– ¿Está él aquí, señor? -preguntó Perdicles-. Escuchamos el rumor…
– Escuchasteis un rumor y yo sé la verdad -se burló Alejandro-. Sí, ya hablaréis con él, pero no ahora.
Guiñó un ojo a Cleón y pasó entre ellos para entrar en la primera parte de la tienda, la sala de espera, donde haraganeaban los pajes reales. Alejandro les entregó la capa y apartó la cortina de tela que ocultaba la cámara privada donde tenía la mesa, las sillas, los tesoros y las posesiones personales. El paje que estaba encendiendo un candil de aceite se volvió rápidamente.
– ¡Fuera de aquí! -le ordenó el rey.
El chiquillo se secó las manos en la túnica y se apresuró a obedecer. Alejandro lo sujetó por el hombro cuando pasó a su lado. Miró el dulce rostro moreno.
– Eres un buen chico -le dijo Alejandro sonriéndole-. Sólo estoy cansado. Di a los demás que no hagan ruido.
Alejandro no hizo caso de Telamón, a quien había visto sentado en un taburete entre dos cofres situados al fondo a la izquierda. En cambio, se acercó a la mesa y rebuscó entre el montón de pergaminos que la tapaban.
– El secretario siempre está muy atareado.
– ¿No lo estamos todos? -replicó Telamón con frialdad.
Alejandro le dirigió una mirada penetrante y comenzó a desabrochar las hebillas de la coraza.
– ¡Oh, por el amor de Apolo o cualquier dios en el que creas, Telamón! No te quedes sentado allí sin hacer nada. Ven aquí y ayuda a un viejo amigo.
Telamón obedeció. Se agachó para desabrochar la hebilla debajo de la axila.
– Has cambiado -comentó Alejandro.
– También el mundo, señor.
Telamón se ocupó de desabrochar la hebilla y entrecerró los párpados mientras lo hacía.
– Has estado demasiado tiempo al sol, Telamón. Tu vista no es muy buena.
– Como siempre, señor; no veo de cerca.
– Solías llamarme Alejandro.
– Y muchas más cosas, señor -replicó Telamón.
– ¿Cómo está mi madre?
– Letal como siempre.
– ¿Te amenazó?
– No, sólo a aquellos a quienes amo.
Alejandro se quitó la coraza y la arrojó sobre un taburete.
– Están a salvo. No te preocupes por ella, Telamón. Tu nombre y los de tu familia figuran en mi lista.
El rey se quitó la falda de guerra, se sentó en un taburete y se quitó el calzado; luego se quitó la túnica empapada en sudor. Se levantó desnudo excepto por el taparrabos y abrió los brazos.
– ¿Apruebo el examen, físico?
Telamón observó la piel blanca rosada marcada por las viejas cicatrices y morados, las partes bronceadas por el sol. Las pantorrillas y los muslos eran gruesos y musculosos; el estómago, plano.
– Una mente sana en un cuerpo sano, ¿eh, Telamón?
– El cuerpo aprueba el examen, señor.
La sonrisa de Alejandro se esfumó. Se acercó a uno de los cofres, sacó una túnica blanca con vivos rojos y se la puso pasándola por encima de la cabeza.
– No has cambiado en absoluto, Telamón. Tan cáustico y cínico como siempre.
– La vida es corta y la ciencia demasiado larga para aprenderla toda -replicó Telamón-. La oportunidad es esquiva, la experiencia es peligrosa y el juicio es difícil.
– ¿Eurípides?
– No, señor. Hipócrates.
El rey se acercó con la mano extendida. Telamón se la estrechó. Alejandro lo abrazó.
– Deseaba tanto que vinieras -afirmó con un tono apasionado-. Como dijo Eurípides, el día es para los hombres honrados y la noche para los ladrones. ¿Todavía disfrutas con su obra, Telamón?
– Sobre todo con una de sus frases -contestó el físico-. Aquel fragmento sagrado: «Aquellos a quienes los dioses quieren destruir primero los convierten en locos».
Alejandro notó que su leal amigo se tensaba como si esperase un golpe. El rey le besó cariñosamente en la mejilla y se apartó.
Ladeó la cabeza, con un dedo cerca del rostro de Telamón.
