Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Kate asintió, haciéndose cargo de pronto de lo que le decía. Cavetti se levantó y dejó el objeto envuelto sobre la silla.

– Como ya te he dicho, Kate, lo que trato de hacer es por tu propia seguridad.

– Gracias -respondió ella en voz baja, y lo miró a los ojos con una sonrisa leve pero agradecida.

Cavetti se encaminó hacia la puerta. Kate se levantó. De pronto, todo el enfado y la desconfianza que pudiera inspirarle se evaporaron. «Díselo, Kate.»

– ¿Quién era? -preguntó Kate-. La mujer de Búfalo.

Cavetti se metió la mano en el bolsillo. Volvió a sacar la foto. Esta vez desdobló la parte que estaba oculta.

Junto al hombre de la gorra de golf plana había una mujer de mediana edad sonriente, de rostro afable, con un labrador blanco sentado junto a las rodillas.

Kate se quedó quieta, mirando la foto.

Cavetti se encogió de hombros y se la volvió a meter en el bolsillo al tiempo que abría la puerta.

– Sólo la esposa de alguien.

70

En medio de todo lo malo, había algo bueno. Greg aceptó el empleo en el New York Presbyterian.

El Centro Morgan Stanley contaba con uno de los mejores programas en ortopedia pediátrica de la ciudad, y además, les permitía quedarse en Nueva York. Greg bromeaba diciendo que seguramente le tocaría estar de guardia cada dos fines de semana durante un año y que, como residente de poca categoría, tendría que trabajar todas las navidades y días de Acción de Gracias -y seguro que hasta el Día del Orgullo Haitiano también, ya puestos…-, pero el puesto venía acompañado de un verdadero sueldo de médico: más de ciento veinte mil además de una prima contractual de cuarenta mil dólares. Y un despacho que daba al río Hudson y al puente de George Washington.

El viernes por la noche Kate le organizó una cena en el Spice Market para celebrarlo, con varios de sus amigos de Urgencias.

A la mañana siguiente, un amigo les prestó una furgoneta y trasladaron al despacho todos los viejos libros de medicina de Greg y otras pertenencias que abarrotaban el piso. Aparcaron en la avenida Fort Washington y lo subieron todo por el Harkness Pavilion hasta Ortopedia Pediátrica, que estaba en el séptimo piso.

El despacho de Greg era pequeño -había espacio para poco más que una mesa con tablero de formica, dos sillas forradas en tela y una estantería-, pero contaba con unas vistas impresionantes. Y hacía mucha ilusión ver su nombre escrito en negrita en la puerta: Dr. Greg Herrera.

– ¿Y bien? -Greg, cargado con una caja de cartón llena de libros, abrió la puerta de un puntapié y dejó a la vista el Hudson-. ¿Qué te parece?

– Me parece que me voy a agenciar el espacio que quedará libre en el piso después de sacar todo esto -dijo Kate, que llevaba una lámpara de mesa, sonriendo.

– Sabía que estarías orgullosa de mí, cariño. -Greg le guiñó el ojo.

Greg descargó sus cajas y Kate empezó a colgar los diplomas médicos en la pared.

– ¿Y esto?

Kate cogió una vieja fotografía tomada durante unas vacaciones en Acapulco, donde, algo piripis y con los ojos vidriosos tras haber estado bebiendo margaritas en pleno día, habían posado en la mesa del Carlos' Charlie del lugar con un chimpancé. Lo del chimpancé estaba preparado, por supuesto, y la foto les había costado cincuenta dólares. El animal debía de ser el único en todo el bar que no iba borracho.

Kate sostuvo la fotografía junto a los diplomas.

– No. -Greg sacudió la cabeza-. No es muy hipocrática. Mejor me espero a tener plaza de socio titular.

– Sí, iba a decirte lo mismo -asintió Kate, y volvió a dejar la foto sobre la mesa-. De todas formas, me parece un buen momento para darte…

Se agachó y sacó un paquete envuelto con papel de regalo de una de las cajas de cartón.

