Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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– ¿Dónde está quién, Kate? -le preguntó él.

– ¡Mercado! -Ya apenas podía conservar la calma.

– Está bien, está bien -respondió él. Le preguntó desde dónde llamaba. Kate se lo dijo, añadiendo que estaba a salvo. Le dijo que no se moviera de allí, que no saliera. Para nada. Él estaba en Nueva Jersey. Llamaría a Booth y a Ruiz, del FBI-. No abras la puerta a nadie hasta que esté ahí alguno de nosotros, ¿comprendes? Ni a tu padre ni a tu marido. A nadie. ¿Queda claro?

– Sí. Pero hay algo más -le habló de Justin y Emily y de lo que su padre había insinuado. Que tenía más opciones…-. Me temo que va a ir allí, Cavetti. Igual ya está de camino.

– Yo me ocupo. Pero, como te he dicho, Kate, no abras a nadie salvo al FBI. ¿Queda claro?

Cuando Cavetti colgó, Kate buscó el número de tía Abbie. Lo marcó rápidamente y, consternada, oyó responder al contestador. «No estamos en casa…»

Entonces probó con el móvil de Em. Tampoco obtuvo respuesta. Kate empezaba a asustarse.

Dejó un mensaje desesperado. «Em, necesito que tú y Justin vayáis a un lugar seguro. No os quedéis en casa. Id a casa de algún amigo o vecino. Y deprisa. Hagáis lo que hagáis, por favor, no os acerquéis a papá. Si llama, ni habléis con él. Ya os lo explicaré cuando llaméis. Confiad en mí. La policía está en camino.»

Se quedó sentada en el suelo. Seguía marcando una y otra vez el número de tía Abbie, en vano. ¿Y si él ya estaba allí? ¿Y si los tenía? Lo único que podía hacer era esperar.

En el fondo del bolso, Kate volvió a toparse con la pistola que le había dado Cavetti. La sostuvo en la mano. Parecía casi un juguete. ¿Sería capaz de usarla si tenía que hacerlo? ¿Contra su padre? Cerró los ojos.

De pronto, oyó el interfono de la puerta de la calle. «Menos mal; ya están aquí.»

Kate se levantó de un salto, dejó la pistola sobre la mesa y corrió por el pasillo hacia la puerta.

– ¿Quién es? ¿Quién llama?

– Agente Booth -respondió una voz desde fuera-. FBI.

Tras el mostrador de recepción, había una pantalla de vídeo que daba a la entrada. Kate se metió tras él y lo comprobó. Vio a Booth en la pantalla en blanco y negro, con la conocida cabeza medio calva, y a otro hombre tras él con una gorra de béisbol, mostrando la placa.

Corrió hacia la puerta e introdujo el código. Se encendió la luz verde. De pronto, empezó a sonarle el móvil. ¡Em! Kate descorrió el pestillo interior y abrió la puerta, encontrándose cara a cara con el agente del FBI.

– Gracias a Dios…

Los ojos de Booth tenían un aspecto extraño, como extraviados y apagados. Entonces, Kate contempló horrorizada cómo el agente se desplomaba en el suelo, con dos manchas rojas en el pecho. Tras él había otro cuerpo.

El hombre que sostenía a Booth arrojó la placa y la identificación.

– Deja el teléfono, gorrión.

80

Kate chilló.

Se quedó mirando los dos cuerpos inertes en el suelo y luego volvió a posar los ojos en su padre. Tras él estaba el hispano con la gorra de los Yankees en que se había fijado al bajar del tren. Su padre le dedicó una mirada de complicidad al tiempo que le decía:

– Espera aquí.

– Papá, ¿qué demonios estás haciendo?

Su padre entró en el vestíbulo y dejó que la puerta se cerrara tras él con suavidad, teniendo cuidado de no pasar el pestillo.

– ¿Dónde está, Kate? Sé que lo has visto. -En su voz ya no había suavidad, ni tan siquiera fingida-. Los he visto, Kate… los colgantes. Los dos. Ya se han acabado las mentiras. Vas a decirme dónde está.

Kate retrocedió por el pasillo. Se le cayó el móvil. Fue entonces cuando vio el arma en la cadera de él.

– No lo sé… es la verdad.

Los agentes del FBI estaban muertos. Cavetti estaba en algún sitio, pero no sabía dónde. Igual también estaba muerto. Y lo que le habían hecho a su madre se lo podían hacer a ella.

