Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Un surtido de viejos de aspecto andrajoso con cervezas delante proferían gritos frente a un partido de fútbol en la tele. Una de las paredes estaba cubierta de fotos en blanco y negro de famosas estrellas del fútbol y tenores. En otra habían colocado una bandera nacional gaélica a modo de tapiz. Cavetti se acercó a la barra y se situó junto a un hombre medio calvo con impermeable color canela, encorvado sobre su cerveza.

– ¿Bebes solo?

El hombre se volvió.

– Pues no sé. Brad y Angelina se dejarán caer en cualquier momento.

– Siento decepcionarte.

– Que les den. -Alton Booth retiró el periódico del taburete de al lado -. Algo me dice que me van a plantar.

Cavetti se sentó.

– Tomaré lo mismo que él -indicó al musculoso hombre con coleta y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes que había tras la barra.

– ¡Shirley Temple! -gritó el barman.

Algunos apartaron la mirada del partido y se volvieron.

– Sabe que soy poli, ¿no? -Cavetti resopló, divertido.

– Aquí lo saben todos. Te has sentado a mi lado.

El barman le sirvió a Cavetti una Killian's, acompañada de una sonrisita que daba a entender que lo había calado nada más entrar. Cavetti tomó un trago de cerveza.

– Aquí me tienes, Al. Supongo que no me has hecho venir por mis encantos.

– Pues no, lo siento.

El hombre del FBI se encogió de hombros, como avergonzado, y le pasó un sobre de papel Manila deslizándolo por la mesa. Cavetti abrió el cierre y extrajo el contenido.

Fotos.

Se echó a reír.

– No has podido resistirte, ¿eh?

– No entiendo el chiste.

– Kate Raab me dijo lo mismo. Siempre que voy a verla, me presento con fotos.

– Ya verás como le lleguen unas cuantas como éstas.

Phil Cavetti sacó lo que contenía el sobre. Había una carátula que rezaba «pruebas del delito», de la sede del FBI en Seattle. En la primera página decía: «Pike's Market. Homicidio de Sharon Raab, también conocida como Sharon Geller».

– Un equipo de agentes de nuestro personal en la zona investigó la escena del crimen -explicó Booth-. Las tomó la cámara de seguridad de un garaje, a una manzana del hotel. El agente al cargo, toda una promesa, anotó las matrículas de todos los vehículos que salieron de aparcamientos de la zona en los primeros minutos posteriores al accidente.

– Muy meticuloso -asintió Cavetti impresionado, hojeando las fotos.

Eran todas de la parte trasera del mismo coche: un Chrysler Le Baron. Años antes, Cavetti había conducido uno igual. Éste era más nuevo, con matrícula de Michigan: EV6 7490.

– De alquiler -dijo el hombre del FBI, adelantándose a la siguiente pregunta-. Dos días antes. Lo devolvieron al día siguiente en el aeropuerto de Sacramento.

Cavetti lo miró con impaciencia.

– ¿Me pido otra cerveza, Al, o piensas darme algún nombre?

– Skinner.

Cavetti abrió los ojos como platos.

– El puto…

«Kenneth John Skinner» era el nombre en uno de los permisos de conducir que les había llevado hasta Benjamin Raab.

O sea que, después de todo, no era cosa de Mercado; sólo estaba montado para que lo pareciera. Raab estaba tras ello, aunque él no hubiera apretado el gatillo.

Ese hijo de puta había matado a su propia esposa.

– ¿La foto viene con alguna explicación de lo que está pasando?

– Lo que yo sé es que tenemos a cuatro agentes muertos, Phil. Y que Óscar Mercado ha desaparecido. Deduzco que nos enfrentamos a un hombre al que hemos subestimado enormemente. El problema es que el subdirector Cummings empieza a suponer lo mismo.

– ¿Cummings?

– El subdirector quiere que esto se acabe, Phil. Quieren a Raab, a Mercado… que todo esto se mantenga en secreto. Se acabaron las tonterías del dichoso Código azul. Su orden es: «No importan los medios»…

– No importa a quién se ponga en peligro -asintió Cavetti-. No importa quién se ponga en medio.

