– Lo sé.
Kate asintió de nuevo. Miró a su espalda. Greg estaba en la entrada. Más tarde ya habría tiempo de decidir qué pasaba con ellos. Pero ahora no.
– Tengo algo para ti en el bolsillo -dijo el hombre moribundo-. Cógelo.
Kate le metió la mano en la chaqueta y sacó algo.
Un relicario.
– Guarda secretos, Kate… -Lo asió fuertemente con los dedos-. Hermosos secretos. -Sonrió-. Como tu sol.
– Lo sé.
Le cogió la mano y la sostuvo tanto tiempo como pudo mientras lo subían a la ambulancia. El equipo médico subió. Las sirenas ululaban. Se lo llevaban, Kate lo sabía. No sólo al hospital, sino también de vuelta al programa. De vuelta a la oscuridad. Jamás volvería a verlo.
– Adiós… -Sonrió, sosteniéndole la mirada hasta que se cerraron las puertas-. Papá…
Las dos primeras ambulancias ya estaban cargadas. Los faros empezaron a girar y arrancaron, escoltadas por la policía. Al llegar a la esquina de la calle, los dos vehículos torcieron a la izquierda. Kate estaba segura de que iban hacia el Centro Médico Jacobi, a pocas manzanas de allí.
Sin embargo, en el cruce, la que llevaba a Mercado siguió adelante hasta la avenida Morris, iluminada.
Cavetti se acercó y le puso la mano en el hombro.
– ¿Qué va a ser de él? -preguntó Kate, al tiempo que la ambulancia de Mercado desaparecía en el océano de luces brillantes.
– ¿De quién, Kate? -Sonrió él, con complicidad-. ¿De quién?
Ella lo siguió con la mirada todo lo que pudo. Al final, bajó la vista y abrió los dedos. Tenía en la mano el relicario que le había dado Mercado. Era un marco viejo, de plata pulida, con el cierre de filigrana.
«Guarda secretos, Kate -le había dicho-. Como tu sol.»
Kate lo abrió.
Se encontró contemplando una foto de una mujer hermosa, con el pelo claro recogido en trenzas y unos resplandecientes ojos verdes que por poco le cortan la respiración. Kate se dio cuenta de que estaba mirando a su madre por primera vez.
Sonrió. Contuvo las lágrimas. Había un nombre grabado bajo la foto.
Pilar.
A Kate le llevó varios días sentirse preparada para volver a verlo. Unos días para ponerse otra vez al día con la medicación y estar fuerte de nuevo.
Se reunió varias veces con la policía y el FBI para contar lo que había sucedido en el laboratorio. Todo lo que había sucedido, esta vez. Reprodujo esos últimos momentos más de cien veces. ¿Podía haber apretado ese gatillo? ¿Podía haberlo apretado él? La entristecía inevitablemente. Al menos ya se había acabado. La deuda de Raab estaba saldada. Él la había criado. Por un lado, aún lloraba por él, independientemente de lo que hubiera hecho.
Él estaba en lo cierto. «No puedes borrar veinte años de un plumazo.»
Kate y Greg quedaron para tomar un café en el Ritz, una cafetería que había en la esquina de su loft.
– Esta vez no habrá secretos -prometió Greg.
Y Kate estuvo de acuerdo. No tenía claro lo que sentía. No tenía claro si lo que Mercado le había dicho cambiaba las cosas. Lo único que Greg dijo fue:
– Sólo quiero que me des la oportunidad de demostrarte lo que siento.
¿Y qué sentía ella?
Kate llegó unos minutos tarde, tras tomar el tren en Long Island. Él seguía pareciéndole guapo, con el pelo castaño despeinado, vestido con un largo abrigo de lana y bufanda. Kate sonrió: esa sangre latina, ¡si no era más que noviembre!
Al verla, Greg se levantó. Ella se le acercó.
– Dichosos los ojos -la saludó, sonriendo.
Ella le devolvió la sonrisa. La primera vez que él había intentado utilizar esa expresión en inglés, en su segunda cita, había dicho algo así como «Me duelen los ojos».
Pidieron y él trajo la bandeja hasta la mesa.
– Con un poco de canela, ¿no?
Kate asintió. Llevaban haciendo lo mismo cuatro años. Él, por fin, había aprendido.
