«Han ganado. Te han derrotado, Kate. Déjalo, no busques más explicaciones. Ve a buscar a Cavetti y punto; cuéntaselo todo. ¿A quién proteges ahora? ¿Por qué no haces lo único sensato que puedes hacer, sin más? Suéltalo. No tienes nada que guardarte.» Se llevó las manos a los ojos y se echó a llorar. Habían ganado. La habían derrotado. No le quedaba nadie. Ya no tenía nadie en quien confiar.
Su teléfono volvió a vibrar. Era Greg -le había estado dejando mensajes desesperados-, tal vez por decimoquinta vez. «Kate, cógelo, por favor…»
Esta vez levantó la tapa del teléfono. Sin saber por qué. Una ira implacable se abría paso por todos y cada uno de los poros doloridos de su cuerpo.
– ¡Kate! -gritó Greg cuando la oyó descolgar-. Por favor, deja que me explique.
– Explícate. -Su voz era un gruñido apagado y desdeñoso. Si le hubieran quedado fuerzas le habría gritado-. ¿Por qué no empiezas por quién eres, Greg? ¿Con quién estoy casada? ¿O cuál es tu verdadero apellido? ¡Mi apellido! ¿Por qué no empiezas por ahí? ¿Quieres explicarte, Greg? Explícame lo que he sentido los últimos cuatro años. Junto a quién duermo. Empieza por cómo me encontraste.
– Kate, escucha, por favor… Reconozco que hace cuatro años me pidieron que te conociera…
– ¿Que me conocieras?
No podía haber dicho nada que sonara más cruel.
– Para vigilarte, Kate. Nada más, te lo juro. No puedo mentirte; lo que has visto en ese libro es verdad. Me llamo Concerga y no soy de Ciudad de México. Lo siento, Kate. Pero me enamoré de ti. Eso siempre fue real. Esa parte es la verdad. Lo juro por mi vida. Ni en un millón de años se me hubiera ocurrido que esto podía llegar a salir a la luz.
– Pues sí, Greg -respondió ella-. Ha salido. ¿Para quién trabajas entonces, Greg?
– No trabajo para nadie, Kate. Por favor… soy tu marido.
– No, no eres mi marido. Ya no. ¿Para quién me has estado vigilando? Porque ya se ha acabado, Greg. Quedas relevado de tus funciones, de ese deber tuyo. La deuda está saldada.
– Kate, no es lo que crees. Por favor, dime dónde estás. Déjame ir a hablar contigo. -Su voz transmitía desesperación y le dolía no responder, pero ya no controlaba lo que era real y lo que no-. Te quiero, Kate. No me rechaces.
– Vete -dijo Kate-. Vete y ya está. Tu trabajo ha acabado.
– No -replicó él-. No pienso hacerlo. No pienso irme.
– Te lo digo en serio, cariño -respondió-. Ahora no puedo hablar contigo. Vete y punto.
Sólo había un lugar al que Kate pudiera ir.
Aunque se lo habían prohibido expresamente.
Estaba de pie ante el cabo azul ribeteado de blanco de Hewlett, Long Island, y el agente del WITSEC que la había visto acercarse por la calle e interceptado la llevaba ahora firmemente cogida del brazo.
Se había quedado en el cobertizo hasta después de caer la tarde. Había necesitado dos trenes y el resto de la tarde para decidirse. Sabía que no la seguían, pero no podía arriesgarse a llamar y que le dijeran que no. ¿Adónde más podía ir?
Al abrirse la puerta de la casa, la tía Abbie la contempló con los ojos como platos.
– ¡Kate! Oh, Dios mío, ¿qué haces aquí?
A la hermana de su madre le bastó un segundo para darse cuenta de que ocurría algo.
– Tranquilo -dijo Abbie, y asintió en dirección al agente metiendo a Kate en casa deprisa y rodeándola con los brazos-. ¡Em, Justin, bajad enseguida!
Kate era consciente de que su aspecto era lamentable. Llevaba toda la tarde acurrucada a la orilla del río. Tenía frío y estaba mojada, con el pelo despeinado por el viento y las mejillas en carne viva.
Habría que estar ciego para no darse cuenta de que había estado llorando.
