Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– ¿Fuiste tú culpable de su muerte, Alejandro?

El rey desvió la mirada.

– No, no, no lo creo.

– ¿Qué me dices de Olimpia?

– No estoy muy seguro. Creí que aquello se había terminado -añadió Alejandro en voz baja-. Los persas proclaman que maté a Filipo. Sostienen que ningún hijo mataría a su verdadero padre y, por consiguiente, Filipo no es mi padre. Por lo tanto, soy un usurpador y un bastardo.

– Eso es lo que dicen tus enemigos -le tranquilizó Telamón-. Tú eres el capitán general de Grecia, venganza sagrada contra Persia.

– ¡Todavía soy Alejandro! -precisó el rey en un siseo furioso.

Hubiese continuado, pero el ruido en la tienda se apagó cuando Ptolomeo se levantó de un salto y gritó:

– ¡Juguemos al kottebos!

Un sirviente trajo un palo y lo clavó en el suelo en el centro del círculo formado por los divanes. Colocó un plato en el extremo del palo. Ptolomeo se balanceaba de la borrachera. Levantó la copa en un brindis.

– ¡Brindo por mi amor! -gritó. Luego vació la copa de un trago y arrojó el poso en dirección al plato. Cuando erró, maldijo sonoramente y se dejó caer en el diván. Otros se levantaron tambaleantes en medio de gritos de burla. Antígona continuaba sentada plácidamente, al parecer amodorrada, con los ojos entrecerrados. Telamón no acababa de tener claro si ella había estado intentando escuchar su conversación o si observaba a los salvajes líderes macedonios.

– Todavía soy Alejandro -continuó el rey-. Filipo está muerto y Olimpia ha regresado a Pella, pero sus espíritus me acosan. Olimpia me dijo antes de marcharme que debía ir al oasis de Siwah en el desierto egipcio, donde Ammón-Zeus me revelaría el verdadero secreto de mi paternidad.

– ¿Qué hay del fantasma de Filipo?

– Ah, el hombre de hierro. Algunas veces se me aparece en mis pesadillas. Estoy otra vez en el campo de batalla en Queronea. Los muertos se apilan. La Banda Sagrada yace como una hilera de mieses tumbadas. El lugar está cubierto de escudos y lanzas. Los gritos de los moribundos son agudos como los chillidos de los pájaros nocturnos. Me enfrento a un ejército de hoplitas muertos, vestidos y armados con sus grandes yelmos con penachos de plumas, las corazas, los escudos y las lanzas. Sus ojos y sus bocas están llenos de sangre. Se interponen entre Filipo y yo. Lucho para abrirme paso -reveló Alejandro mientras movía la mano-. Me inclino a izquierda y derecha, empujo con mi escudo, meto la espada… A la postre, consigo pasar, pero mi padre ha desaparecido.

– Sólo son pesadillas…

– No, no, escucha.

Alejandro tragó saliva, con el rostro muy enrojecido y los ojos brillantes. Telamón observó cómo tenía la frente bañada en sudor. ¿Este hombre está cuerdo?, se preguntó. A su llegada, Alejandro le había recordado a su amigo de la infancia. Pero, ¿ahora? ¿Era sólo una máscara? Alejandro chocó su copa contra la del físico.

– Tan reservado como siempre, Telamón. Voy a decirte por qué estás aquí. Estoy rodeado de enemigos, traidores, espías…

Telamón miró inmediatamente a su alrededor. Ptolomeo, sin hacer caso del jaleo que montaban sus compañeros, les miraba con una mirada solapada, un tanto burlona, como si supiera lo que Alejandro estaba diciendo y no le importara.

– ¡Escucha! -ordenó Alejandro tendiendo una mano para sujetar el brazo de Telamón-. Darío y Memnón. Conozco sus tácticas.

– ¿Tienes a un espía cerca de ellos?

– Más o menos. El rey persa no me impedirá cruzar el Helesponto. Espera atraerme a sus vastos territorios, agotar a mi ejército, hacerle pasar hambre, para después rodearnos y acabar con nosotros, aunque eso es algo que decidirán los dioses. Lo que me preocupa es el espía que tienen cerca de mí. ¿Eres tú, Telamón?

– ¡Tonterías! ¡No estaría aquí si no hubieras mandado llamarme!

