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Paul Doherty: Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Paul Doherty Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Olimpia, con los labios fruncidos, asintió como si fuera un estudiante que escucha a su maestro.

– ¿Has visto el cadáver?

Telamón recordó la espantosa Casa de la Muerte: el cuerpo blanco del anciano que yacía desnudo como un trozo de carne encima de una fuente. Olimpia miró al oficial que se encontraba a su lado.

– ¿Estudió el cadáver? ¿Bien de cerca como se le dijo?

– Tal como se le dijo, mi señora.

– Bien -manifestó Olimpia dirigiéndose de nuevo a Telamón.

– Dime lo que sabes del cadáver.

– Era uno de vuestros sirvientes, mi señora. Trabajaba en el palacio.

– ¡Por supuesto!

– Diría que era zapatero.

Olimpia sonrió.

– Lo descubrí por las manos -prosiguió Telamón-. Olían a cuero y tanino. Tenía unas pequeñas durezas en los dedos donde sujetaba la aguja. Tenía la columna un tanto curvada de inclinarse sobre su banco de trabajo. Los músculos de las muñecas y los brazos estaban bien desarrollados, pero la barriga y la delgadez de las piernas indicaban que era un hombre que habitual-mente estaba sentado.

– ¡Muy bien! -exclamó Olimpia.

– El cadáver estaba ligeramente hinchado -apuntó Telamón; se animaba cada vez más-. Ya había comenzado la putrefacción.

– ¿Qué me dices de la causa de la muerte?

– ¡Veneno!

Olimpia echó la cabeza hacia atrás y soltó una estruendosa carcajada.

– ¡No pensarás acusarme!

Telamón la miró tranquilamente. «No -pensó-, no haré tal cosa.» ¡Olimpia, la Reina Bruja! ¡Señora del veneno! Se preguntó cuántas pociones, elixires y antídotos habría en sus cofres secretos. Recordó la historia de cómo el hermanastro de Alejandro había nacido sano y robusto y fue un serio rival para su hijo hasta que Olimpia decidió servirle una comida especial. El chico se había recuperado, pero condenado a vagar por el palacio, convertido en un idiota que sólo servía como una poderosa advertencia a cualquiera que pensara en desafiar los derechos de Olimpia y su amado hijo.

– Rastreé el veneno -afirmó Telamón-. La pierna derecha estaba hinchada: la sangre se había convertido en pus.

– ¿Cómo murió? -insistió Olimpia.

– Había escuchado hablar de algo similar. Una aguja clavada en la pierna. La herida era muy pequeña y se cerró inmediatamente. El pobre zapatero creyó que estaba a salvo, pero la aguja estaba infectada y le envenenó la sangre. Seguramente sufrió dolores de cabeza, rigidez en las mandíbulas, fiebre muy alta, delirios. La muerte no debió tardar mucho en llegar.

– ¿Qué hubieras hecho tú?

– Mi señora, hubiera abierto la herida, sacado la aguja y, después, hubiese hecho una incisión en la pierna.

– ¿Para qué?

– Para volcar una mezcla de miel, sal y vino. Cuanto más fuerte el vino, mejor. No el vino ligero de Olimpo o Atenas, sino el vino más fuerte que pudiera encontrar: un vino recio, rojo oscuro. Tal infusión hubiese limpiado la herida.

– ¿Cómo? -quiso saber Olimpia inclinándose hacia adelante. Su curiosidad era sincera.

– No lo sé, ni tampoco lo sabe nadie. El vino, la miel y la sal tienen unas propiedades que purifican la carne y eliminan el pus.

– Habré de recordarlo. Por lo tanto, ¿no crees que la producción de pus es buena? Hipócrates lo creía, y también mis físicos.

– Están equivocados -respondió Telamón, muy seguro de sí mismo-. Hay que limpiar el pus y no permitir que se asiente en el cuerpo. Siempre hay que drenar las heridas.

– ¿Tú puedes hacerlo? -preguntó Olimpia.

– Es posible. Lo he visto hacer en Egipto, no sólo con las heridas, mi señora, sino incluso con el pus en un pulmón.

– ¿Qué me dices del vendaje?

– De lino limpio, y nunca demasiado apretado. Esto permite que la herida respire. Aprietas el vendaje y la putrefacción queda encerrada dentro.

