Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– ¡Ah sí! -Droxenius sonrió-. ¡Es la hora de pagar! ¡Muchachos! -llamó suavemente en la oscuridad-, nuestros barqueros quieren oro y plata. ¡Pagadles como hago yo!

Droxenius desenvainó la espada con la velocidad del rayo y la clavó en el estómago del pescador. El hombre, con su rostro manifestando sorpresa, abrió la boca mientras miraba atónito la hoja del arma.

– Lo siento -susurró Droxenius. Apoyó una mano en la nuca del hombre y lo empujó para ayudar a que la espada lo atravesara-. Es mejor de esta manera.

Sus compañeros se ocuparon de los otros dos pescadores, a quienes también habían pillado desprevenidos. En cuestión de segundos los tres yacían muertos en la playa. Droxenius dio las órdenes. Los cadáveres fueron arrojados al interior de la barca. Dos de los hombres de Droxenius se desnudaron y, a continuación, arrastraron la barca hasta el agua, desplegaron la vela y dejaron que el viento los separara de la playa. Desde donde se encontraba, Droxenius escuchó cómo abrían agujeros en el casco y arrancaban tablas. Una y otra vez miraba por encima del hombro hacia lo alto del acantilado mientras rogaba que no les abandonara la suerte. Sin embargo, ¿qué motivos tendría Alejandro para enviar a una patrulla de vigilancia? Cuando miró de nuevo hacia el mar, la embarcación ya se estaba hundiendo. Sus dos hombres, nadadores expertos, la dejaron a su suerte, se lanzaron al agua y nadaron hasta la orilla.

– No quedará ningún rastro -afirmó uno de ellos sacudiéndose el agua como un perro-. Atamos los cuerpos a la barca. Pasarán semanas antes de que los encuentren.

Droxenius les dio prisa para que se vistieran. En cuanto acabaron, el grupo de asesinos se alejó rápidamente al amparo de la oscuridad como si fuesen sabuesos.

* * *

Darío, Rey de Reyes, se hubiera sentido satisfecho con el caos y la muerte que ahora acechaban a Alejandro de Macedonia, que bebía alegremente con sus compañeros, sin tener idea de los peligros que le rodeaban. También los exploradores que había traído la sacerdotisa Antígona experimentaban una falsa seguridad. Habían presentado sus últimos respetos al compañero muerto. Alejandro en persona había rendido honores al cadáver. Había dado el dinero para pagar a Caronte y la comida para alimentar al siniestro perro Cerbero. Ahora los exploradores estaban sentados alrededor de una hoguera en los límites del campamento macedonio y disfrutaban del vino y la comida que el rey les había obsequiado para la vigilia. Ahora creían que la muerte de su compañero había sido un desgraciado accidente. El campamento estaba lleno de bribones, ladrones y prostitutas. Quizá sólo había sido una cuestión de mala suerte; después de todo, el camarada muerto tenía fama de ser un libidinoso.

– Como una cabra en celo -bromeó uno de ellos-. Quizás hubo una pelea por una mujer, una partida de dados o de taba.

La muerte nunca estaba muy lejos. Todos conocían los peligros que los amenazaban. Los exploradores se consolaban con estas reflexiones y palabras. Como rudos campesinos de la costa jónica, ya estaban discutiendo entre ellos lo que harían con el oro y la plata que Alejandro de Macedonia les había prometido. La sacerdotisa Antígona les había asegurado con términos inequívocos: «No tendréis que combatir, sólo marchar con el ejército de Alejandro para guiarlo hacia el sur. A cambio, os darán más oro y plata de la que podríais ganar en mil vidas». Con la astucia típica de los campesinos, habían sopesado todas las posibilidades. Se enorgullecían de ser griegos. No les agradaban los persas con sus altivos modales, las lujosas túnicas, los rostros arrogantes, los ojos oscuros, su idioma que nunca podrían aprender…

«Será sencillo -había afirmado su jefe Critias-. Guiaremos a Alejandro en la marcha hacia el sur y cobraremos nuestra recompensa. ¡Lo que les ocurra es decisión de los dioses, no nuestra!»

Todos habían asentido.

