Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte
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– ¿Alguna vez has diseccionado un cuerpo? -preguntó Perdicles.
– En varias ocasiones, en el sur de Italia. En este caso, no probaría nada. Sólo confirmaría nuestro diagnóstico. La pobre muchacha ha sufrido más que suficiente. Alejandro tendrá que dar explicaciones a la familia.
Telamón estaba furioso. Le habían hecho quedar como un tonto, además de amenazarlo de una manera tan ladina como sutil. Caminó hacia el fondo de la tienda. Cleón dormía profundamente en su catre; roncaba como un cerdo. Telamón se sentó en el otro catre. Apartó la gruesa capa de lana de Perdicles, que estaba manchada de barro en el ruedo, y quitó las gruesas cáscaras de cebada enganchadas en la lana. Miró malhumorado las crépidas cubiertas de fango tiradas en un rincón. Hizo rodar una cáscara de cebada entre los dedos. Perdicles, un tanto agitado, vino a sentarse a su lado. El ateniense señaló a Cleón.
– No sabes cuánto te envidio. Tienes una tienda para ti solo. Yo tengo que compartirla con él. Nunca he visto a un hombre dormir durante tanto tiempo, como un bebé sin ninguna preocupación en el mundo.
Cleón se volvió en el catre y los miró de soslayo.
– Te he escuchado. Si hubieses bebido el vino que bebí… -añadió desperezándose-. ¡Ah, el sueño de Dionisio!
Telamón se limpió los dedos en la túnica.
– ¿Por qué estás aquí, Telamón? -preguntó Cleón con un cierto retintín-. ¿Con tu maravillosa reputación y tus extrañas curas? ¿Por qué no te largas y nos dejas en paz? Por cierto, me han hablado de tu teoría de los vendajes -apuntó sentándose en el catre.
– ¿Por qué estoy aquí? -replicó Telamón vivamente, sin hacer caso de la burla sobre su capacidad como médico-. Es algo que comienzo a preguntarme. En realidad, no lo sé.
Escucharon gritos a la entrada de la tienda. Entró un paje con la arrogancia de un general victorioso. Fingió un saludo y señaló a Telamón.
– Tu tienda está preparada, tu equipaje está guardado y el rey desea que te reúnas con él para cenar. ¡Será mejor que vengas ahora!
– ¿Cómo podría negarme?
Telamón se levantó y siguió al paje. Con toda intención, caminó como una mujer, ondulando las caderas y dejando que la túnica le marcara el culo. Cleón le gritó algo sarcástico sobre tener amigos poderosos; Telamón no le hizo caso. En el exterior, el campamento se animaba. Se habían realizado las tareas de rutina: se habían instalado los piquetes, los destacamentos de patrulla habían sido despachados, y los centinelas y los guardias ocupaban sus puestos. Los sonoros relinchos de los caballos atados a las cuerdas se escuchaban por encima del estrépito de las pequeñas herrerías donde los herreros, sudorosos y cubiertos del hollín de las fraguas, trabajaban hasta altas horas de la noche. El ejército había acabado de cenar y el aire llevaba los aromas y sabores de las diferentes comidas. Los soldados volvían a sus unidades para dormir o sentarse a charlar alrededor de las hogueras. Telamón escuchó una mezcla de las diferentes lenguas: el deje parsimonioso de los mercenarios griegos, los tonos agudos de los jinetes tesalios… Se comunicaban las órdenes, los oficiales llamaban a sus hombres y sonaban las trompetas. Entraron en el recinto real. El paje señaló una tienda que parecía una caja con telas de colores sobre los cueros que hacían de pared.
– Ésa es la tuya -anunció con voz áspera-. Allí lo encontrarás todo.
Desapareció en la oscuridad. Un guardia se calentaba las manos en un brasero junto a la entrada. Le saludó con una sonrisa cuando el físico pasó a su lado y comenzó a rodear la tienda. Era muy parecida a la otra donde habían asesinado a la muchacha. Apartó la tela para mirar los cueros. Estaban muy apretados y los agujeros en los bordes estaban reforzados con anillas. La cuerda que pasaba por ellos mantenía bien sujeto el cuero a los postes, que eran por lo menos una docena por lado. Los nudos, parecidos a los que se utilizaban en los aparejos de un barco, estaban hechos por una mano experta. Telamón se puso en cuclillas. La base era similar, con mayores agujeros para aguantar el viento, bien atada a las estacas clavadas en el suelo. Telamón tiró de la parte baja; estaba tensa como la cuerda de un arco.
