– ¿Se pueden comprar de verdad, físico? ¿Qué me dices del trozo de pergamino metido en la mano del explorador muerto? Una nota que llevaba el siguiente mensaje: «El toro está preparado para el sacrificio, todo está listo, el verdugo espera». ¿Te das cuentas de lo que está pasando, Telamón? ¿Mi padre va a detenerme?
– No seas ridículo. Eres tan supersticioso como una vieja.
Alejandro movió los brazos y sonrió. Su rostro se transformó.
– Me alegro de que hayas vuelto, Telamón -afirmó golpeándose el pecho con el puño-. Olimpia, Filipo y todo el poder de Persia no me detendrán. ¡Nada me detendrá!
– ¿Por eso arrasaste Tebas?
– Muy poco antes de que te marcharas de Mieza -replicó Alejandro-, luchábamos con espadas de madera. Yo continué dando golpes a diestro y siniestro hasta que Cleito intervino.
– Te disculpaste. Dijiste que tenías un velo rojo en los ojos.
– Eso fue lo que sucedió en Tebas -precisó Alejandro mordiéndose el labio inferior-. Las personas tendrían que saber cuándo han perdido. Una y otra vez Tebas se entremetía, conspiraba, iniciaba campañas de rumores por toda Grecia… Recuerdo haber estado ante la puerta de Electra mientras se desplegaba la Banda Sagrada. Les hicimos retroceder. Apareció el velo rojo. Pensé: «Esta vez, esta vez, acabaré con este asunto de una vez por todas. Nunca más Tebas volverá a desafiar a Macedonia». Di la orden: «¡No hagáis prisioneros! ¡No dejéis piedra sobre piedra!» -recordó con una sonrisa retorcida-. Aparte de los templos y la casa del poeta Píndaro, matamos a todos sus combatientes. Capturé a treinta mil esclavos y gané una fortuna con la venta. ¡Tebas no volverá a desafiarme nunca más! -exclamó con la mano en alto.
– ¿Alguien te está desafiando ahora?
– Sí.
Alejandro tosió. Movió las piernas fuera del diván. Se sentó.
– Y ahora llegamos a por qué estás aquí -advirtió al físico por encima del hombro.
Alejandro dejó la copa de vino sobre la mesa. Telamón miró el suelo: el borde de la alfombra que cubría el suelo junto al diván del rey estaba empapado de vino. Alejandro no había bebido ni la mitad de lo que parecía. Había bebido sorbos, algún trago que otro, pero la mayor parte del vino había sido derramada en secreto.
– Mira a tu alrededor, Telamón. Todos mis codiciosos compañeros quieren ser reyes y príncipes y cabalgar a través de Persépolis cubiertos de gloria. Mientras yo sea el más rápido, el más fuerte, el más fiero, el más astuto, el más afortunado…, estaré a salvo. Mientras la jauría se alimente bien, seré su líder. Lo mismo vale para los que están ahí fuera. La verdad es que no quieren abandonar la tierra negra de Macedonia, pero sueñan con las bellas y complacientes mujeres del harén de Darío, con hundir sus brazos hasta los codos en cofres de perlas y piedras preciosas… Si cumplo sus sueños, soy su rey, su bienhechor. No les importaría en lo más mínimo que me proclamara a mí mismo como la encarnación de Apolo.
– Tienes a Hefestión, un amigo de verdad.
– Sí, tengo a Hefestión, y tengo a Telamón. He pensado mucho y muy a fondo en ti. El día que abandonaste Mieza, a la grupa de tu padre, por el polvoriento sendero blanco, los cipreses que había a cada lado suspiraban adiós. Telamón sólo deseaba ser un físico; no quería mujeres, ni gloria ni oro. Ésta es la primera razón por la que estás aquí.
– ¿Cuál es la segunda?
