Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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– ¡Lo encontraré, Kate! Tú no eres la única opción.

Ella apretó el paso, sorteando a los paseantes. Lo único que sabía es que debía salir de allí. En la entrada de la calle Montague, miró hacia atrás. Su padre se había detenido. Kate tenía el corazón a mil. Alcanzó a verlo entre la multitud.

Él levantó la mano. En su semblante había una sonrisa absolutamente imperturbable.

La saludó con el dedo.

Kate salió corriendo del parque, volviéndose una o dos veces en Montague. Pasó por tiendas y cafeterías. Avanzó entre los transeúntes. Recorrió una o dos manzanas y miró a su espalda. No la seguía. Menos mal…

Se encontró delante del escaparate de un establecimiento, un Starbucks, con la mano apoyada en los cristales para descansar mientras hacía esfuerzos por volver a llenar de aire los pulmones.

No tenía ni idea de adónde dirigirse.

A casa no podía ir; allí estaba Greg. Y no podía volver a casa de Abbie.

Ya no. Implicar aún más a Em y a Justin le daba un miedo atroz.

La mirada de Kate descendió lentamente hasta su propio reflejo confuso sobre el cristal.

Vio lo que su padre había estado mirando.

Sus colgantes. Debían de habérsele salido cuando su padre la agarró.

Las dos mitades…

Ahora su padre ya sabía que había visto a Mercado.

78

Greg llamó una y otra vez al móvil de Kate, presionando la tecla de rellamada frenéticamente.

«Venga, Kate, por favor, cógelo.»

Y cuando ya llevaba unas cincuenta llamadas tal vez, le respondió el buzón de voz. «Soy Kate. Ya sabes lo que tienes que hacer…» No tenía sentido dejar otro mensaje. Ya le había dejado como una docena. Greg tiró el móvil y volvió a apoyar la cabeza en el sofá. Llevaba toda la noche tratando de localizarla.

Había ido al piso, rogando por que ella volviera a casa, con la esperanza de que sus súplicas surtieran algún efecto. Había dormido en el sofá, aunque apenas había pegado ojo. Se había despertado varias veces, al parecerle oír la llave de ella en la puerta, sus pasos.

Pero siempre era Fergus moviendo o empujando el cuenco del agua durante la noche.

¿Cómo iba ella a volver a confiar en él?

Era verdad, desde luego, todo lo que se había destapado al caer el libro y abrirse: que le había ocultado un terrible secreto, que había fingido ser quien no era. «¿Para quién trabajas, Greg?» Todo era verdad, salvo su acusación de que para él aquello no era más que un deber o un trabajo.

Ni por un segundo la había engañado respecto a lo que sentía.

¿Qué podía decirle que no le hubiera dicho ya? Que todo eso escapaba a su control. Que había pasado mucho tiempo atrás, antes de conocerse. Una parte de él que trataba de negar fingiéndose un simple doctor, un marido fiel, su mejor amigo. Apoyándola mientras pasaba por el trago de saber quién era su padre… ¡Cuántas veces había rezado por que la verdad nunca se revelara!

Sin embargo, las peleas por cuestiones de sangre nunca quedan enterradas. Ellos también eran su familia.

Aun así, siempre la había amado; siempre había hecho cuanto podía por protegerla. En eso no le había mentido jamás. ¿Cómo iba a dolerle tanto el corazón si no era verdad?

Le avergonzaba el linaje de sangre que lo había llevado a hacer eso. Le avergonzaba la deuda que debía saldar. No obstante, si no lo hubiera hecho no habría sido más que un chaval de la calle. No una persona formada en Estados Unidos, un médico, alguien libre. Qué tonto había sido al pensar durante todo ese tiempo que era otra persona.

Fergus se acurrucó junto a él. Greg arrimó su cara a la del perro y le dio un beso en el morro. Greg sabía que Kate estaba en peligro. Y no podía hacer nada.

De pronto, sonó el móvil. Greg se abalanzó sobre él y levantó la tapa, sin comprobar quién era.

– ¿Diga, Kate…?

Sin embargo, la voz que había al otro lado del hilo era la que más temía. Su corazón se detuvo.

