -pensó Elizabeth-. Él trató de matarla. La inyección que le dio era para matarla. Las insistentes referencias de Alvirah a la oración «una mariposa flotando en una nube», cuando decía que le recordaba algo, cuando decía que Helmut era un excelente escritor… ¿Helmut se había dado cuenta de que ella estaba jugando con él? ¿Esperaba seguir ocultándole la verdad a Min acerca de la obra y de la cuenta en Suiza?»

Volvió a escuchar la última cassette una y otra vez. Había algo que no lograba entender. ¿Pero qué? ¿Qué se le escapaba?

Sin saber lo que buscaba, releyó las notas que tomó de la descripción de Helmut sobre la muerte de Leila. Su mirada quedó fija en una oración. «Pero no podía ser», pensó.

A menos que…

Como un exhausto escalador a metros de la cima, volvió a revisar las notas que había tomado de las cassettes de Alvirah Meehan.

Y halló la clave.

Siempre había estado allí, aguardándola. ¿El se había dado cuenta de lo cerca que ella había estado de la verdad?

Sí.

Tuvo un escalofrío al recordar las preguntas, al parecer tan inocentes, pero cuyas respuestas debieron de ser una amenaza para él.

Tomó el teléfono. Llamaría a Scott. Pero luego se arrepintió. ¿Qué le diría? No tenía pruebas. Nunca las habría.

A menos que lo obligara a actuar.

8

Scott permaneció cerca de una hora sentado junto al lecho de Alvirah, con la esperanza de que dijera algo más. Luego, tocó el hombro de Willy Meehan y dijo:

– En seguida regreso. -Había visto pasar a John Whitley y lo siguió hasta su oficina.

– ¿Puedes decirme algo más, John?

– No. -El médico parecía enojado y perplejo al mismo tiempo-. No me gusta ignorar a qué me estoy enfrentando. Su nivel de azúcar era tan bajo que sin un antecedente de hipoglucemia tengo que sospechar que alguien le inyectó insulina. Tiene la marca de un pinchazo en el lugar donde encontramos la mancha de sangre, en la mejilla. Si Von Schreiber dice que no la inyectó, algo no encaja.

– ¿Qué posibilidades tiene? -preguntó Scott.

John se encogió de hombros.

– No lo sé. Es demasiado pronto como para saber si hubo daño cerebral. Si la fuerza de voluntad puede hacerla reaccionar, su marido lo logrará. Hace todo lo correcto. Le habla sobre el avión que contrató para venir aquí, sobre cómo van a arreglar la casa cuando regresen. Si puede oírlo, querrá quedarse con nosotros.

La oficina de John daba a los jardines. Scott se acercó a la ventana, deseando poder tener más tiempo para estar solo y meditar sobre el asunto.

– No podemos probar que la señora Meehan haya sido víctima de un intento de asesinato. Ni que la señorita Samuels en realidad fue asesinada.

– No creo que puedas hacerlo, no.

– Y eso significa que aunque podamos imaginar quién deseaba la muerte de esas dos mujeres, seguimos sin poder probar nada.

– Ésa es tu especialidad, pero estoy de acuerdo contigo.

Scott tenía una pregunta más.

– La señora Meehan trataba de hablar. Por fin pudo pronunciar una palabra: «voces». ¿Es posible que alguien en sus condiciones esté tratando de comunicarnos algo que tenga sentido?

Whitley se encogió de hombros.

– Mi impresión es que su coma es muy profundo como para estar seguros de que recuerda algo. Pero podría equivocarme. No sería la primera vez que ocurre algo así.

Scott volvió a hablar con Willy Meehan en el corredor. Alvirah planeaba escribir una serie de artículos. El editor del New York Globe le había pedido que recogiera la mayor cantidad de información posible acerca de las celebridades. Scott recordó sus interminables preguntas la noche que se había quedado a cenar en «Cypress Point». Se preguntó si Alvirah habría descubierto algo, eso al menos podría explicar el ataque del que había sido víctima, si es que había sido un ataque. Y esto también explicaba el equipo de grabación tan sofisticado que encontraron en su bolso.

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