– En todos mis días de vida, Telamón, nunca he encontrado otro par de ojos como los tuyos, ¡agudos como los de un halcón! Te solías sentar y mirabas, sin perderte nada. «Ése es el hombre que quiero», pensé, «es hora de que Telamón vuelva a casa». Estoy enterado de tu pequeño problema en Egipto. Los territorios persas te están vedados -dijo Alejandro encogiéndose de hombros y acomodándose mejor en el diván-. No puedes ir a Persia. Ningún macedonio es bienvenido en Grecia, aunque no lo parezca… Así que, ¿por qué no reunirte con tus amigos? Las amenazas de mi madre te ayudaron a emprender el camino. Estás aquí, Telamón, porque no tienes ningún otro lugar donde ir y, por encima de todo, porque eres curioso. Tu curiosidad puede más que cualquier otra cosa. ¿Qué mejor lugar para aprender tu oficio y mejorar tus habilidades? Antes de que se acabe el año, tendrás más pacientes de los que jamás hayas soñado -apuntó Alejandro extendiendo la mano y acariciando los cabellos de Telamón-. La verdad es que quiero que seas mis ojos, Telamón. Quiero que descubras al espía, al tal Naihpat. Quiero saber cómo murieron la muchacha y el explorador.
Seleuco les gritó algo.
– ¡Cállate! -le gritó Alejandro a su vez-. ¡Estoy hablando! ¿Recuerdas la Ilíada de Hornero? -preguntó al físico-. Solías citarla línea tras línea. Todavía guardo una copia debajo de mi almohada. ¿Cuántas heridas describe Hornero?
– Ciento cuarenta y nueve.
Alejandro chasqueó los dedos y sonrió.
– ¿Cómo fue herido Euripilo?
– Por una flecha emponzoñada: quitaron la flecha y chuparon el veneno.
– ¿Quién lo hizo?
– Patroclo, el gran amigo de Aquiles, en el canto once. Lavó la herida con agua caliente y luego la untó con la raíz agridulce de una planta.
Alejandro se acercó más a su amigo.
– Nadie más lo sabe -susurró-. Me dejaron otros dos mensajes escritos en un trozo de pergamino. El primero es del canto diecinueve de la Ilíada: «El día de tu muerte está cerca».
– ¿Qué dice el segundo?
– Es del canto veintiuno, con un pequeño cambio: «Sufrirás una muerte cruel en pago por la muerte de Filipo».
«De Darío, Rey de Reyes, a sus sátrapas… a este asesino y ladrón, a este hombre deforme, Alejandro, capturadlo entonces.»
De la versión etíope de La historia del Seudocalístenes
La galera de guerra persa había abandonado a sus escoltas después de dejar Cios a babor, para abrirse paso a través del Helesponto, al amparo de la bruma primaveral y del anochecer. Se trataba de una nave capitana de la flota imperial, con el casco de pino pintado de un color rojo sangre por encima de la línea de flotación y de negro por debajo del coronamiento. A cada lado, junto al comienzo del espolón de bronce, había la figura de una pantera que saltaba sobre una presa invisible; a continuación, aparecía el ojo que todo lo ve, un talismán para defenderse de la mala fortuna. Memnón y sus capitanes se encontraban en la popa, tallada en forma de una hermosa concha blanca. Habían arriado las velas, quitado los mástiles, ocultado los gallardetes de guerra y reducido la intensidad de las luces de las lámparas y los fanales. Incluso el cómitre Domenicus susurraba sus órdenes mientras el gran trirreme surcaba las aguas para tomar posición delante de la ciudad de Sestos. Memnón sabía que era muy difícil que fueran descubiertos. Las nubes comenzaban a cubrir rápidamente el cielo estrellado y la bruma era una valiosa aliada, que se movía a veces como una cortina que se aparta. Los alertas vigías encaramados en lo más alto de la proa y la popa veían la luz de las hogueras del campamento macedonio de Alejandro. Memnón escuchaba el chapoteo del agua contra el casco. Los remos recogidos parecían unos brazos enormes que esperaban la orden. El capitán y sus oficiales estaban atentos a cualquier peligro, fuese un súbito cambio en la dirección del viento o la aparición de otra nave.
– No quiero acabar en las rocas -susurró el capitán, otro nativo de Rodas como Memnón, al oído del general por enésima vez.
– Los dioses están con nosotros -replicó Memnón, que hizo un esfuerzo para no emprenderla a gritos con el capitán-. Todo irá bien.
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