Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Alrededor de Alejandro, se agrupaban sus compañeros. Estaban Hefestión, alto, de cabellos oscuros, de rostro afilado y sombrío y con barba y bigote; algunos murmuraban que la «sombra» de Alejandro se parecía más a un semita que a un macedonio. A su lado, Ptolomeo, bien afeitado, con la tez muy bronceada, el cabello corto. Una cicatriz en el ojo derecho, junto con la nariz quebrada y labios finos, hacía que en su rostro apareciera una expresión de permanente desdén. Después estaba Nearco, el pequeño cretense, que se ocupaba de las catapultas, los mandrones y otras máquinas de guerra. Por último, Seleuco, alto y fornido y con los párpados gruesos, que soñaba con convertirse en un potentado asiático.

A la izquierda de su rey, había un grupo de sacerdotes, encabezados por el calvo y zanquilargo Aristandro, con los ojos saltones y la nariz que le chorreaba continuamente. Su aspecto no podía ser más apropiado para el personaje que todo el mundo le asignaba: brujo, mago, vidente y adivino. Un sacerdote que conocía los ritos secretos y que había sido enviado por Olimpia para que su maestría en la magia negra ayudara a su hijo. Todos le observaron mientras el toro blanco como la leche, con los cuernos dorados, una guirnalda de flores alrededor del cuello y debidamente drogado, entraba en el círculo sagrado. El paje real que guiaba el animal se detuvo ante Alejandro. El rey, con un pequeño cuchillo, cortó un puñado de pelos entre los cuernos. Después se acercó a unos de los altares y los dejó en el fuego. Aristandro le alcanzó una copa de oro llena de vino de Chian. Alejandro derramó la bebida sobre las llamas y se apartó. Acercaron el toro al altar donde no ardía fuego alguno. A una señal de Aristandro, los sacerdotes rodearon a la bestia. Uno de ellos levantó el hacha ceremonial y la descargó en un golpe tan fuerte como certero en la nuca del animal, que bramó de miedo mientras caía de rodillas. Otro de los sacerdotes, montado en el toro, le echó la cabeza hacia atrás y, con un rápido movimiento, le rajó la garganta con un cuchillo de hoja curva. El bramido del toro fue repetido por los asistentes, mientras su sangre manaba en un bol de plata para llevarla al fuego sagrado.

Alejandro lo observaba todo atentamente. Mientras lo hacía, las palabras del oráculo de Delfos volvieron a su memoria para acosarlo: «El toro está preparado para el sacrificio. Todo está listo. El verdugo espera». Unas palabras que profetizaban la muerte de su propio padre. ¿Filipo había sido sacrificado? ¿Su madre Olimpia había sido la sacerdotisa? ¿Por qué lo habían sacrificado? ¿Para proteger a Olimpia o al amado hijo de Olimpia? ¿Era inocente del derramamiento de la sangre de su padre? ¿Regresaría la sombra de Filipo desde el Hades para burlarse y provocarle durante las primeras horas de la madrugada?

Los sacerdotes habían levantado el cuerpo del toro para depositarlo sobre el altar. Alejandro intentó disipar sus sombríos pensamientos y observó cómo los sacerdotes abrían el vientre de la bestia. Se cubrió con la capucha de su capa de guerra y levantó las manos en una plegaría a Zeus el todopoderoso. Las entrañas del toro cayeron sobre el altar. Una súbita horda de moscas, con un ruidoso zumbido, apareció para lanzarse sobre el charco de sangre. Un mal presagio. El corazón de Alejandro se sobresaltó. ¿Las habían enviado las Furias? ¿Una señal del inminente desagrado y castigo de los dioses? ¿De todos ellos? ¿O sólo de uno? ¿Apolo quizá? ¿Hera? Bien podía ser Poseidón, cuyo permiso necesitaba Alejandro para extender su dominio a través del Helesponto. ¿Serían propicias las otras señales? El toro había sido seleccionado cuidadosamente. Aristandro había dado unas órdenes secretas muy precisas. El rey recordó las cartas que había recibido de Olimpia. ¿Todo esto era obra de un dios o maquinaciones de los hombres? Todos los príncipes estaban rodeados de traidores y asesinos, pero ¿podía fracasar ahora, incluso antes de haber comenzado?