– Ha llegado el momento, hijo -dijo la voz, suave pero inflexible.

79

A Kate sólo se le ocurrió ir a un lugar. Tomó el tren de la línea 5 en Borough Hall, de vuelta a Manhattan, y recorrió todo el trayecto hasta el Bronx. Era domingo por la tarde. No habría nadie. Allí estaría a salvo hasta que decidiera qué hacer. Y llevaba dos días sin inyectarse la insulina.

Kate bajó en la estación de la calle Ciento ochenta, en el Bronx. Le pareció ver al mismo tipo latino con una gorra de los Yankees en quien se había fijado en la estación de Brooklyn, pero no estaba segura. Una vez en la calle, apuró el paso en dirección a la avenida Morris, envuelta en una neblina, sorteando a los compradores dominicales y a las familias que mataban el tiempo en los portales de sus casas.

Vio el edificio de ladrillos azules de tres plantas en los jardines de la facultad de medicina, con la familiar placa de metal sobre la puerta. Su pulso recuperó el ritmo normal.

Laboratorios Packer.

Allí estaría a salvo. Por lo menos de momento.

Kate metió la llave en la cerradura de fuera e introdujo el código de la alarma.

Empujó la puerta y la cerró a conciencia tras ella. Apoyó la espalda en la pared.

No se estaba cuidando y lo notaba. En el tren se había medido el azúcar: 435. «Madre mía, Kate, estás que te sales de la tabla.» Como le subiera un poco más, podía entrar en coma. Parpadeó para vencer la somnolencia y permanecer en guardia. Antes de decidir nada, debía estabilizarse.

Y entonces tomaría la decisión más importante de su vida.

Kate hurgó en el botiquín hasta encontrar una caja de jeringuillas. Las empleaban de vez en cuando para inyectar fluido en las células.

Siempre tenía allí un frasco de Humulin de reserva. Sólo para emergencias. Kate abrió el frigorífico, se arrodilló y rebuscó. En todos los estantes había bandejas con viales de soluciones y tubos transparentes etiquetados. «Vamos, vamos.» Revolvió los estantes, nerviosa.

¡Maldita sea! Se dejó caer en el suelo, presa de la frustración. Quizás, cuando ella no estaba, alguien lo habría tirado.

«Vale, Kate, ¿qué piensas hacer?» Al día siguiente, el laboratorio abriría, habría gente. No podía seguir su rutina diaria. Se notaba el corazón el doble de grande y sabía que era por los niveles de glucosa. Podía ir al centro médico; estaba a sólo unas manzanas. Pero tenía que llamar a alguien.

A Cavetti… a la tía Abbie… Ya no podía de ninguna manera seguir sola con aquello. Pensó en Emily y Justin.

De pronto, el pánico se abrió paso en medio de su aturdimiento.

«¿Sabe él dónde están?»

Oh, Dios mío, quizás sí. ¿Dónde iban a estar, si no? De repente, la asaltó una idea aterradora.

Si su padre le había hecho lo que había hecho a su madre, ¿por qué no iba a hacerles daño a ellos?

Recordó lo que había dicho: «Tú no eres la única opción».

Corrió a la mesa y hurgó en el bolso.

Encontró el móvil y recorrió torpemente la agenda de teléfonos. ¿Qué le había dicho? En cualquier sitio, a cualquier hora. ¿A quién coño podía recurrir ahora si no?

Cuando encontró el número de Cavetti, pulsó el botón, nerviosa, sin soltarlo mientras se conectaba a la línea. ¡Quién sabe dónde podía estar! Kate no sabía ni dónde vivía.

Le llevó tres tonos, pero respondió.

– Cavetti.

¡Gracias a Dios!

– ¡Soy Kate! -gritó, suspirando de alivio al oírle la voz.

– Kate. -Notó de inmediato lo nerviosa que estaba-. ¿Qué te ocurre?

– He visto a mi padre. Sé lo que ha hecho. Pero escuche, hay mucho más. Sé lo de Mercado; también lo he visto. Y tengo la impresión de que mi padre me está buscando. Me parece que cree que yo sé dónde está.

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