Cansada, Elizabeth regresó a su bungalow. Nunca sabría quién había enviado esas cartas. Nadie lo admitiría jamás. ¿Y por qué permanecía allí entonces? Todo había terminado. ¿Y qué haría con el resto de su vida? En la nota, Ted le decía que comenzara un nuevo y más feliz capítulo en su vida. ¿Dónde? ¿Cómo?
Le dolía mucho la cabeza. Se dio cuenta de que otra vez se había saltado el almuerzo. Llamaría para ver cómo seguía Alvirah Meehan y luego comenzaría a hacer sus maletas. Es horrible no tener ningún lugar adonde querer ir ni ninguna persona con quien querer estar. Sacó una maleta del armario, la abrió, pero se detuvo abruptamente.
Todavía tenía el broche de Alvirah. Estaba en el bolsillo de los pantalones que había usado al ir a la clínica. Cuando lo sacó y lo sostuvo en la mano, se dio cuenta de que era más pesado de lo que esperaba. No era una experta en joyas, pero era evidente que ese broche no era de gran valor. Le dio la vuelta y comenzó a estudiar la parte de atrás. No tenía el habitual broche de seguridad. En lugar de eso, había un implemento extraño. Volvió otra vez el broche para estudiar la parte de adelante. ¡La apertura del centro era un micrófono!
El impacto de su descubrimiento la dejó atónita. Las preguntas aparentemente inocentes, la forma en que Alvirah Meehan jugaba con el broche… Estaba orientando el micrófono para que captara las voces de las personas con quienes estaba. El bolso en su bungalow con el costoso cassette, las cassettes… Tenía que apoderarse de ellas antes de que otro lo hiciera.
Llamó a Vicky.
Quince minutos después, estaba de vuelta en su bungalow, con el cassette y las cassettes de Alvirah Meehan. Vicky parecía preocupada y temerosa.
– Espero que nadie nos haya visto entrar allí -le dijo.
– Le entregaré todo al sheriff Alshorne -la tranquilizó Elizabeth-. Sólo quiero estar segura de que no desaparezcan si el marido de la señora Meehan se lo cuenta a alguien. -Elizabeth aceptó un té con un emparedado. Cuando Vicky regresó con la bandeja, la encontró con los auriculares puestos, tomando notas mientras escuchaba las cintas.
A Scott Alshorne no le gustaba tener una muerte sospechosa y otra casi muerte sospechosa sin resolver. Dora Samuels había sufrido un leve ataque justo antes de morir. ¿Cuánto tiempo antes? Alvirah Meehan tenía una gota de sangre en la cara que sugería una inyección. El informe de laboratorio mostró un nivel muy bajo de azúcar en la sangre, posiblemente el resultado de una inyección. Los esfuerzos del barón le habían salvado la vida. ¿Y eso qué aclaraba?
No había podido localizar al marido de la señora Meehan hasta la una de la mañana, hora de Nueva York. Él alquiló un avión y llegó a las siete de la mañana, hora local. A la tarde temprano, Scott fue hasta el hospital para hablar con él.
Scott no podía creer lo que veía: Alvirah Meehan, muy pálida, respirando con dificultad y conectada a unas máquinas. Se suponía que la gente como ella no se enfermaba. Estaba demasiado llena de vida. El hombre corpulento que estaba de espaldas pareció no notar su presencia. Estaba inclinado, susurrándole algo a Alvirah.
Scott le tocó un hombro.
– Señor Meehan, soy Scott Alshorne, sheriff del condado de Monterrey. Siento lo sucedido con su esposa.
Willy Meehan señaló con la cabeza el lugar donde estaban las enfermeras.
– Ya me informaron sobre su estado. Pero le aseguro que ella se pondrá bien. Le he dicho que si se muere y me deja, iba a gastarme todo el dinero en una rubia callejera. Ella no dejará que eso suceda, ¿no es verdad, querida? -Comenzaron a rodarle lágrimas por las mejillas.
– Señor Meehan, tengo que hablar con usted unos minutos.
