Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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– Phil, ya conoces a Hal Roach -le dijo Cal White mientras el hombre de cabello cano se inclinaba hacia delante y estrechaba la mano de Cavetti.

Roach era ayudante del fiscal general de Estados Unidos.

Muy, muy por encima de su categoría salarial, pensó Cavetti.

– Entendido.

El subdirector colgó el teléfono. Se acercó a ellos, se dejó caer en una silla de cuero y suspiró, como si no le entusiasmara especialmente estar ahí y no en casa, con su mujer e hijos; por no hablar del hecho de tener también en su despacho a uno de los responsables de mayor rango del Departamento de Justicia. Resopló y dejó caer una carpeta en una mesa auxiliar que había delante del sofá, y el contenido se salió.

Eran fotos de la tortura y ejecución de Margaret Seymour.

Cummings miró a White y profirió un suspiro perentorio.

– Cal, creo que ya conoce estas fotos… ¿Alguna idea de con quién trabajaba?

White se aclaró la garganta, y volvió la vista hacia Cavetti.

– Phil…

Cavetti tenía muy presente que lo que dijera en los siguientes instantes podía ser decisivo para el resto de su carrera.

– Frank Gefferelli, Corky Chiodo -respondió-, parte de la familia Corelli. Ramón Quintero, de los Corrado. Jeffrey Atkins; puede que recuerde que fue abogado denunciante en el fraude de Aafco…

El subdirector cerró los ojos y asintió con desagrado.

Cavetti se humedeció los labios y contuvo el aliento, antes de soltar un bufido.

– Soltero Número Uno.

Utilizó el nombre en clave, el que sabía todo aquel que trabajara en las altas esferas del cumplimiento de la ley.

Si los primeros nombres habían hecho subir la temperatura, Cavetti sabía que este último haría estallar el jodido generador.

Un silencio de perplejidad se adueñó de la estancia. Todos lo miraban fijamente. Los ojos de Cummings se clavaron en los de White, exasperados, y luego en el ayudante del fiscal general.

– Soltero Número Uno -asintió el subdirector con gravedad-. Genial.

Por un instante, todos parecieron sopesar las implicaciones de que se divulgara la identidad del informante más importante de narcóticos bajo custodia de Estados Unidos. Alguien que llevaba años contribuyendo a condenar a miembros de la familia Mercado. Como se había pasado todo el trayecto en coche planteándose justo lo mismo, la mente de Cavetti se trasladó a la península Nothern, en Michigan, donde sabía que era más que probable que acabara su carrera.

– Señores. -El ayudante del fiscal general se inclinó hacia delante-. Creo que todos llevamos bastante tiempo en el oficio como para percatarnos de cuándo nos hallamos ante un desastre grande de cojones. ¿Saben las implicaciones que tendría que ése fuera el paradero que la agente Seymour divulgó?

– No estamos del todo seguros de que el asesinato de la agente Seymour estuviera relacionado -respondió Cal White, el responsable de los US Marshals, tratando a todas luces de posicionarse.

– Y yo no soy Shaquille O'Neal. -El director del FBI frunció el ceño-. Pero están ustedes aquí…

– Sí -asintió con desánimo el responsable del WITSEC-. Estamos aquí.

– Así que creo que los tres deberíamos comprometernos -dijo el subdirector-; aquí se acaba esta brecha. El otro tipo que falta, este tal «MIDAS» -añadió mirando una hoja de papel-, el que creen ustedes que tuvo algo que ver con. esto, Benjamín Raab… ¿dónde demonios está?

– Se ha esfumado -reconoció Cavetti mientras su jefe lo miraba, impotente-. Es lo que llamamos un Código azul. Desaparecido. Ahora tenemos vigilada a su familia.

– Un Código azul. -El subdirector pareció abrasarlo con su mirada-. ¿Y eso qué es?… ¿El modo que tienen los del WITSEC de decir que no tienen ni puta idea? -Recorrió la estancia con la mirada, indignado, y luego suspiró-. Bueno, pues es lo que hay en cuanto a Soltero Número Dos. Y volviendo a Soltero Número Uno. Supongo que lo habrán ocultado y trasladado…

– Por eso estamos aquí. -Calvin White palideció y se aclaró la garganta-. También es un Código azul.