Aristandro, con los brazos metidos en el vientre del toro, buscó el hígado todavía caliente y lleno de la espesa sangre del animal. Lo depositó sobre el altar y lo observó durante un momento: se volvió hacia su señor y sacudió la cabeza. Alejandro tenía la respuesta. Los auspicios no eran buenos. El hígado seguía vivo, pero adivinaba por la sonrisa retorcida de Aristandro que estaba mancillada, que era inaceptable para los dioses. Alejandro se quitó la capucha y cogió el brazo de Hefestión.

– ¡No sirve! -susurró-. ¡Está manchado, mancillado! Se lo entregué a los dioses y ellos lo han rechazado. Díselo a los hombres congregados: las señales todavía no son lo bastante claras.

– ¿Y? -preguntó Hefestión.

– ¡Bah, ocúpate de que limpien toda esta porquería! -replicó Alejandro, y se marchó.

Dejó el recinto de los sacrificios y caminó por la avenida entre sus tropas. Procuró sonreír y se sintió más tranquilo cuando el portador de su sombrilla, que intentaba mantenerse a la par, tropezó y se cayó de bruces para gran diversión de los soldados.

– ¡Una buena señal! -gritó Alejandro ayudando al hombre a ponerse de pie-. ¡Los dioses saben que no necesito protección! Os tengo a vosotros y los tengo a ellos. ¿Qué más necesita el hijo de Filipo?

Sus palabras, pasadas de boca en boca, fueron saludadas con gritos de aprobación. Alejandro continuó caminando. Notó un súbito escalofrío a su lado izquierdo y se detuvo. ¿Se trataba de su padre? ¿Un fantasma? ¿Una premonición? Alejandro se sintió vulnerable. Había marchado sin más del círculo sagrado y no tenía a nadie que le protegiera la espalda. A cada lado estaban sus lanceros macedonios, pero cualquiera de ellos podía ser un asesino. Alejandro dominó el ansia de apresurar el paso. En cambio, se acercó a un grupo de tesalios para hacerles algunos comentarios jocosos sobre sus largas cabelleras y recordar sus hazañas durante las anteriores campañas. Conocía a algunos de ellos por su nombre y les preguntó por sus familias, al tiempo que eludía responder a las mismas preguntas. ¿Cuándo comenzarían la marcha? ¿Cuándo cruzarían el Helesponto?

– Marcharemos muy pronto -les tranquilizó Alejandro, sin dar muestras de su propia inquietud-. Creed-me, en menos de un año todos vosotros vestiréis con las más ricas sedas. Comeréis y beberéis en platos y copas de plata y oro mientras las damas de Persia se ocupan de complacer todos vuestros deseos.

– ¿Todos nuestros deseos? -replicó un gracioso.

Alejandro señaló a su interlocutor y le guiñó un ojo, divertido.

– ¡En tu caso, podría haber un par de excepciones!

Un coro de carcajadas celebró la respuesta. Alejandro continuó su marcha. Exhaló un suspiro de alivio cuando llegó al recinto real, marcado por los carros y los trofeos colocados para conmemorar antiguas victorias y custodiado por una unidad de élite de la brigada real. Alejandro habló brevemente con el capitán de la guardia y cruzó el perímetro. En el centro, había un altar cubierto con flores marchitas. Alejandro se acercó para recoger una azucena y la aplastó entre sus dedos. ¿No le había advertido Olimpia, o había sido Aristóteles, del riesgo que entrañaba el zumo de esta flor? ¿No habían dicho que era venenoso o…? Alejandro miró hacia los pabellones reales montados con la forma de una «T». La barra superior era la cámara de reunión; la vertical, sus aposentos privados. En la entrada, estaban reunidos un grupo de físicos. Perdicles el Ateniense, alto y con la frente despejada y su cabello negro muy corto. Tenía ojos oblicuos, la nariz afilada y los labios muy finos. A su lado, Cleón de Samos: bajo, rubio, cara redonda e inquieto, un hombre con muchos secretos, muy próximo a Alejandro. Leontes de Platea, oscuro como una baya y con ojos picaros y una boca que siempre parecía estar abierta. Por último, Nikias. ¿De dónde era? Ah, sí, de Corinto. Tenía la mirada grave, el rostro enjuto surcado por las arrugas y un humor seco. Una mata de rebeldes cabellos grises coronaba la cabeza del anciano. Los físicos discutían acaloradamente con el oficial que les impedía el paso; no se dieron cuenta de la llegada de Alejandro hasta que el oficial saludó a su comandante.

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