Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Memnón se acercó a la borda y miró a través del agua. No había queches ni barcas de pescadores a la vista. Alejandro creía que el Helesponto estaba libre de la presencia de naves hostiles. El rodio sonrió para sus adentros. Hasta cierto punto estaba de acuerdo con las tácticas de Darío. ¿Por qué no hacer que Alejandro se confiara, que se creyera protegido por los dioses? Sin embargo, Memnón no creía en los dioses; sólo confiaba en el poder de su brazo y su astucia. Arsites, el sátrapa de Frigia, no sabía que se encontraba aquí. Memnón disponía de algunas naves y había decidido tomar las riendas en el asunto. Diocles, el sirviente mudo, se le acercó. Apoyó una mano en el brazo de su amo, la señal de que deseaba hablar. Memnón le miró con una expresión de pena. Diocles seguía padeciendo con los mareos; tenía los ojos llorosos, le goteaba la nariz y mostraba manchas de vómito en los labios y la barbilla.

– ¿Qué pasa? -le preguntó el general con voz pausada.

Diocles hizo varios signos con los dedos.

– ¿Crees que hubo un traidor entre nosotros? No me lo puedo creer. ¡Lisias…!

Memnón hizo un gesto cortante con la mano y miró hacia la costa. De algún lugar bajo cubierta, sonó el grito de un hombre, pero fue un sonido ahogado. Memnón escuchó los ruidos de la gran nave de guerra: el crujido de las tablas de pino selladas con brea, el chirrido de los remos en los toletes. La nave cabeceada en la rápida corriente. De vez en cuando, uno de los timoneles daba una orden, transmitida a los remeros de las tres bancadas; entonces algunos de ellos hundían los remos en el agua suavemente para mantener el trirreme en su curso. Memnón había sufrido un duro golpe, lo habían dejado fuera de juego. Seguía sin poder aceptar que Lisias había sido un traidor. Tenía tanto que perder… Sin embargo, Darío había sido contundente. Memnón pensó en la siniestra torre de silencio, que se elevaba muy alto, con los cadáveres persas, envueltos en sus sudarios y colgados de las vigas. En el centro la jaula donde había sido encerrado Lisias, sin comida ni agua, para esperar una lenta y dolorosa muerte. El rodio rezó para que Lisias se enfrentara a la parca con coraje, mientras estaba colgado entre el cielo y la tierra, con la única compañía de los muertos a su alrededor.

Diocles le tocó la mano. Más señales.

– Lo sé -replicó Memnón-. Arsites y Darío afirman que hay más espías entre nosotros. No me lo creo.

Memnón miró con mayor atención mientras el sirviente gesticulaba a gran velocidad. El general sacudió la cabeza; no conseguía entender. Diocles repitió los movimientos.

– Sí, tienes toda la razón. Darío y Arsites no saben nada de todo esto. Quieren… Quieren que el lobo entre en el corral de las ovejas -aseguró bajando el tono de su voz-. Yo prefiero matarlo antes de que siquiera llegue a acercarse -precisó esbozando una débil sonrisa-. Un pequeño cambio de planes.

– ¡Una señal, señor! -exclamó el capitán acercándose con un dedo señalando hacia la oscuridad-. Allí, señor. ¡Al noroeste de nosotros!

Memnón miró entre la bruma. La nave se desvió un poco y vio el punto de luz de un farol. -¿Los hombres están preparados? El capitán asintió antes de alejarse. Memnón tocó la mejilla de Diocles y caminó hasta la proa, donde las señales eran respondidas por un sondeador con una lámpara. Se acercó una barca de pesca. Memnón vio al timonel, a otro hombre junto a la vela suelta y a un tercero a proa. El timonel guió la barca con mucho cuidado hasta situarla bajo la proa del trirreme. Se lanzaron los arpeos. La embarcación quedó bien sujeta por los tensos cabos, que la mantenían fuera del alcance de la bancada de remos que tenía encima.

– ¡Por el bien de Apolo! -susurró Memnón al capitán-. ¡No quiero que se enrede! Alguno de los capitanes de Alejandro podría decidir que no le vendría mal un crucero nocturno.

– La mantendremos firme -le tranquilizó el capitán.

Memnón se volvió al escuchar unas pisadas. Cinco hombres salieron a cubierta. Cada uno llevaba un hato en una mano y la coraza en la otra. Vestían unas túnicas sencillas, capas y botas de marcha. Las joyas baratas, brazaletes, anillos y collares brillaban en la escasa luz. Con los pendientes de plata en las orejas y los cabellos muy cortos, tenían todo el aspecto de lo que simulaban ser: mercenarios hoplitas que buscaban a un amo. Memnón estrechó la mano de su líder, Droxenius.

