– Sí, hay algo. -Greg agachó la cabeza. Tomó a Kate por los hombros y la miró fijamente a los ojos-. No sé si te lo he dicho nunca -bromeó-, pero la verdad es que no aguanto a los perros.
– Y así están las cosas. -Kate se encogió de hombros, asiendo con los dedos el puño cerrado de Tina, en su habitación individual del hospital-. Ya hace dos semanas. Nos estamos centrando en lo de la confianza. No me ha fallado, Tin. No sé, creo que igual sale bien.
Kate acarició el rostro terso y pálido de su amiga. A Tina le temblaban los párpados. De vez en cuando, movía la boca. Sin embargo, era algo a lo que ya se habían acostumbrado. En las últimas semanas, su estado había mejorado. Le había descendido la presión intracraneal. Ya no llevaba la cabeza vendada y tampoco el tubo para respirar. Ya respiraba sola. Según la escala de Glasgow, su estado comatoso se había incrementado hasta 14. Los médicos estaban casi seguros de que despertaría. Dentro de un mes o cualquier día.
Pero entonces, ¿qué? Ésa era la pregunta que nadie podía responder.
– Vuelvo a estar en el laboratorio -dijo Kate. Recorrió con la mirada extraviada los monitores que había junto a la cama de Tina: la curva amarilla estable de su pulso, la lectura de su tensión-. Me siento bien. Packer me ha mandado acabar lo de Tristán e Isolda. Doscientas sesenta y cuatro pruebas, Tin. ¿No te parece increíble? Estamos empezando a escribir un artículo. La P &S Medical Review nos lo va a publicar. Y he estado trabajando en la tesis. Más vale que muevas el culo. Como tardes mucho más, cuando te despiertes me tendrás que llamar «doctora».
Kate sintió que le tiraban de la mano. Según los médicos, no era más que un reflejo. Pasaba a menudo. Kate miró a su amiga. Le temblaron los párpados.
Habían pasado tantas cosas… ¿cómo iba Kate a contárselo todo?
– Se me hace raro, Tin -dijo Kate mirando por la ventana-, pero lo llevo bien, lo que le pasó a papá. Por lo menos se ha acabado. De un modo extraño. Seguramente Greg me hizo un favor. Papá tuvo su merecido. Pero lo que yo me pregunto es si lo hubiera apretado, Tin. Aquel gatillo, si no hubiera llegado Greg. Y creo que la respuesta es sí. Lo habría hecho. Era mi padre quien estaba ahí tendido. Lo habría hecho… ¡por él!
Aun así, siempre que lo recordaba, Kate acababa llorando.
– Tú lo conocías, Tina. Era un tío tremendo. Y tenía razón: no puedes borrar veinte años de un plumazo.
Kate volvió a sentir un tirón. Se quedó mirándola, sin más.
Sin embargo, esta vez un dedo le asió el pulgar.
Kate miró a Tina. «¡Joder, no puede ser!» Por poco se muere del susto.
Tina le devolvía la mirada.
Con los ojos abiertos.
– ¡Oh, Dios mío, Tina!
Kate se levantó de un salto y empezó a llamar a gritos a la enfermera. Sin embargo, Tina no le dio oportunidad: movió la boca apenas imperceptiblemente y sus labios esbozaron una levísima sonrisa, expresando que la reconocía.
Kate a duras penas podía contenerse.
– ¡Tina, soy yo, Kate! ¿Me oyes? Estás en el hospital, cariño. ¡Estoy aquí!
Tina parpadeó y volvió a tirarle de la mano. Se humedeció los labios, como si quisiera decir algo.
Kate se agachó cerca de ella, con el oído a escasos centímetros de los labios de Tina. Apenas los movió, profiriendo un único murmullo.
Kate no podía creerse lo que oía.
– Leucocitos…
Los ojos de Tina se clavaron en los de Kate. En ellos había una chispa de vida.
– Sí, leucocitos -asintió Kate, atolondrada-. ¡Leucocitos!
Se inclinó y pulsó el botón verde de la enfermera. Tina volvió a apretarle la mano y le hizo gestos para que se volviera a acercar. Recorrió la habitación con la mirada, tratando de discernir dónde estaba, por qué tenía esos tubos en el brazo. Se agarró del brazo de Kate y musitó:
– ¿Sigues observándolos? ¿Todo el día?
