Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– ¿Qué estás diciendo, Telamón?

– No dejo de preguntarme, señor, por qué estoy aquí. Claro que, por supuesto, la verdadera pregunta es por qué estás tú aquí.

– ¿Crees que soy el hijo de un dios, Telamón?

– Si te hace feliz, señor…

Alejandro se sentó muy erguido en el diván.

– ¿Tú lo crees?

Telamón observó cómo el contraste entre los ojos del rey era muy marcado: el izquierdo era de un color azul oscuro; el derecho, castaño oscuro. Tenía el rostro ligeramente enrojecido, con los labios con manchas púrpuras como si hubiese bebido sangre.

– ¿No crees que Olimpia me concibió de un dios?

– Si ella lo cree, señor…

– ¡Alejandro! ¡Mi nombre es Alejandro!

El rey miró a su alrededor. Sus compañeros le miraban. Se tocó la punta de la nariz.

– Continuad con vuestras charlas. ¿Bien, Telamón?

– Si tú lo crees, Alejandro, y Olimpia cree lo mismo, entonces es tu verdad. Filipo creía otra cosa. ¿Es por eso que estamos aquí, para probar que eres un dios? ¿Que eres mejor hombre que tu padre? ¿Es por la gloria? ¿Es por lo que escuché cuando venía para aquí, que quieres someter a todo el mundo al poder de Grecia?

– No lo sé -respondió Alejandro en voz baja-. Sencillamente no lo sé -confesó; luego hizo una pausa, bebió un trago de vino y sonrió-. ¿Nunca te has casado, Telamón?

– Tenemos mucho en común, Alejandro.

– El sueño y el sexo -farfulló Alejandro- me recuerdan que soy mortal.

Se subió un poco más en el diván, todavía con una expresión pendenciera en su rostro. El físico observó a su amigo de la infancia. «Eres un leopardo», pensó, «un maestro de la emboscada. Tus humores son tan cambiantes y súbitos como los de tu madre».

– Te mandé llamar, Telamón… -Alejandro hizo una pausa para responder a una de las bromas de Ptolomeo-. Te mandé llamar -repitió acomodándose mejor-, por muchas razones. ¿Recuerdas cuando éramos unos críos en Mieza? -preguntó mostrando una expresión más suave-. Cleito nos sacaba de la cama mucho antes de la primera luz del alba. ¿Qué decía?

Ambos corearon la llamada de Cleito.

– ¡Una carrera antes de desayunar te abre el apetito, mientras que un desayuno ligero te garantiza una buena cena!

– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Cleito.

– Vuelve a tu vino, viejo -le replicó Alejandro-. Telamón y yo estamos recuperando el tiempo perdido.

Alejandro levantó la copa para que un sirviente se la llenara. Le recordó la medida que había que utilizar.

– He bebido demasiado vino -advirtió el rey-. ¿Recuerdas, Telamón, una estatua de mármol blanco que brillaba con la primera luz del sol? ¿Qué decía la inscripción grabada en el pedestal? «SOY UN DIOS INMORTAL, NUNCA MÁS MORTAL.»

– ¿Es así como te ves a ti mismo?

– ¡Eso no importa! -exclamó Alejandro con viveza-. Rezaremos, ¿verdad? A dios padre, a su hijo, nacido del sirviente cornudo -dicho esto, Alejandro cerró los ojos-. Que ellos nos guíen y protejan durante todo el día -abrió los ojos-. Entonces era feliz. Era libre. Era el amado hijo del rey y su esposa. Todo era un escenario -musitó-. A medida que me hago mayor, las sombras se alargan sobre el escenario para envolverme. Madre y padre se entremeten. Primero en las pequeñas cosas. Un día en Mieza estaba cabalgando; el caballo saltó una cerca. Había una muchacha esclava recogiendo uvas. Utilizaba la falda a modo de cesto; tenía las piernas largas y bronceadas y los cabellos del color del trigo maduro. Coqueteamos. Nos acostamos en la fresca sombra de una encina…

– ¡Ah, esto lo recuerdo! -exclamó Telamón, que, relajado por el vino, dejaba salir los recuerdos-. ¿La ninfa del bosque?