– ¿Qué hubieras hecho si eso no funcionara? -Entonces, mi señora, hubiese amputado la pierna, unos cinco dedos por encima de la rodilla. Hubiese dado a beber al hombre un vino fuerte mezclado con un opiáceo; eso previene las convulsiones y los temblores.

– Se hubiera desangrado hasta morir.

– En Italia, mi señora, vi cómo lo hacía un cirujano con la pierna de un soldado. Había sido alcanzado por una flecha envenenada en una emboscada. Utilizaron unas lañas muy pequeñas para cortar el flujo de sangre; luego cauterizaron y vendaron el muñón.

– A mi hijo le parecerá muy interesante -susurró Olimpia casi para sí misma.

– ¿Tu hijo, mi señora? Ha marchado rumbo a Asia; sus ejércitos están acampados en el Helesponto.

Olimpia aplaudió la respuesta.

– Eres un muchacho muy espabilado, Telamón. Tú te unirás a él.

Telamón contuvo su enfado.

– El ejército se reúne en Sestos -añadió ella-. Te reunirás allí con mi hijo.

– ¿Quiero o debo, mi señora? Nací libre. ¡Soy un macedonio!

Olimpia se levantó. Se frotó las manos. Bajó de la tarima y caminó hacia el joven. Se agachó, no como una reina, sino como una madre que suplica por su hijo.

– Confío en ti, Telamón; el oro y la gloria no te interesan. Mi hijo está rodeado de traidores, asesinos, espías.

– ¿Incluidos los tuyos?

– Incluidos los míos.

– No soy tu espía.

– No, Telamón. No se te puede comprar, sobornar o vender. He leído tu tratado sobre los venenos. Sientes afecto por Alejandro. Tú lo protegerás, no porque yo te lo pido, sino porque quieres hacerlo.

– ¿Alejandro ha preguntado por mí?

– Lo sabe todo de ti, Telamón -afirmó Olimpia-. Insistió en que te unieras a él. ¿A qué otro lugar puedes ir? -preguntó al tiempo que sus ojos y su voz se mostraban suplicantes-. ¡No te gusta Macedonia! ¿Atenas quizá? Ningún macedonio es bienvenido allí. ¿El imperio persa? ¿Asia, Egipto, el norte de África? Pero allí hay órdenes de arresto que llevan tu nombre, Telamón. Aquel oficial persa era una persona muy importante. Piensa en las oportunidades -le apremió-, para curar, para aprender…

– ¿Qué pasará si no voy?

Olimpia se irguió para caminar lentamente hacia él.

– No te puedo garantizar nada, Telamón -sentenció antes de hacer una pausa y contemplar las gruesas vigas que sostenían el techo-. Aquí fue donde se ahorcó mi rival Eurídice.

– ¿Me estás amenazando?

– No, Telamón, te lo aseguro. Si te unes a mi hijo, tu madre, la viuda de tu hermano, que sé que te gusta, y su vivaz chiquillo estarán siempre seguros. Serán mis amigos y yo seré su protectora.

– ¿Contra qué?

Olimpia extendió las manos.

– Accidentes, ocurrencias desafortunadas.

Telamón exhaló un suspiro y tiró de una hebra suelta de su capa. Tendría que pedir a su madre que se ocupara de arreglarla. El miedo había pasado; la amenaza estaba clara. Telamón se levantó y caminó hacia la puerta. El oficial de guardia desenvainó la espada. Olimpia debió haberle hecho un gesto, porque volvió a envainarla.

– ¿Dónde vas, Telamón? Ya ves cuánto te quiero. Ningún hombre me vuelve la espalda.

Telamón se volvió.

– Mi señora, voy a preparar mi equipaje. El viaje a Sestos es un viaje muy largo.

Olimpia sonrió. Se acercó a la mesa para buscar entre las joyas. Cogió una bolsa de monedas y se la arrojó a Telamón, quien la cogió con destreza.

– ¡Eso es para tu viaje, físico!

Telamón desató el cordón, puso la bolsa boca abajo y vació las monedas de oro sobre el suelo, donde tintinearon y rodaron.

– Como has dicho, mi señora… -apuntó dejando caer la bolsa de cuero-. ¡Ni el oro ni la gloria! Quizás en esta ocasión, aceptaré la gloria. El oro -hizo un gesto- te lo puedes quedar.

Caminó hacia la puerta. El guardia la abrió.

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