Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Al cabo de pocos días, le dejaron el mensaje en el contestador automático. «El señor Kipstein me ha pedido que te llamara, Kate. Ya ha llegado lo que buscabas.»

Kate se dirigió al despacho del abogado, en un alto edificio de cristal situado en la esquina de la Cincuenta y cinco con Park. La secretaria la acompañó hasta un gran despacho donde varias pesadas carpetas negras descansaban sobre la elegante mesa de reuniones.

– Ponte cómoda, Kate -le dijo Alice-. Aquí hay agua. Si necesitas algo, sólo tienes que llamarme. El señor Kipstein está en una conferencia; espero que no tarde.

Cerró la puerta.

Kate se dejó caer en una silla de piel y cogió el primer volumen encuadernado. Estaba lleno de documentos legales presentados ante el tribunal: declaraciones, formularios de pruebas, acuerdos de testigos. Kate ni siquiera sabía lo que buscaba. De pronto, su idea le pareció algo estúpida y abrumadora. Sólo rezaba por que allí hubiera algo.

Empezó con las exposiciones de apertura. La inquietaba ver las pruebas acumuladas contra su padre, leer que era responsable de conspiración y de graves delitos. Que se declarara culpable, que confesara sus delitos, que incriminara a su amigo.

Pasó a la parte de la tercera carpeta donde él subía al estrado. El fiscal explicaba al tribunal cómo había conspirado abiertamente para infringir la ley. Que había aceptado sobornos, mordidas. Que los había pasado a su amigo Harold Kornreich. Que siempre había sabido con quién trataba. Durante las repreguntas, el abogado defensor hizo cuanto pudo por desacreditarlo.

ABOGADO: Ha mentido sobre su implicación a prácticamente todo el mundo, ¿verdad, señor Raab?

RAAB: Sí.

ABOGADO: Mintió al FBI cuando lo detuvieron. Mintió al Departamento de Justicia. Mintió a sus empleados. Hasta mintió a su propia mujer e hijos, ¿no es así, señor Raab?

RAAB: Sí.

ABOGADO: Hable más alto.

RAAB: Sí.

A Kate se le puso el corazón en un puño. Toda esa farsa… «¡Hasta ahora nos miente!»

Dolía leerlo; verlo fingir arrepentimiento y a la vez traicionar a su amigo. Tal vez no hubiera hecho bien en venir. Kate hojeó las páginas, leyendo su testimonio. Ni siquiera sabía qué coño andaba buscando.

Entonces algo captó su atención.

Uno de los testigos del gobierno. Su nombre no aparecía, pero los dos letrados se referían a él con un seudónimo: Smith. Decía que trabajaba para Beecham Trading. Beecham era el nombre de la calle donde vivían antes.

Era la empresa de su padre.

A Kate empezó a acelerársele el pulso cuando volvió a inclinarse sobre la carpeta encuadernada en negro con renovado interés. El siguiente en hablar fue Nardozzi, el fiscal del Estado.

NARDOZZI: ¿Qué trabajo desempeñaba en Beecham, señor Smith?

TESTIGO: Llevaba la contabilidad diaria. Los gastos en efectivo, los acuerdos comerciales…

Kate abrió los ojos como platos. «Oh, Dios mío.» ¡Sabía quién era!

NARDOZZI: En el desempeño de su trabajo, ¿gestionó pagos de Paz Enterprises?

TESTIGO: Sí, señor Nardozzi. Era uno de mis principales clientes.

NARDOZZI: ¿E ingresos procedentes de Argot Manufacturing?

TESTIGO: [Asiente] También, señor. Ingresos también.

NARDOZZI: ¿Y sospechó en algún momento de esos ingresos de Argot?

TESTIGO: Sí, señor. Argot era fabricante. Paz le trasladaba su producto directamente, así que había mucho movimiento. Lo comenté ampliamente con el señor Raab. Varias veces. Las facturas… no parecían legales.

NARDOZZI: Cuando dice que no parecían legales, quiere decir que tenían un porcentaje de comisión más elevado de lo normal.

TESTIGO: [En voz baja] Sí, señor Nardozzi. Eso… y que todas correspondían a artículos corrientes pero que se enviaban a paraísos fiscales.

NARDOZZI: ¿Paraísos fiscales?