Podía sentir que Willy se acercaba, pero no podía comunicarse con él. Alvirah nunca se había sentido tan débil. Ni siquiera podía mover una mano, estaba tan cansada…
Y tenía que decirle algo. Sabía lo que le había sucedido. Todo estaba muy claro ahora. Tenía que esforzarse por hablar. Trató de mover los labios, pero no pudo. Quiso mover un dedo. Willy tenía la mano apoyada sobre la suya y no pudo juntar la fuerza como para hacerle entender que estaba tratando de comunicarse.
Si tan sólo pudiera mover los labios, llamar su atención. Estaba hablando de los viajes que harían juntos. La irritaba que no pudiera escucharla. «Cállate y escucha… -quería gritarle-. Oh, Willy, por favor, escucha…»
La conversación fuera de la sala de cuidados intensivos no fue satisfactoria. Alvirah era «fuerte como un toro». Nunca se enfermaba. No tomaba ningún medicamento. Scott ni se molestó en preguntar si existía la posibilidad de que se drogara. No existía y no quería ofender a ese hombre tan angustiado.
– Estaba tan ansiosa por hacer este viaje -dijo Willy Mechan-. Incluso estaba escribiendo artículos para el Globe. Tendría que haber visto lo excitada que estaba cuando le mostraron cómo grabar las conversaciones de la gente.
– ¡Escribía artículos! -exclamó Scott-. ¿Grababa lo que la gente decía?
En ese momento, apareció una enfermera.
– ¿Señor Meehan, puede entrar? Está tratando de hablar. Queremos que usted le hable.
Scott entró detrás de él. Alvirah luchaba por mover los labios.
– Vo… vo…
Willy la tomó de la mano.
– Estoy aquí, querida, estoy aquí.
El esfuerzo era demasiado. Se estaba cansando mucho. Se quedaría dormida en cualquier momento. Si tan sólo pudiera pronunciar una palabra para advertirles. Con un esfuerzo tremendo, Alvirah logró pronunciar esa palabra. Lo hizo en un tono lo suficientemente alto como para oírla ella misma.
– Voces -dijo.
Las sombras de la tarde se hacían más profundas; Elizabeth, indiferente al tiempo, continuaba escuchando las cintas grabadas por Alvirah Meehan. A veces detenía el cassette, retrocedía y volvía a escuchar algún trozo. Tenía el cuaderno lleno de notas.
Estas preguntas que parecían tan faltas de tacto habían sido en realidad muy inteligentes. Elizabeth pensó en la noche cuando se sentó a la mesa de la condesa y deseaba estar escuchando lo que se decía en la mesa de Min. Ahora podía hacerlo. Parte de la conversación no era muy clara, pero sí lo suficiente como para notar la tensión, la evasión, los intentos por cambiar de tema.
Comenzó a sistematizar sus anotaciones, asignando una página por separado para cada uno de los comensales. Al pie de cada página, anotaba las preguntas que le iban surgiendo. Cuando terminó de escuchar la tercera cinta, le pareció que sólo tenía un montón de frases confusas.
«Leila, cómo me gustaría que estuvieras aquí. Eras demasiado cínica pero casi siempre tenías razón acerca de las personas. Podías ver a través de su fachada. Algo no está bien, pero no logro captarlo. ¿Qué es?»
Casi le parecía oír la respuesta, como si Leila estuviera en la habitación. «Por Dios, Sparrow, abre los ojos. Deja de ver aquello que la gente quiere que veas. Empieza por escuchar. Piensa. ¿Acaso no te lo enseñé?»
Estaba a punto de escuchar la última cassette grabada con el broche de Alvirah cuando sonó el teléfono. Era Helmut.
– Me dejaste una nota.
– Sí, lo hice. Helmut, ¿por qué fuiste al apartamento de Leila la noche en que ella murió?
Oyó cómo contenía el aliento.
– Elizabeth, no hablemos por teléfono. ¿Puedo ir a verte ahora?
Mientras aguardaba, escondió el cassette y sus notas. No quería que Helmut se enterara de la existencia de las cintas.
Por una vez, su postura militar parecía haberlo abandonado. Se sentó frente a ella con los hombros abatidos. Hablaba con voz baja y presurosa, con su acento alemán más marcado que nunca. Le contó lo mismo que le había contado a Min: él había escrito la obra y había ido a ver a Leila para que reconsiderara su decisión.
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