– ¿Por qué despediste al paje?

– No me gustan los niños insolentes por muy bonitos que sean. Escogeré a mi propio asistente, como hago con mis amigos.

– Consigue a alguien en quien confíes -le ordenó Alejandro-. ¿Has estado en los corrales de los esclavos? Todavía nos quedan algunos tebanos por vender. Quizás encuentres a alguno allí.

– ¿Estabas hablando de un espía?

– No sé quién es -confesó Alejandro sacudiendo la cabeza-. El único nombre que me han dado es Naihpat.

– ¿Naihpat?

– Una tontería, ¿verdad? -contestó Alejandro haciendo una mueca-. Naihpat… Apolo sabrá qué significa. -Señaló a los presentes-. Tengo a mi custodio de los secretos y Darío tiene el suyo, una figura misteriosa llamada como uno de sus dioses, Mitra -precisó estirando la mano con los dedos curvados como garras-. Cómo me gustaría pillar a él y a sus secretos, a todos aquellos que furtivamente han recibido el oro persa… No tendría la menor piedad, Telamón. Los crucificaría a todos.

– ¿Quién es tu espía? -preguntó Telamón bruscamente.

– Bueno, creo que es Lisias, uno de los comandantes de la caballería de Memnón. Me envió un mensaje secreto: quiere reunirse conmigo en Troya.

– ¿Con qué fin?

– No lo sé. Sólo me pidió que me reuniera con él allí y entonces me diría el motivo.

– Entonces, ¿qué temes, Alejandro? ¿Un asesinato? ¿Una traición?

– No, temo a Filipo.

– ¡Está muerto! -afirmó Telamón.

– No, escucha. ¿Recuerdas aquel verso? -preguntó Alejandro poniendo los ojos en blanco, uno de sus gestos favoritos cuando era un niño en la academia-. Aquel del canto diecinueve de la Ilíada. ¿Cómo era? «El hígado fue arrancado de su lugar y, de él, la negra bilis manchó por delante su túnica.»

– ¿Qué tiene eso que ver con Filipo?

– ¿Recuerdas lo que dijo el oráculo de Delfos? -preguntó Alejandro-. «El toro está preparado para el sacrificio, todo está listo, el verdugo espera.» Mi padre lo interpretó como una referencia al imperio persa; sólo después de su asesinato, la gente comprendió que se refería a él -precisó haciendo una pausa-. Necesito un sacrificio puro, Telamón, antes de ordenar a mis tropas que embarquen. Todos los toros que sacrifico están mancillados. Los presagios no auguran nada bueno, así que nosotros nos refugiamos en esta tierra y mi ejército espera.

– ¡No hagas caso de las señales! -replicó Telamón-. ¡Trae tu flota aquí y navega!

Alejandro sacudió la cabeza. Dejó la copa en el suelo, cruzó los brazos sobre el respaldo y apoyó la barbilla en las muñecas. Miró a Telamón fijamente.

– Mira a tu alrededor, físico. ¿Alguien nos observa? ¿Crees que alguien nos puede escuchar?

Telamón obedeció. Seleuco hablaba ahora con Antígona. Aristandro se rascaba la entrepierna y la prostituta y Ptolomeo estaban enzarzados en una discusión. Por su parte, los sirvientes se habían retirado y la muchacha de la flauta había desaparecido. A través del hueco que dejaba la tela de entrada, entreabierta, el físico vio el escudo y la lanza de un guardia.

– ¿Recuerdas al explorador cuyo cadáver será consumido por las llamas? -prosiguió Alejandro-. ¿El que fue encontrado en las rocas al pie del acantilado? Las únicas personas que saben la verdad son Critias y Aristandro. Los demás creen que su muerte fue sencillamente el resultado de una disputa en el campamento. La daga todavía estaba clavada en el cuerpo del explorador y, en su mano, había un pequeño trozo de pergamino -apuntó Alejandro con la mirada fija-. La daga era acanalada, de origen celta -en ese momento, Telamón sintió un escalofrío, pero fue incapaz de saber si era por la fría brisa nocturna o por los ojos sin alma de Alejandro-. El mismo tipo de daga -susurró el rey-, que mató a mi padre.

– ¡Pausanias era un loco! Todos conocemos la historia -le consoló Telamón-. Esas dagas se pueden comprar en todos los mercados.

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