Booth se volvió a encoger de hombros.

– Tus chicos se están fastidiando los unos a los otros, Phil. -Booth pidió otra cerveza-. O eso, o esto es algún montaje de cojones para no tener que pagar pensiones alimenticias.

– Tienes razón. -Cavetti bebió un último trago y se levantó, dando una palmadita a Booth en la espalda-. A su hija no le va a hacer ninguna gracia.

Miró a Booth, luego recorrió con la mirada el lúgubre bar.

– ¿Qué es lo que te gusta de este sitio, Al? -preguntó, buscando un billete en el bolsillo.

Booth lo detuvo.

– En los setenta, yo me partía el espinazo en la patrulla que se encargaba de los Westies. -Los Westies eran la sanguinaria banda de Hell's Kitchen cuyos miembros siempre se utilizaban como carne de cañón para la calle-. Aquí estaba el cuartel general. Me pasé tantas horas vigilando ahí fuera, que un día salió el encargado y me trajo una cerveza. Desde entonces, no he pagado ni una vez.

Cavetti se echó a reír. Él también tenía unas cuantas historias del estilo.

No estaba contento, sin embargo. El día anterior había hablado con Kate Raab. Estaba seguro de que no había sido sincera con él cuando le preguntó por su padre.

Ahora temía el doble por ella.

73

Kate se quedó en el tren durante lo que se le antojaron horas. Viajó hasta el centro, hasta la calle Cincuenta y nueve. Luego fue vagando como en una nube por entre el gentío de la estación abarrotada y tomó la línea de Broadway hacia el norte.

Su mundo acababa de partirse en dos.

Había visto cómo mataban a su madre; a su mejor amiga, víctima de los disparos y ahora en coma; a su padre, pasar de ser la persona que más quería y admiraba en el mundo a convertirse en alguien cuya voz la colmaba de dudas y temores.

Pese a todo lo que había pasado, nunca se había sentido sola, porque siempre había tenido a Greg. Sabía que siempre podía regresar con él. Él la hacía sentir plena.

Hasta ahora.

Ahora no sabía adónde acudir. ¿A la policía? ¿A Cavetti? Contarles todo: la relación de su padre con Mercado, que había organizado su propia detención, que iba tras su propio hermano, que había hablado con él.

Que tal vez su propio marido también tuviera algo que ver.

El traqueteo del tren la tranquilizó. Viajó hasta el norte, más allá de la calle Ciento sesenta y ocho. No sabía adónde ir; sólo tenía claro que debería tomar una decisión pronto. No podía ir a casa: allí estaría Greg y no podía enfrentarse a él. Ahora no.

Fue en ese momento cuando anunciaron por megafonía: «Próxima estación: calle Dyckman».

Fue como si lo hubiera soñado. Ésa era la respuesta. Al menos por un rato. Kate se bajó, corrió por las escaleras y se encaminó al río.

Hasta el cobertizo sólo había un paseo.

En medio del frío intenso de aquella tarde de noviembre, Kate se apoyó en el embarcadero. Aquel día sólo había unos cuantos remeros incondicionales haciendo frente al frío cortante. Un equipo de ocho de algún club se impulsaba al pasar junto a la gran C de Columbia. A Kate le llegaba la voz del timonel: «Palada… Palada…». Se acurrucó en la sudadera, con la brisa húmeda azotándole la cara y el cabello.

¿Había estado todo organizado desde siempre? ¿Había estado Greg implicado todo el tiempo? Cuando se conocieron, cuando se enamoraron, siempre que reían, bailaban, hablaban de sus vidas, compraban cosas para el piso. Cada vez que hacían el amor. ¿Formaba todo parte del mismo plan?

Le volvieron a entrar náuseas, ese acceso violento, arrollador e imparable. Cuando se le pasaron dejaron paso a una sensación de aturdimiento, como si le hubieran dado una paliza y roto todos los huesos. Como si se estuviera quedando sin fuerzas.

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