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Paul Doherty: Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Paul Doherty Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Unas figuras vestidas de negro salieron de las sombras. Rodearon a Lisias, lo sujetaron por los brazos y lo obligaron a levantarse.

– Tú estabas a mi servicio -le acusó Darío-. Eres mío en cuerpo y alma. Soy el Rey de Reyes, el dueño de tu cuello. No eres más que una piedra debajo de mi sandalia. ¡Llevadlo a la torre de silencio! -ordenó-. Atadlo a una jaula. ¡Dejadlo colgado entre el cielo y la tierra!

Lisias gritó y pataleó. Los guardias encapuchados se lo llevaron.

– ¡Mientras estés allí -gritó Darío-, y esperas la muerte, que tardará en llegar, reflexiona sobre el justo destino de un traidor!

PRÓLOGO II

«El cuerpo de Pausanias fue colgado inmediatamente en una picota, pero por la mañana, apareció coronado con una diadema de oro, un regalo de Olimpia para demostrar su odio implacable hacia Filipo.»

Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 1, capítulo 9

– Bienvenido, Telamón, hijo de Margolis!

– Mi señora, ¿por qué estoy aquí?

– Porque tienes el don de la vida -contestó Olimpia levantando la cabeza-, mientras que yo tengo el don de la muerte.

– Mi señora, ambos estamos en las manos de los dioses.

– ¡Tú no crees en los dioses, Telamón!

– ¡Mi señora, creo en lo mismo que tú!

La pelirroja Olimpia, viuda de Filipo, madre de Alejandro, se rió sonoramente, un sonido infantil que no encajaba con su humor y apariencia. Llevaba un vestido color verde mar sujeto al hombro con un broche de oro que reproducía la cabeza de Medusa. Sus cabellos y su largo rostro de tez muy morena estaban enmarcados por la capucha de su capa azul cielo; sus pies, incongruentemente, estaban calzados con sandalias de marcha de los soldados. En la pequeña mesa de acacia dispuesta a su lado, había una copa y todas las joyas que se había quitado -los anillos, los collares y los brazaletes- como si su contacto le resultara desagradable. Dio golpecitos con los pies y miró el techo, distraída por una pintura de Baco cabalgando una pantera.

«Tú no has cambiado», pensó Telamón. De todas las mujeres que había conocido, mejor dicho, de todas las personas que había conocido, Olimpia, de la tribu de Molossus, era la única que le asustaba de verdad. Observó su rostro sin arrugas y con la nariz afilada y los carnosos labios rojos, pero eran los ojos lo que le atraía, como los de un gato salvaje, brillantes, inquietos; te miraban como si quisieran arrebatarte la vida de tu alma. Telamón tragó saliva y escuchó su respiración. Conocía las reglas del juego: nunca mostrar tu miedo a Olimpia. Se engrandecía con el miedo de los demás. Ahora estaba interpretando el papel que había escogido: provocadora y coqueta, pero, por debajo, un aire de terrible amenaza. Telamón tuvo la sensación de estar actuando en una de las obras de Sófocles. Cuando le sacaron sin más de la casa de su madre, el capitán de la guardia de Olimpia se mostró cortés, pero firme: era un invitado de la corregente de Macedonia.

«¿Por qué», le había, preguntado Telamón. El oficial se había quitado el casco y, después de enjugarse el sudor de la frente, le había respondido con la mirada puesta en la fuente del pequeño patio: «Porque es así como ella lo quiere».

Telamón se había lavado la cara y las manos, se había cambiado la túnica, se había echado una capa sobre los hombros, se había despedido de su madre con un beso y, escoltado por los Compañeros de a pie, se había dirigido a la residencia real. Primero le habían llevado a la Casa de los Muertos y, tal como le ordenaron, estudió el cadáver tendido sobre una mesa de madera. Después le habían servido vino, pan y queso, y a continuación le habían traído aquí, al corazón del palacio, al centro de la telaraña de Olimpia.

