Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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A Kate le brillaban los ojos.

– Lo sé.

Él no cedió.

– Lo siento. Te has equivocado al venir aquí, Kate. -Trató de soltarse-. Asúmelo, tu padre era un delincuente, Kate. Hice lo correcto. Tengo que irme.

Kate alargó la mano y cogió el brazo del contable. Apenas podía ocultar sus sentimientos. Conocía a Howard Kurtzman desde pequeña.

– Hice lo correcto, Kate. ¿Es que no lo entiendes? -Parecía que le fuera a dar algo-. Ahora vete, por favor. Ésta es mi vida ahora. Déjame, Kate, y no vuelvas.

41

Era una fría mañana de octubre. Kate volvía a estar en el río. El agente del WITSEC que la vigilaba la observaba desde el aparcamiento que quedaba por encima de la orilla y del cobertizo del embarcadero.

Kate se separó del pantalán y fue río arriba, hacia el Hudson. Más arriba, en el acantilado de la curva de Baker Field, el sol brillaba intensamente sobre la C pintada de Columbia.

Esa mañana las corrientes estaban algo picadas y había poco tráfico. Kate se sentía bastante sola. Empezó con paladas cada cinco latidos, lo justo para alcanzar su ritmo. El elegante bote se deslizaba con facilidad por las olas. Más adelante encontró una' lancha en medio del río, en el tramo llamado Narrows, entre Swindler's Cove y Baker Field.

Kate hizo una serie para apartarse. «Vale, Kate, ponle ganas… Suéltalo…»

Se inclinó hacia delante y se impulsó hasta coger ritmo, aumentando la velocidad a una palada cada cuatro latidos. Su traje de neopreno no dejaba pasar el viento cortante ni el frío. Siguiendo su pauta, Kate regresó mentalmente al día anterior. Lo inquieto que se había mostrado Howard, lo nervioso que parecía por el mero hecho de encontrársela. Ocultaba algo -Kate lo tenía claro-, pero no pensaba decírselo. Alguien lo había presionado para que fuera al FBI. Y estaba segura de que su madre también sabía algo. Sharon la tenía preocupada, allí sola. Todos la tenían preocupada. Los del WITSEC no se lo estaban contando todo.

Kate remó contracorriente con todas sus fuerzas, impulsándose con las piernas y con el asiento deslizándose a popa. Miró a su espalda. Se acercaba a la curva. La corriente estaba picada, y el viento se hundía en su traje de neopreno. Ya debía de haber recorrido más de kilómetro y medio.

Fue entonces cuando vio la lancha en la que había reparado antes. Se acercaba por detrás.

En el río había calles. Ella tenía preferencia. Al principio Kate se limitó a refunfuñar y pensó: «Eh, despierta, capullo». No había nadie más que ellos dos. La embarcación pesaba por lo menos dos toneladas y parecía ir rápido. Sólo con la estela ya la haría volcar.

Kate cambió la remada, apartándose del camino de la otra embarcación en dirección a la costa del Bronx.

Volvió a mirar atrás. La lancha que se aproximaba también había cambiado de dirección; ¡aún la tenía encima! «Por Dios, ¿es que esta gente va dormida todavía?» Ahora los separaban unos cien metros y el casco rojo brillante empezaba a verse muy grande. Kate volvió a levantar los remos y a mirar alrededor. El corazón empezó a acelerársele.

No es que la lancha fuera en su dirección: seguía un rumbo de colisión. Se le venía encima.

Entonces Kate empezó a asustarse. Miró a su espalda, en dirección al cobertizo, y vio al agente del WITSEC, que no podía hacer nada aunque viera lo que pasaba. La embarcación iba hacia ella a toda velocidad. Podía partir en dos su bote de fibra de vidrio. Kate subió el ritmo. «¿Es que no me ven?» La lancha se acercaba, tanto que podía ver a los dos hombres de la cabina. Uno llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una coleta y la miraba fijamente. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que ocurría.

No estaban para nada distraídos. Aquello no era ningún accidente.

Iban a estrellarse contra ella.