– Gracias.
Al principio, hablaron de cualquier cosa. De Fergus, que la echaba de menos, claro. Y ella también lo echaba de menos. De la factura de la luz, que ese mes había subido mucho. De una de sus vecinas de la escalera, que había tenido gemelos.
– ¿Cómo te llamas? -lo interrumpió Kate.
Clavó la mirada en sus ojos color agua de mar. En ellos podía leerse una expresión lastimera y algo culpable, como si dijeran: «Kate, esto está acabando conmigo».
– Ya sabes mi apellido -respondió Greg-. Es Concerga. La hermana de mi madre se casó con alguien de la familia Mercado hace diez años. Es la esposa de Bobi, el hermano menor.
Kate asintió al tiempo que cerraba los ojos. Había estado conviviendo con un extraño todos esos años. Nunca había oído hablar de esa gente.
«¿Y qué siento yo?»
– Te juro que nunca quise que nada te hiciera daño, Kate. -Greg le tendió la mano-. Sólo me dijeron que te vigilara. Me mandaron aquí a la escuela. Al principio no era más que un favor. No para tu padre, Kate, te lo juro, sino para…
– Lo sé, Greg -lo interrumpió Kate-. Mercado me lo contó. Me lo contó todo.
Todo cuanto tenía que saber.
Greg le asió la mano con los dedos.
– Ya sé que sonará muy cursi, pero siempre te he querido, Kate. Desde el día que te conocí. Desde que te oí pronunciar mi nombre por primera vez. En el templo…
– Te lo destrocé, ¿verdad? -dijo Kate, sonrojándose-. «Greygori…»
– No. -Greg sacudió la cabeza. Tenía los ojos brillantes de lágrimas-. A mí me sonó a música celestial.
Kate lo miró fijamente. Se echó a llorar, incapaz de contenerse. Era como si todo lo que había estado guardándose durante ese año -la caída en desgracia de su padre, la muerte de su madre entre sus brazos, conocer a su verdadero padre- brotara incontrolablemente. Greg se sentó junto a ella en el reservado y la envolvió entre sus brazos. Ella dio rienda suelta al llanto.
– Kate, ¿podrás volver a confiar en mí alguna vez? -Greg la estrechó, apoyando la cabeza en el hombro de ella.
Ella sacudió la cabeza.
– No lo sé.
Puede que lo que el anciano le había dicho al final cambiara las cosas, sólo un poco. La manera en que la había mirado, sin ya nada en su vida que proteger, y le había dicho, en paz: «Tuve que elegir».
Puede que todos tuviéramos que elegir, pensó Kate. Puede que todos tuviéramos un sitio, en algún lugar entre la certidumbre y la fe, la verdad y las mentiras. Entre el odio y el perdón.
Un Código azul.
– No sé. -Kate levantó la cara de Greg hasta la suya-. Lo intentaremos.
Greg la miró, eufórico.
– Prométeme que nunca más nos ocultaremos nada el uno al otro -dijo ella-. Se acabaron las mentiras.
– Te lo prometo, cariño, se acabaron las mentiras.
La estrechó entre sus brazos y Kate pudo sentir en su abrazo lo emocionado que estaba.
– Por favor, vuelve, Kate -le rogó-. Te necesito. Y creo que a Fergus le gustaría saludarte.
– Sí -asintió. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. A mí también me gustaría saludarlo, me parece.
Se levantaron y salieron a la Segunda Avenida. Greg la rodeó con el brazo.
Kate dejó caer la cabeza sobre el hombro de él mientras caminaban. Todo le era familiar. Su vida. Rosa's Foods, el pequeño colmado donde compraban. La tintorería coreana. Era como si llevara mucho tiempo fuera y ahora estuviera en casa.
Al girar en la calle Siete, Kate se detuvo. Sonrió.
– Entonces, ¿hay algo más que quieras decirme antes de entrar, ahora que hemos puesto las cartas sobre la mesa?
– ¿Sobre la mesa?
– Antes de abrir esa puerta, Greg. Porque cuando lo hagamos, empezaremos de nuevo. Quiénes somos. Adónde vamos a partir de aquí. Nunca podremos volver atrás. Es un regalo, Greg, una oportunidad de pasar página y dejar atrás el pasado. Una última oportunidad.
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