TESTIGO: Las Islas Caimán, Trinidad, México. Pero yo sabía que no acababan ahí. Hablé de ello con Ben, varias veces durante estos años. Él siempre me daba largas diciendo que sólo era una cuenta diferente con la que se facturaba de otro modo. Pero yo sabía adónde iban. Conocía a la gente con la que tratábamos y el tipo de dinero que entraba. Por muy contable que sea, señor Nardozzi [ríe], no soy tonto.

NARDOZZI: ¿Y qué hizo, señor Smith, con las preguntas que tenía? ¿Después de, como dice, hablar varias veces con su jefe y que él siempre lo disuadiera?

Kate leyó la respuesta. Se apartó de la transcripción. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.

TESTIGO: [Pausa larga] Contacté con el FBI.

40

Kate dio un paso adelante, sorprendiendo al hombre fornido al salir del edificio de oficinas de la calle Treinta y tres.

– ¿Howard?

Howard Kurtzman había trabajado veinte años para su padre. No le costó encontrarlo. La antigua secretaria de su padre, Betsy, conocía la empresa de juguetería donde trabajaba ahora. El contable siempre había sido hombre de costumbres arraigadas. Cada día salía a comer a las doce en punto.

– ¿Kate? -Sus ojos la miraron, nerviosos-. Caray, Kate, cuánto tiempo. ¿Cómo te va?

Kate siempre le había tenido cariño. De pequeña, él era quien llevaba el día a día de la oficina. Uno de esos tipos que siempre parecían el alma del lugar. Era Howard quien siempre enviaba a Kate sus cheques con la asignación mensual cuando iba a la universidad. Una vez hasta la encubrió, cuando ella superó el límite de su tarjeta de crédito en Italia y no quería que su padre se enterara. Howard aún pesaba más de la cuenta, se le había caído algo el pelo de la coronilla y al hablar resollaba un poco. Aún llevaba las mismas deportivas gruesas con plantillas especiales y la misma corbata ancha pasada de moda. Siempre se refería a Kate como «La hija número 1 del jefe».

– Enhorabuena -dijo, ajustándose las gafas-. Me han dicho que te has casado, Kate.

– Gracias.

Lo miró. Había algo en la situación que a Kate se le antojaba ligeramente triste.

– ¿Es casualidad o qué? -trató de reír el contable-. Me temo que el antiguo talonario no da para más.

– Howard, he leído las transcripciones.

Kate dio un paso adelante.

– Las transcripciones… -Se rascó la cabeza, incómodo-. Caray, Kate, ya ha pasado un año entero. ¿Ahora?

– Howard, sé que fuiste tú -respondió Kate-. Sé que eres tú quien lo denunció.

– Te equivocas -negó con la cabeza-. El FBI me citó a declarar.

– Howard, por favor… -Kate puso la mano en el brazo del contable-. Me da igual. Sé que mi padre hizo cosas malas. Sólo quiero saber… ¿por qué lo hiciste? Después de tantos años… ¿Es que te incitaron a hacerlo? ¿Te presionaron? Howard, eras como de la familia.

– Ya te lo he dicho. -Sus ojos iban y venían, inquietos-. Me citaron, Kate. No tenía alternativa.

– Entonces, ¿quizá lo hizo otra persona? Alguien del ramo. ¿Te pagó alguien, Howard? Por favor, es importante. -Kate se dio cuenta de que parecía algo desesperada-. Tengo que saberlo.

Howard la llevó hasta el bordillo, lejos del ir y venir de los transeúntes. Kate se dio cuenta de que estaba asustado de verdad.

– ¿Por qué haces esto, Kate? ¿Por qué vuelves atrás ahora?

– Para mí no se ha quedado «atrás», Howard. Mi padre ha desaparecido; hace una semana que nadie lo ve. Mi madre está hecha polvo. Ni siquiera hay manera de saber si está vivo o muerto.

– Lo siento -respondió él-. Pero no puedes estar aquí, Kate. Tengo una vida…

– Nosotros también, Howard. Por favor, sé que sabes algo. No puede ser que lo odies tanto.

– ¿Crees que lo odio? -Su voz expresaba una tímida negativa, algo que Kate también interpretó como tristeza-. ¿Es que no lo entiendes? Trabajé para tu padre durante veinte años.

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