– ¿Sabes lo que debes hacer? ¿Lo que debes decir?

– Somos soldados de Argos -respondió Droxenius-. Somos mercenarios que venimos a aceptar el dracma de Alejandro de Macedonia. Viajamos por tierra. Tenemos armas, pero no tenemos amo. Hemos prestado servicios en Lidia y más al norte. Teníamos la intención de unirnos a Memnón en Rodas. Sin embargo -Droxenius se tocó la entrepierna, un gesto para evitar la mala fortuna-, creemos que perderá. Cuando desaparece el dinero y la suerte, también desaparecen los mercenarios.

Memnón rió suavemente al escuchar la última frase.

– Lo que ocurra después -manifestó- es responsabilidad vuestra. Escoged el momento y el lugar y atacad inmediatamente. Si escapáis, tendréis más riquezas de las que habéis soñado. No hagáis prisioneros. Si os matan y os encontráis en los Campos Elíseos, sabed que haré los sacrificios y trataré a vuestros amigos como si fueran míos -prometió Memnón mientras el viento nocturno sacudía su capa-. Tenéis una única y exclusiva tarea: la ejecución de Alejandro de Macedonia. Habéis dicho que sois de Argos, pero la verdad es que sois de Tebas. Recordad lo que fue la ciudad y la ruina en que la ha convertido Alejandro -continuó diciendo mientras se acercaba al grupo y miraba atentamente el rostro de cada uno comprobando cómo todos mostraban expresiones decididas-. Cada uno de vosotros tiene una deuda de sangre. ¡Las sombras de vuestros familiares, madres, padres, hermanos y hermanas claman venganza contra el tirano! ¡Golpead fuerte! ¡Golpead deprisa! -exclamó levantando una mano en señal de despedida-. ¡Después corred rápidos como el viento!

Estrechó la mano de cada uno. Se acercaron a la proa y, ayudados por algunos de los tripulantes, se descolgaron por los cabos hasta la barca. Droxenius fue el último. Cuando se disponía a bajar, Memnón le cogió por el hombro.

– Nadie sabe que vais allí. Los espías pueden ser tan abundantes y rápidos como las moscas en una cagada de perro. Tu tarea es matar a Alejandro, pero ve con mucho cuidado. Si puedes, intenta encontrar a una persona llamada Naihpat.

– ¿Qué pasará si lo encontramos? -preguntó Droxenius observando el rostro de Memnón-. ¿ Lo matamos?

– No -contestó Memnón sacudiendo la cabeza-. Si los dioses os protegen, a vuestro regreso, decidme quién es.

Droxenius asintió. Los pescadores llamaban en medio de la oscuridad. Memnón percibió el ascenso de la marea mientras cambiaban las traicioneras corrientes de estas aguas. El mercenario bajó. Memnón le pasó el hato por encima de la borda. Quitaron los arpeos. El capitán dio una orden y el trirreme se movió suavemente hacia atrás mientras el jefe de los remeros daba instrucciones precisas a algunos de sus hombres. La nave de guerra luchó contra la corriente para permitir que la barca virara. La pequeña embarcación desapareció rápidamente en la bruma.

Droxenius se sentó a popa, desde donde observaba a los tres pescadores. Memnón le había dicho que los habían sobornado para que se arriesgaran a navegar de noche y, siguiendo unas señales, a trasladar a unos hombres hasta la playa. Los pescadores habían recibido una buena paga de manos de los agentes de Memnón y les habían prometido más en cuanto acabaran el desembarco.

Se sujetó con fuerza ante los vaivenes de la frágil embarcación. Después de la seguridad y la relativa comodidad del trirreme, tenía la sensación de que había sido abandonado en una balsa en medio de un mar embravecido para que se las apañara por su cuenta. Sin embargo, los pescadores conocían su trabajo. Al principio, no vio nada más que el mar revuelto. Sonaron unas órdenes. Droxenius distinguió en la oscuridad unas borrosas manchas blancas que correspondían a los acantilados y a la playa de piedras arenosas de una pequeña cala. La barca mantuvo el rumbo hasta que el casco rozó el fondo. Dos de los pescadores saltaron al agua, al tiempo que urgían a Droxenius y los demás a que se unieran a ellos. Los mercenarios obedecieron. Entre todos arrastraron la embarcación a tierra. Droxenius se aseguró de que habían bajado y llevado la carga a la arena seca. Miró por un momento las estrellas; era plena madrugada y aún les quedaba por delante un largo camino. Miró en derredor. Si se había planeado una traición, ocurriría ahora. Algún movimiento, el brillo de una armadura, el resoplo de un caballo…Todo estaba en silencio. Uno de los pescadores le tocó el brazo y extendió la mano con la palma hacia arriba.

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