Telamón se movió inquieto en la silla. Olimpia continuaba mirando el techo, un tanto reclinada en el trono con adornos de plata. A cada lado de la tarima, montaban guardia los oficiales de los Compañeros de a pie vestidos con el uniforme de gala: cascos azules con plumas rojas a los lados y viseras de oro que daban sombra a los ojos; más abajo, los grandes cuellos rojos que les cubrían los hombros como pañoletas. Permanecían inmóviles como estatuas con sus corazas labradas y las faldas y las espinilleras de plata con los bordes rojos, sujetando las lanzas en una mano y las rodelas en la otra, adornadas con una ménade de ojos salvajes y rostro feroz, el símbolo personal de Olimpia.

Telamón tosió. Olimpia siguió contemplando el techo y el médico, para distraerse, echó una ojeada por la sombría cámara, calentada sólo por un brasero que crepitaba y platos de bronce llenos de ascuas. «¿Habían rociado las brasas con alguna sustancia?», se preguntó Telamón. ¿Algún extraño perfume? ¿Hojas de laurel o mirto? Desde luego, no era incienso; ¿quizás hojas de roble o pétalos de loto machacados? El perfume agridulce irritó la nariz de Telamón y estimuló su memoria. ¿Qué era? Entonces lo recordó, incluso mientras Olimpia apartaba sus ojos del techo para mirarle directamente. Una mirada de los ojos verde oscuro de esta mujer serpiente, la Reina Bruja, y Telamón recordó sus visitas a la academia en Mieza. ¡Era su olor! Recordó a Olimpia en cuclillas delante de él, que le pasaba un dedo por la mejilla mientras le preguntaba si quería de verdad a su precioso Alejandro.

Una frase de las Bacantes de Eurípides llamó la atención de Telamón: estaba escrita en la pared directamente detrás del trono: «Dionisio merece ser honrado por todos los hombres. No quiere a nadie que no le adore». Olimpia se giró en su trono para mirar la pared.

– Mandé que los pintores la pusieran allí. ¿ Crees lo que dice, Telamón? ¿No te parece que todos deberían beber el vino sagrado? -preguntó volviéndose para mirarle a la cara-. La sagrada sangre de los dioses, el zumo de la gorda uva aplastada. ¿Eres un seguidor de Eurípides, Telamón? ¿O sólo un admirador de sus obras?

– Prefiero mucho más el tratado sobre la embriaguez de Aristóteles.

– ¡Ah, Aristóteles! -exclamó Olimpia echándose a reír-. ¡Ese elegante y zanquilargo afectado! ¿Así que no te gusta el vino?

– No he dicho tal cosa, mi señora.

La reina continuó con sus provocaciones.

– En el canto VI de la Ilíada, Hornero afirma que el vino revitaliza el cuerpo.

– En el mismo canto, también dice que consume tus fuerzas.

– No me agrada -murmuró Olimpia, en otra cita de la Ilíada, mientras repicaba con los dedos en el brazo del trono- continuar protestando implacablemente.

– En ese caso, mi señora, quizá quieras decirme por qué estoy aquí.

La sonrisa desapareció del rostro de la reina. Golpeó el suelo con la punta de la sandalia y cogió un brazalete que comenzó a deslizar arriba y abajo por la muñeca.

– ¿Echas de menos los huertos de Mieza, Telamón?

– Echo de menos a mis amigos.

– ¿Echas de menos a mi hijo?

– Mi señora, ya tienes la respuesta. Echo de menos a mis amigos.

Olimpia se echó a reír bruscamente. Telamón se sobresaltó cuando una de las antorchas, sujeta en la pared a su izquierda, hizo un último chisporroteo y se apagó. La reina le señaló con un dedo.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Porque tú me has llamado.

– No, ¿por qué estás en Pella?

– Lo estoy desde el otoño.

Olimpia, como si se aburriera con esta conversación, se levantó, bajó de la tarima y caminó hacia él. -Filipo está muerto. Mi marido, el rey.

– Lo sé, mi señora.

– Coroné a su asesino.

– Lo sé, mi señora.

– No estoy diciendo que lo maté -apuntó Olimpia yendo a situarse tras de Telamón.

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