– Sí -respondió, con los ojos llenos de lágrimas-. ¡Todo el jodido día!
Tina le guiñó el ojo y susurró:
– Tienes que hacer algo con tu vida, Kate.
¡Estaba bien! Kate se lo veía en los ojos.
¡Su amiga iba a recuperarse!
En el mes de octubre del a ñ o siguiente…
– La vida no es nada seguro ni nos pertenece. Nuestros cuerpos sólo se alquilan durante un breve tiempo. Cuando este tiempo se acaba, deben devolverse, como todas las cosas.
La voz del rabino envolvía el santuario. Era un oficio recordatorio, un viernes por la noche. En las filas había desperdigados unos cuantos fieles, la mayoría más mayores. Kate estaba sentada casi al final, junto a Justin y Em.
Ninguno de ellos había puesto los pies allí desde el funeral.
Hacía un año que había muerto su madre.
– Oh, Señor, haznos sinceros y dignos -entonó el rabino-. Permítenos ver quiénes somos en realidad con tu luz vigilante.
Sonrió, captando la mirada de Kate.
El trabajo de Kate en el proyecto de investigación con células madre le había granjeado un par de posibilidades a jornada completa. A Greg le iba bien en el hospital. Sin embargo, tenía razón: con un freak científico en la familia ya bastaba.
Emily había solicitado la admisión temprana en la Universidad de Brown y tenía previsto jugar allí al squash. Su entrenador andaba todo el día encima de ella.
Y la mejor noticia -Kate sonreía en silencio entre las plegarias- era que Tina volvía a trabajar a tiempo completo. Ella y Kate habían vuelto a hacer sus descansos para el café juntas. Kate prometió que no volvería a darle un ataque al ver a extraños en la otra punta de la cafetería.
Durante ese año, Kate se había esforzado por asimilar cuanto había pasado. Llevaba los colgantes cerca del corazón, los dos, y ahora para ella significaban más que nunca. Unos meses antes, había recibido un sobre a través de la oficina del WITSEC, sin remite. Sólo contenía una tarjeta -media tarjeta, de hecho-, partida expresamente en dos. No llevaba ningún mensaje. Ninguna dirección.
No hacían falta palabras.
En el otro lado había una foto de un sol dorado partido por la mitad.
Ya estaba bien así. Era mejor pensar en él de ese modo. No necesitaba verlo. Le bastaba con saber que estaba vivo. «Tuve que elegir», le había dicho. Kate recordaría esa elección el resto de su vida y, siempre que lo hacía, era incapaz de no pensar en él como su padre. Un hombre con barba y gorra plana que había visto sólo un par de veces. Porque era la verdad: su padre era él; se lo había demostrado y ya no podía esconderse de la verdad.
Kate también guardaba el relicario. En un cajón, junto a la cama. De vez en cuando, lo abría y contemplaba el bonito rostro que contenía. Esos bondadosos ojos verdes y ese cabello castaño claro recogido en trenzas. Y Kate se daba cuenta de lo mucho que tenían que haberla querido para dejarla. Y lo mucho de su madre biológica que llevaba en la sangre.
Se daba cuenta cada día. Dos veces al día.
Estaban unidas. Eso nunca cambiaría. Para Kate eso siempre sería verdad.
Kate levantó la vista. Greg estaba de pie al final del pasillo.
Le había dicho que iría en cuanto pudiera escaparse. Se acercó, se sentó a su lado y le tomó la mano. Sonrió y, por debajo de la voz del rabino, musitó:
– Bicho…
El servicio había llegado a las plegarias de cierre. El rabino indicó a la congregación que se pusiera en pie. Recitó el Kadish de los huérfanos, la plegaria en memoria de los que ya no están. Greg le apretó la mano.
Entonces el rabino dijo:
– Pensemos en aquellos que se fueron hace poco o lo hicieron por estas fechas en años pasados. O los que simplemente necesitan nuestras plegarias, familiares y seres queridos que tanto han significado para nosotros y siguen siendo parte de nuestras vidas. -Levantó la vista-. Ahora podéis honrarlos pronunciando sus nombres.
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