– Te quería aquí, porque te necesito. Porque confío en ti. Sin embargo, si no quieres estar aquí, te llenaré la bolsa con oro y te enviaré de regreso.
– Me encantaría aceptar tu propuesta -contestó Telamón sonriendo-. De todos modos, no puedo por dos razones. Primera, no hay vuelta atrás. Segunda, no te queda oro.
Alejandro lo cogió del brazo.
– En cambio, tengo trabajo -advirtió mirando hacia la entrada de la tienda con el rostro solemne y la mirada preocupada-. Algunos hombres en este campamento, Telamón, desean verme muerto. Otros quieren verme fracasar. Acabo de sacrificar el tercer toro en dos días, los mejores de mi rebaño. Como los otros, el hígado estaba manchado. No sé qué se acabará primero: los toros para el sacrificio o mi paciencia con los dioses -apuntó antes de hacer una pausa-. Hay algo más que quiero mostrarte.
Alejandro se calzó unas sandalias. Tocó la bolsa de cuero que Telamón llevaba colgada al hombro.
– ¿Has traído tus medicinas?
– El soldado lleva su espada; el físico, sus pociones.
– Quizá las necesites.
Alejandro levantó la solapa y atravesaron la antecámara. Salieron al fresco aire nocturno. Los otros físicos los rodearon inmediatamente. Telamón los conocía desde hacía años. Perdicles le cogió del brazo; su rostro, la viva imagen del placer.
– He escuchado los rumores, aunque no pensé que vendrías.
Los otros se hubieran unido a la conversación, pero Alejandro llamó a un oficial de la guardia para que le escoltara. En medio de la oscuridad, caminaron cuidadosamente entre las tiendas y los pabellones, atentos a las cuerdas y las estacas. Algunas tiendas eran grandes y otras pequeñas, pero todas estaban colocadas muy juntas, no sólo como una medida de seguridad, sino para prevenir un ataque nocturno. La caballería o la infantería enemiga encontraría que los angostos pasadizos eran un obstáculo tan poderoso como una línea de centinelas.
– ¿De qué te sonríes tanto? -preguntó Alejandro, sin hacer caso de la charla de los otros físicos que les seguían.
– De nuestra juventud -respondió Telamón, sin perder la sonrisa-. De Cleito el Negro, que nos llevaba a las colinas para enseñarnos cómo y dónde instalar el campamento. Por cierto, ¿dónde está el gran bruto?
– Comprando vino en Sestos. ¿Cenarás esta noche conmigo, Telamón?
Alejandro hizo una pausa al ver aparecer entre las sombras a una figura encapuchada. El oficial que había a un lado desenvainó la espada, pero se tranquilizó cuando el hombre se quitó la capucha.
– ¡Nuestro hombre de Tarso! -exclamó Alejandro-. El fabricante de tiendas. ¿Está todo preparado?
El fabricante de tiendas asintió.
– ¿Qué hay del incendio? -preguntó el rey.
El hombre sacudió la cabeza.
– No lo sé. Todo lo que puedo decir -añadió compungido- es que se ha destruido una buena tienda. El cuero y las cuerdas son muy preciosos.
– Lo sé, lo sé -apuntó Alejandro despidiéndolo con un gesto mientras cogía la mano de Telamón como hacían cuando eran unos chiquillos-. Era tu tienda -susurró-. Tienes una para ti solo. Las dos cámaras se incendiaron; sólo quedaron los postes y las cuerdas. Demos gracias de que no estuvieses dentro.
– ¿Un accidente?
– Quizá -replicó Alejandro.
Telamón desvió la mirada. La fresca brisa nocturna heló el sudor de su frente. Estaba cansado después del largo viaje desde Macedonia y se preguntó sin darle mucha importancia por qué su tienda se había quemado. Los incendios eran algo común, pero generalmente eran causados por alguien que había sido descuidado en su interior. Se disponía a pedir más detalles cuando Alejandro se detuvo ante una gran tienda cuadrada, con el techo en punta. Tenía la parte delantera de tela y todo lo demás de pieles sujetas a postes y estiradas con cuerdas y estacas. El centinela de la entrada levantó la solapa. Alejandro entró seguido de Telamón, y luego entraron los otros físicos.
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