Nadie, razonó, podría pasar por debajo, y se tardaría una eternidad en desatar la cuerda. Sin duda, alguien lo hubiese advertido. Luego el asesino tendría que cometer el crimen, marcharse y atar la cuerda con los mismos nudos que utilizan los montadores de tiendas.
– ¿Todo está en orden, señor? -preguntó el guardia, que estaba a su lado y le miraba dominado por la curiosidad.
– Sí, todo está en orden -contestó Telamón sonriéndole en la oscuridad-. ¿De dónde eres, soldado?
– Mi padre tiene una granja en las afueras de Pella. Soy uno de los Compañeros de a pie. Estaré aquí durante cuatro horas. Después vendrá el relevo.
Telamón le dio las gracias, levantó la puerta y entró. La tienda estaba dividida con una tela en sala de estar y dormitorio. Telamón agradeció las atenciones de Alejandro: alfombras de lana cubrían el suelo; la cama de campaña tenía un colchón de plumas y almohada; sillas, cofres y taburetes completaban el mobiliario. Había cuatro lámparas de aceite, una de ellas encendida, e incluso una jarra de vino sellada y una copa de cerámica. Oyó un ruido y se volvió. El paje se había plantado en la entrada, con una cinta roja que le sujetaba los cabellos negros rizados.
– ¿Qué quieres?
– Servirte, amo -respondió el paje mirándolo con el mayor descaro.
Telamón se acercó a sus alforjas, que estaban junto a un cofre. Se agachó para mirar las hebillas. Estaban flojas; alguien había revisado sus cosas. El físico miró al muchacho.
– ¡Lárgate, chico! ¡No me gustan las personas que tienen las manos más largas que su inteligencia! Ya me buscaré mi propio ayudante.
El paje salió disparado. Telamón escuchó las carcajadas del guardia. Se sentó en el borde de la cama. ¿Por qué Alejandro le había traído aquí? ¿Qué demonios quería de él? Sin embargo, la pregunta más importante era: ¿por qué había venido? Se levantó, echó en la copa un poco de vino y lo usó para enjuagarse la boca. Volvió a la cama y se quedó dormido. Lo despertaron bruscamente y, cuando abrió los ojos, se encontró mirando el rostro astuto y los ojos llorosos de Aristandro.
– Ah -advirtió Telamón frotándose los ojos-. El custodio de los secretos del rey, el vidente…
Aristandro hizo un gesto a los sirvientes que le acompañaban.
– ¡Agua fresca! ¡Levántate! ¡Tienes que cambiarte y estar en el pabellón real en menos de una hora!
Aristandro se marchó. Telamón le observó mientras se iba. ¿Aristandro había ordenado que revisaran sus pertenencias? Exhaló un suspiro, se levantó, se lavó las manos y la cara, se frotó el pelo y la barba con aceite y se vistió con sus mejores túnica y capa. Se calzó las crépidas, pero se llevó las zapatillas. Un paje, que le esperaba en el exterior, lo acompañó al pabellón real.
El banquete ya había comenzado y los invitados estaban sentados en cojines, con mesas bajas colocadas al alcance de la mano. El pabellón era largo y estaba mal iluminado, pero en el aire dominaba el olor de un perfume muy fuerte que se mezclaba con el olor menos agradable de las lámparas de aceite. Alejandro presidía el banquete desde un diván situado en la cabecera del pabellón. Detrás de él, en las sombras, dos oficiales montaban guardia.
– Bienvenido, físico -le dijo Alejandro saludándolo con la copa. ¡Un brindis por Telamón! -exclamó mirando a sus compañeros.
El brindis fue coreado por una multitud de voces aguardentosas. Ésta era una de las famosas bacanales de Alejandro. Sólo los más íntimos y queridos eran invitados a emborracharse en compañía del rey. Esta vez, sin embargo, se había hecho una excepción. A la izquierda de Alejandro, la sacerdotisa Antígona, sentada como una reina, bebía a sorbos de su copa. Guiñó disimuladamente un ojo al físico para comunicar que ella era la única persona sobria entre los presentes. A su lado, se encontraba Hefestión, y luego Ptolomeo con su amante, una prostituta griega que insistía en teñirse los cabellos de un color rojo oscuro. Seleuco, ya muy borracho, gritaba a Nearco y Aristandro. El maestro de esgrima del rey, el antiguo tutor de Telamón en la academia militar, también estaba presente: Cleito el Negro, con sus muy marcadas facciones oscuras y el cabello corto. La cicatriz de la espada que le había arrebatado el ojo derecho le desfiguraba el rostro. Alejandro amaba profundamente al maestro de esgrima, el guardaespaldas personal del rey. La hermana de Cleito el Negro había sido el ama de cría del monarca.
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