44

El miembro de los US Marshals Freddie Oliva formaba parte del WITSEC desde hacía seis años. Se había criado en el Bronx, donde su padre trabajaba de guardagujas en la compañía de transportes metropolitanos. Había ido a la Facultad de Criminología John Jay, se había sacado los estudios previos a la carrera de Derecho y tal vez algún día se sacaría el título de abogado. Sin embargo, ahora mismo había un crío en camino y facturas que pagar, y además esto estaba mucho más cerca de la acción que quedarse sentado en alguna habitación con un auricular en la oreja escuchando la cháchara del Departamento de Seguridad.

A Oliva le gustaba trabajar para los federales. La mayoría de esos tíos eran aspirantes al FBI que no conseguían entrar en el programa de Quantico. No le llegaban ni a la suela del zapato. A veces hacía turnos de guardia en los juzgados o tenía que acompañar a algún pez gordo de la mafia de camino al juzgado. O a una nueva ubicación. Había llegado a hablar con esos padrinos, y a algunos había llegado a conocerlos bastante bien. A lo mejor algún día escribía un libro.

Lo que a Freddie no le gustaba para nada era hacer de canguro. Cualquier interno podía quedarse ahí sentado contemplando cómo hacía pis el chucho. Pero después de lo que había pasado en el río, se iba a pegar a esa tía como una lapa. Al fin y al cabo, aquel asunto no tardaría en acabarse.

Ese tipo, Raab, cometería algún error, se dejaría ver por algún sitio. Lo pillarían y retirarían la protección de la chica. Y él volvería a su trabajo habitual.

– Oliva -crujió de pronto una voz en el auricular-, el sujeto baja ahora por el ascensor.

«Sujeto…» Resopló cínicamente y puso los ojos en blanco. El «sujeto» no era ningún asesino a sueldo tarado que ocultaran para el juicio. Ni ningún condenado a veinte años o a perpetua fugado y en busca y captura.

El sujeto era una bióloga de veintitrés años con un perro que tenía que mear.

– Recibido -respondió con un gruñido.

Oliva abrió la portezuela del coche y estiró los músculos. No le iría mal algo de ejercicio. De estar todo el día sentado en ese maldito coche se estaba quedando más tieso que un palo.

Al cabo de unos instantes, se abrió la puerta del edificio y el «sujeto» salió con Fergus, que tenía los ojos clavados en el bordillo.

Oliva no podía creerse que de verdad le pagaran por ese trabajo.

– ¿Es que nunca libra?

Kate se acercó a él, con el perro atado a la correa tirando de ella.

– Donde vaya usted, voy yo -respondió Oliva con un guiño-. Ya lo sabe, mamita. Ésas son ahora las instrucciones.

– ¿Y las instrucciones incluyen las salidas del perro a hacer sus necesidades? -dijo Kate mirándolo fijamente.

Llevaba puestos unos vaqueros que le sentaban bien, una chaqueta acolchada y una mochila colgada en la espalda. Freddie Oliva se sorprendió pensando que, si hubiera llegado a tener una profesora de biología como ésa, se habría pasado mucho más tiempo en el laboratorio que en el campo de fútbol. Ella alargó el brazo sosteniendo una bolsa de plástico y le dijo:

– Mire, Oliva, así se sentirá útil.

Él sonrió.

– Ya me siento útil.

Le gustaban los clientes con sentido del humor.

Fergus se le acercó meneando la cola. Oliva pensó que en los últimos dos días se había aprendido de memoria cada movimiento del chucho. Primero olisqueaba un poco alrededor del poste; luego contoneaba el culo por el bordillo; después se agachaba y… ¡premio! Oliva se apoyó en el coche, observando. «Joder, Freddie, tiene razón la chica. Tienes que cambiar de trabajo pero ya.»

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