Desesperada, Kate la emprendió con los remos, tratando de maniobrar el diminuto bote mientras la embarcación se le echaba encima. ¡Dios mío! Abrió los ojos angustiada y la miró fijamente. «¡Vamos a chocar!» En el último segundo, se oyó una bocina ensordecedora, y la embarcación, con su enorme casco avanzando pesadamente por encima de ella, viró. Se oyó un horrible chirrido: su remo partiéndose en dos. Su bote se levantó en medio de la estela, como un muñeco de trapo, y se partió por la parte trasera del casco.

«Oh, Dios mío… no.»

En cuestión de segundos Kate se encontró en el agua, que estaba sucia y helada y la golpeó como si de un bloque de cemento se tratara. El río se precipitaba al interior de sus pulmones. Kate pataleó y revolvió los brazos atrapada en el violento remolino que había dejado tras de sí la embarcación. Sentía que luchaba por su vida. Trató desesperadamente de impulsarse hacia arriba.

De pronto, se dio cuenta: «No puedes subir, Kate». «Esta gente intenta matarte.»

Cada célula de su cuerpo gritaba, presa de la confusión y el pánico. Kate empezó a bucear moviendo los pies con movimiento de tijera y nadó, rogando por tener suficiente aire en los pulmones y con intención de seguir hasta que la abandonaran las fuerzas. No estaba segura de qué dirección tomar. Cuando sintió que le fallaban los pulmones se abrió paso hacia la superficie como pudo. Durante un instante permaneció desorientada, jadeando, aspirando bocanadas del necesario y tan valioso oxígeno. Vio la orilla, la orilla del Bronx, a unos veinticinco metros. La única persona que podía ayudarla ahora estaba en el otro lado.

Kate se volvió y vio la lancha dando vueltas cerca de donde se encontraba su bote volcado. A poca distancia vio lo que quedaba del casco azul del Peinert, partido en dos, y observó al hombre de la coleta en la popa del barco, escudriñando los restos para luego alzar la vista lentamente y describir con la mirada un arco cada vez más amplio en dirección a la línea de la costa.

Sus ojos se detuvieron justo sobre ella.

«Por Dios, Kate, tienes que salir de aquí ahora.»

Tomó aire y volvió a sumergirse. Por unos segundos, buceó en paralelo a la costa, con un miedo atroz de salir.

Entonces el río se volvió estrecho y poco profundo. Los músculos de Kate empezaron a agotarse. Nadó como pudo los últimos angustiantes metros y se impulsó hacia la superficie para alcanzar por fin la orilla rocosa entre respiraciones entrecortadas, aspirando compulsivamente para recuperar el aliento. Rodó hasta quedar tendida boca arriba, demasiado agotada para preocuparse tan siquiera de su seguridad. Sus ojos volvieron al punto en donde creía que encontraría la embarcación.

Se había ido.

Vio cómo se alejaba a toda velocidad por el río. El de la cola seguía en la popa, devolviéndole la mirada.

Kate apoyó la cabeza en el suelo y tosió, expulsando un chorro de agua aceitosa que olía a combustible. Por alguna razón, en el último instante la embarcación había virado; de lo contrario, estaría muerta.

No sabía si habían intentado matarla o si sólo era un aviso. En cualquier caso, entendía lo que significaba.

Mercado ya no era sólo un nombre o una amenaza.

Ahora era la clave de su supervivencia.

42

Lo había decidido mucho antes de que llegara la policía.

Mucho antes de que encontraran la lancha, robada el día anterior en un varadero de City Island, abandonada en un embarcadero del East River.

Antes de que le curaran y vendaran el corte en el brazo provocado por el remo astillado, y antes de que Greg corriera al hospital para llevarla a casa y antes de echarse a llorar al verlo y percatarse de la gran suerte que tenía de estar viva.

Lo había decidido en la orilla.

Lo que tenía que hacer.

Con los pulmones ardiéndole y los dedos clavados en la tierra mojada pero tan preciada, con la embarcación que casi la había partido por la mitad alejándose a toda máquina y una inconfundible mirada de lucidez en los ojos del hombre de la cola de caballo.

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