– ¿Dónde está Critias? -preguntó uno de ellos con voz estridente-. ¡Tendría que estar aquí compartiendo el vino!

– Oh, ahora se está convirtiendo en alguien muy distinguido y poderoso como para estar con nosotros -replicó otro.

Todos asintieron, con los rostros enrojecidos y los ojos brillantes. El vino fuerte que Alejandro les había enviado, estaba comenzando a hacer su efecto; afloraban las viejas tensiones y rivalidades. Siempre había considerado a Critias un hombre que se daba muchos aires, un griego con un pasado sombrío y con una cierta educación. Había prometido a Alejandro dibujar unos mapas donde aparecerían marcados los arroyos y las fuentes para que la caballería no muriera de sed bajo el sol ardiente.

– Tendría que estar aquí -insistió Lascus, que era el más alto y fornido de todos ellos.

Cogió un trozo del pescado que se asaba en las brasas y se lo engulló de un bocado. Lascus sólo deseaba cruzar el Helesponto cuanto antes. Quería regresar a su casa. Quería que sus paisanos, sobre todo las mujeres, le vieran en toda su gloria. ¿No les había prometido Alejandro una lanza y una espada que podrían llevarse con ellos? Lascus cogió la jarra y, sin hacer caso de las protestas de sus compañeros, bebió directamente del recipiente.

– ¿Qué opinas de nuestras probabilidades, Lascus? -preguntó un compañero.

– ¡Será tan fácil como segar el trigo! -replicó el bravucón, en cuanto acabó de beber. Miró alrededor de la hoguera con una expresión ebria; los rostros de sus compañeros estaban sucios de grasa. Hacía meses que no comían ni bebían tanto. Lascus tenía el estómago hinchado; tendría que beber agua antes de echarse a dormir o, a la mañana siguiente, se levantaría con un tremendo dolor de cabeza.

– Te diré lo que pasará -dicho esto, Lascus hizo un ruido con los labios-. Tenéis que pensar en lo que harán los persas.

– ¿Qué pasará si queman los campos? -gritó alguien-. ¡Ya se ha hecho antes!

Lascus le guiñó un ojo con una expresión picara.

– No lo creo. Conocen a los macedonios. Yo también. Los he visto ejercitarse. Les encantan los territorios llanos. He estado en las jaulas de los esclavos. Hablé con una puta pelirroja que capturaron en Tebas. Tiene unas tetas muy grandes -puntualizó haciendo un gesto con las manos-. Es una lástima lo que le pasó en el rostro -aseguró, comentario que fue recibido con aplausos y voces obscenas-. Tengo la intención de volver allí -afirmó Lascus.

– ¿Qué decías de los macedonios?

– Hablé con la puta pelirroja. ¿Sabéis cómo se hace llamar? Como la diosa, aquella de la que habla Antígona: Casandra. No creo que ése sea su verdadero nombre.

El hombre que le había hecho la pregunta comenzaba a impacientarse. Miró a Lascus y le enseñó los dientes como un perro furioso.

– Tal como dije, he visto las maniobras de los macedonios. Destrozaron al ejército tebano delante de la puerta principal. Utilizaron las murallas de la ciudad como un herrero utiliza el yunque. Las machacan y las derriban. Encontraron una puerta abierta y Alejandro y su horda entraron por allí. Los persas no se dejarán atrapar de la misma manera. Alejandro conocerá a su ejército, pero nosotros conocemos nuestro país.

Sus comentarios fueron recibidos con gestos y gruñidos de aprobación. Los exploradores recordaron las tierras donde habían nacido: llanuras polvorientas, bosques, empinadas colinas, sombríos cañones y torrentes y ríos todavía caudalosos con las aguas del deshielo.

– ¡El Gránico! -gritó uno de ellos.

– Ah sí, el Gránico.

Lascus recordó el caudaloso río, con las empinadas riberas cubiertas de vegetación. Tendría que hablar con Critias al respecto. Una súbita arcada le dejó un regusto ácido en la boca. Murmuró algo, se puso de pie y se alejó tambaleante en la oscuridad. Recordaba las órdenes que les habían dado. Los celadores del campamento habían sido muy claros: «¡Si tenéis que orinar y defecar, id a hacerlo bien apartados del campamento!».

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