– Sabes dónde está, Kate -dijo su padre, haciéndola entrar más al fondo del laboratorio-. No me obligues a hacer algo que no quiero hacer. Ya sabes que voy a matarlo tanto si tengo que hacerte daño como si no.

Ella sacudió la cabeza, aterrorizada.

– ¿Por qué haces esto, papá?

– ¿Por qué lo proteges?

Ella se estrujó el cerebro buscando una salida. Seguía retrocediendo. Su laboratorio. El laboratorio… en la parte de dentro de la puerta había un pestillo. Si conseguía entrar, podría llamar a alguien.

– No me lo pongas más difícil -dijo él.

Kate echó a correr por el largo pasillo. Entró a toda prisa y trató de cerrar la puerta de golpe. Sin embargo, él llegó justo antes de que cerrara. Apuntaló el cuerpo en la puerta, tratando de abrirla. Kate la empujaba con todas sus fuerzas.

Pero él era más fuerte y la abrió.

– ¡No, papá, no!

Kate arrambló con cuanto encontró a su paso -vasos, viales, tarros de productos químicos, muestras- y se lo arrojó con todas sus fuerzas. Él se protegía con el brazo conforme avanzaba, con el vidrio haciéndose añicos en el suelo. Ella agarró un gran vaso Pyrex, rompió la base en la mesa y sostuvo el cuello de vidrio recortado para impedirle el paso. Ni ella misma daba crédito a lo que estaba haciendo. Aquel era el hombre con quien había crecido y en quien confiaba, y ahora no pensaba más que en protegerse, en mantenerlo alejado.

– ¡Soy tu hija! -exclamó con los ojos encendidos-. ¿Cómo puedes hacer esto? ¿Cómo puedes querer hacerme daño?

Él se acercaba a ella.

Kate trató de alcanzarle con el vaso roto, pero él la cogió por la muñeca y se la apretó hasta hacer que se le congestionara el rostro y conseguir que soltara la improvisada arma, que se hizo pedazos en el suelo.

– ¿Por qué mataste a mi madre? Te quería. Todos te queríamos. Le rompiste el corazón, papá. ¿Por qué?

Su padre no respondió. Se limitó a acorralarla contra el mostrador, hasta que a ella se le clavó el borde en la espalda. Kate no sabía lo que se disponía a hacer.

Buscó cualquier cosa con que defenderse. Un instrumento, un teléfono, cualquier cosa. Entonces vio la pistola sobre la mesa. Justo al otro lado.

Su padre sostenía su propia arma con una mano y con la otra tenía a Kate cogida por el cuello y la apretaba con los índices, dejándole los pulmones sin aire. Ella, incrédula, sentía arcadas.

– Me haces daño, papá…

De pronto, con la misma brusquedad con que la había cogido, la soltó. Al mismo tiempo, le pasó la mano por la cara. Alargó la mano hasta el cuello de la sudadera de ella, sacó los colgantes y sonrió.

– ¿Dónde está, cariño? Basta de mentiras. Ya basta de carreras.

Fue entonces cuando se oyó la voz justo detrás de ellos.

– Benjamín, estoy aquí, estoy aquí mismo.

81

Luis Prado estaba esperando fuera, en el vestíbulo. Había hecho un buen trabajo siguiendo a la chica hasta la oficina y ocupándose de los dos agentes cuando llegaron. Ahora sólo quedaba un trabajo por hacer y podría irse a casa.

Daba algo de grima quedarse allí, en aquel espacio estrecho con esos dos cadáveres en el suelo. ¿Qué estaba haciendo Raab dentro?

Luis salió y encendió un cigarrillo. Miró el reloj, esperando a que saliera Raab. Eran unos laboratorios y era domingo por la noche. Por la calle sólo pasaban unas cuantas personas. Apartó la mirada. No le preocupaba que entrara nadie.

Luis pensaba en que éste sería su último trabajo. Lo había dado todo por la fraternidad. Ahora podría volver a casa. Con su familia. Le pondrían alguna cosilla, un colmado, igual un establecimiento de mensajería. Algo legal. Podría entrenar a los chavales: fútbol a lo mejor, o béisbol. Le gustaban los críos. Igual hasta tenía suficiente dinero para que su familia se mudara a Estados Unidos.

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