– ¡Eso es! -asintió Alejandro-. ¡La ninfa del bosque! Era una muchacha hermosa. Nos acostamos en un lecho de uvas aplastadas. Al día siguiente, salí a buscarle, pero alguien se lo había dicho a mi madre, ¿no es verdad? Habían vendido a la muchacha y Olimpia me explicó que probablemente había tenido un encuentro con una ninfa del bosque, un regalo de los dioses. Sabes, Telamón, le creí-confesó al tiempo que aparecía una expresión desagradable en su rostro y una mirada distante en aquellos ojos extraños-. Aquella fue la primera lección auténtica que recibí: sólo debía haber una mujer en mi vida, y ésa era Olimpia. Comenzó a entonar su canto de sirena, de lo sagrado que era, el escogido de los dioses. Cómo Hércules y Aquiles eran mis antepasados. Por supuesto, me entusiasmé con todo aquello. La segunda estrofa era más cruel: que, quizá, no era el verdadero hijo de Filipo, sino el retoño de un dios. Estaba confuso. ¿Recuerdas lo triste que estaba, Telamón?

– Te recomendé que hablaras con Aristandro.

Alejandro soltó una carcajada.

– De la sartén al fuego, ¿no? Aristandro de Telmesso -apuntó volviéndose para brindar por el custodio de sus secretos, que estaba sentado con una expresión de malhumor en el extremo más alejado de la tienda-. Él cantó la misma canción de mi madre, pero me contó la dura verdad -confesó Alejandro agachando la cabeza y con lágrimas en sus ojos-. Dijo que Filipo y Olimpia se habían amado hasta la locura. Cuando se conocieron por primera vez en la isla de Samotracia, Filipo creyó que había recibido la visita de una diosa; que nunca más volvería a amar a otra mujer -recordó el rey dejando escapar un suspiro-. Por supuesto, el Filipo borracho no tenía nada que ver con el Filipo sobrio. Era capaz de follarse a una cabra y probablemente lo hizo en alguna de sus borracheras. Olimpia nunca le perdonó sus infidelidades. ¿Lo recuerdas, Telamón? ¿Cuando éramos niños y fuimos de visita a Pella y tú te colaste en el dormitorio de Olimpia?

Telamón contuvo un temblor: algunas veces reaparecían sus propias pesadillas.

– La habitación de tu madre estaba llena de hiedra -respondió en voz baja-. Había una hiedra en la pared exterior con las ramas retorcidas cargadas de hojas muy verdes.

– ¿Qué me dices de las serpientes? -preguntó Alejandro-. ¿Las serpientes que entraban y salían? No me extraña que se divulgara la historia de que Olimpia se acostaba con una serpiente, uno de los disfraces del dios Apolo. Comenzó a insinuarle a Filipo que yo no era su verdadero hijo; él se vengó amando a más mujeres. Sin embargo, yo le amaba. El día que domé a Bucéfalo -añadió con un tono de cariño al mencionar a su hermoso corcel negro, que llevaba ese nombre por su brillante mancha blanca en la frente-, Filipo ofreció un banquete y brindó por mí. «¡Éste es mi hijo, el domador de caballos!», proclamó. -Alejandro parpadeó-. Nunca me había sentido tan orgulloso. Me hizo beber vino. Le supliqué que fuera fiel a mi madre. Él se enfadó y le repliqué: «¡Si sigues engendrando bastardos no tendré reino donde reinar!» -entonces, Alejandro se inclinó para sujetar la túnica de Telamón. «¡Si eres la mitad de hombre de lo que soy, te ganarás tu reino y lo mantendrás!», afirmó. Por supuesto, mi madre se enteró de todo y me tomó en su confianza. Me describió cómo, la noche que fui concebido, el viento soplaba a través de la habitación y las estrellas casi se habían apagado mientras la casa era sacudida por los truenos y los rayos. Las llamas místicas habían llenado su dormitorio y no sé cuántas cosas más -advirtió Alejandro frotándose la mejilla-. Mi madre contra mi padre, mi padre contra mi madre. Filipo era un buen general. Decidió interpretar las palabras de Olimpia al pie de la letra. Si yo no era su hijo, se volvería a casar. Así que conquistó a la chiquilla de Attalo. Se divorció de Olimpia y dio un hijo a Eurídice. Sólo los dioses saben cuál hubiese sido el curso de la batalla si no le hubiesen matado.

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