Sin embargo, en cuanto sus hermanos bajaron disparados las escaleras, felizmente sorprendidos, todo se iluminó. Em dio un chillido y se abrazaron, dichosos, como aquella noche en el cobertizo de Seattle, antes de que todo se desbaratara. Em y Justin llevaban allí desde el entierro. Bajo custodia. Los hijos de David y Abbie estaban en la universidad. La idea era que se quedaran allí durante el resto del semestre y empezaran una vida nueva en primavera.
– Necesito quedarme aquí -pidió Kate a Abbie-. Sólo un día o dos.
– Claro que puedes quedarte -respondió Abbie, cuyo único motivo de duda era la sombra inquieta que reflejaba el rostro de su sobrina y que no lograba descifrar.
– ¡Puedes dormir en mi cuarto! -gritó Emily, con regocijo-. Quiero decir… en el de Jill…
– No pasa nada. -La tía Abbie sonrió-. A Jill no le importará. Ahora es tu cuarto, durante todo el tiempo quieras. Y también el tuyo, Kate.
– Gracias. -Kate le devolvió la sonrisa, agradecida.
– ¿Por qué has venido, Kate? ¿Qué es lo que ocurre? -Las preguntas de Emily y Justin parecían acribillarla desde todas las direcciones. En ese preciso momento se sentía tan agotada que lo único que en verdad quería era dejarse caer. La condujeron hasta la sala de estar y la dejaron hundirse en una butaca-. ¿Estás bien? ¿Dónde está Greg?
– Trabajando -respondió.
– ¿Qué ha pasado, Kate? -No eran tontos. Se lo leían en los ojos.
– Dejad sola a Kate -les ordenó la tía Abbie.
Algo empezó a reanimarla. Algo que Kate echaba de menos desde hacía mucho.
La alegre sonrisa de su hermana, el moderno corte de pelo algo loco de su hermano. Abbie junto a ella, sentada en el brazo de la butaca, con una suave mano sobre su hombro. Aquí no había posibilidad de error, ni dudas. Para ella, ellos eran su hogar.
Su tío David llegó a casa sobre las siete. Trabajaba en el centro como jefe de ventas para una moderna casa de joyería. Cenaron en el comedor. Estofado, puré de patatas, salsa. Era la primera comida sólida que Kate ingería en días.
Todos la bombardearon a preguntas. ¿Cómo iban las cosas por el laboratorio? ¿Qué tal progresaba Tina? ¿Qué pasaba con Greg?
Kate las esquivó tan bien como supo, contándoles que le habían dado el empleo en el New York Presbyterian y que ahora podrían quedarse en Nueva York, lo que era estupendo.
Justin explicó que irían al instituto de Hewlett durante lo que quedaba de semestre. Con escolta del WITSEC.
– Luego, en primavera, igual a la escuela privada esa, Friends Academy.
– Jill y Matt estudiaron allí -intervino Abbie-, así que los han admitido.
– El equipo de squash de Friends va el tercero de la liga de la Costa Este -anunció Emily-. En otoño podré empezar a jugar torneos.
– Eso es genial -dijo Kate sonriendo. Miró a Abbie y David-. Gracias por lo que estáis haciendo. Mamá estaría orgullosa.
– Vuestra madre no hubiera dudado en hacer lo mismo por nosotros -respondió Abbie antes de dejar el tenedor y apartar la mirada.
Y Kate sabía que estaba en lo cierto.
Más tarde, David ayudó a Abbie con los platos, dejando que Justin y Emily pasaran un rato con Kate.
Subieron los tres al cuarto de Emily, en el segundo piso; el cuarto de su prima Jill. Estaba empapelado con fotos recortadas de Beyoncé, Angelina Jolie y Benjamin McKenzie, de la serie The O.C. Kate se acurrucó en la cama abrazándose a un cojín; Em se sentó a sus pies, con las piernas cruzadas; Justin dio la vuelta a una silla de escritorio y ahí se dejó caer.
Emily la miró, preocupada.
– A ti te pasa algo.
– No me pasa nada.
Kate negó con la cabeza. Sabía que su voz no sonaba convincente.
– Venga, Kate. Mira qué pinta tienes. Estás más blanca que el papel. Tienes los ojos rojísimos. ¿Cuándo te tomaste la medicina por última vez?
Kate hizo memoria. Ayer, puede que anteayer… Lo que de pronto la asustó fue que no conseguía recordarlo.
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