– Para mi doctor Kovac personal. -Kate sonrió. Siempre bromeaban sobre el simpático médico croata de Urgencias. A Kate le parecía que Greg tenía el mismo pelo enmarañado, los mismos ojos soñolientos y ese acento incomparable-. No quería que te sintieras desplazado el primer día de trabajo.

Greg desató el lazo y al ver lo que contenía se echó a reír.

Era una vieja cartera de médico de cuero negro; debía de ser de los años cuarenta. Dentro había un estetoscopio y un martillo para los reflejos que también parecían de la época.

– ¿Te gusta?

– Me encanta, bicho. Sólo que… -Greg se rascó la cabeza, como perplejo-. No tengo claro ni si sé para qué sirven estas antigüedades.

– Lo compré en eBay -aseveró Kate-. No quería que te sintieras desplazado desde el punto de vista tecnológico.

– Me aseguraré de llevarlo siempre que visite. -Sacó el estetoscopio y lo puso sobre la camiseta de Kate, en el corazón-. Di «ah».

– Ah -dijo Kate, riendo.

Greg lo desplazó seductoramente hacia uno de sus senos.

– Eso, ah… Otra vez, por favor.

– Tú sólo asegúrate de que la única persona con quien lo utilices sea yo -dijo ella tomándole el pelo-. Pero, no, ahora en serio… -Kate le rodeó el cuello con los brazos y metió la pierna entre las suyas-. Estas últimas semanas no habría salido adelante sin ti. Estoy muy orgullosa de ti, Greg. Ya sé que he hecho locuras, pero al decirte esto no cometo ninguna: vas a ser un gran médico.

Era uno de sus primeros momentos de ternura en mucho tiempo y Kate se dio cuenta de cuánto los había echado de menos. Le dio un beso.

– Supongo que te habrás enterado de que ya soy médico -dijo él; luego se encogió de hombros y esbozó una sonrisa avergonzada.

– Ya -respondió ella, apoyando su cabeza en la de él-, pero no rompas el encanto.

Siguieron desempaquetando las cosas de Greg. Unas cuantas fotos y recuerdos, incluyendo una pieza de madera pintada que ella le había regalado, donde se podía leer « PERSEVERANCIA », en letras mayúsculas negritas. Una tonelada de viejos tomos de medicina. Greg se subió a la mesa y fue poniendo en los estantes los libros que Kate le pasaba, de dos en dos o de tres en tres. Casi todos eran libros de texto encuadernados en tela de los tiempos de la facultad de medicina. «La mayoría por leer», reconoció Greg. Los había aún más viejos. Un par de libros de texto de filosofía cubiertos de polvo de cuando iba al instituto. Unos cuantos que se había traído consigo al mudarse. En español.

– ¿Por qué demonios dejas a la vista estas antigüedades? -preguntó Kate.

– Por la misma razón que todos los médicos: nos hace parecer listos.

Kate se puso de puntillas, tratando de pasarle otros tres.

– Pues toma, Einstein.

De pronto, se le cayó uno de la mano y le dio en el hombro antes de caer al suelo.

– ¿Te has hecho daño? -preguntó Greg.

– No.

Kate se arrodilló. Era un viejo ejemplar de Cien a ñ os de soledad, de Gabriel García Márquez. En español, su lengua materna. Greg debía de haberlo traído de México. Seguramente llevaba años en el fondo de esa vieja caja.

– Eh, mira esto.

Tenía abierta la solapa. En la carátula había un anotado nombre, con tinta descolorida.

Kate se quedó fría.

En ese instante el tiempo se detuvo; fue entonces cuando Kate vio su vida a un lado, una vida que sabía que ahora se quedaba atrás… y algo distinto al otro, algo que no quería ver. Y por mucho que quisiera evitar que pasara, aquel momento no iba a detenerse.

Leyó lo que ponía.

– ¡Kate!

Fue como si le hubieran vaciado de oxígeno los pulmones. O algo parecido al horror de un avión que de repente acelera y desciende en picado… algo escalofriante que lo cambiaba todo, imposible de creer, pero real.

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