«Muy bien, habéis ganado -dijo para sus adentros con rabia mientras la lancha se alejaba a toda velocidad-. Me queríais a mí, pues ya me tenéis, hijos de puta. Soy toda vuestra.» Ya no podía mantenerse al margen como si nada.
Si habían conseguido encontrarla a ella, podían localizar a su familia.
Su madre tenía información de por qué había desaparecido su padre. De por qué salía en esa foto. La verdad sobre sus vidas. Podían estar en peligro.
Kate sabía, hasta cuando Greg la abrazaba, lo que tenía que hacer.
Los agentes del WITSEC no la ayudarían a llegar hasta ellos.
Ahora encontrar a su familia dependía de ella.
El médico le dio Valium y Kate durmió un par de horas en el piso. Antes de irse, Greg se arrodilló junto a la cama y le acarició el cabello.
– En la puerta hay un agente y la policía está fuera. Mejor aún: Fergus está montando guardia.
– Bien -dijo Kate medio dormida, y le apretó la mano.
– Tienes que ir con cuidado, Kate. Te amo. No quiero ni pensar en lo que podría haber pasado. Volveré pronto, te lo prometo.
Kate asintió, con los párpados pesados, y cerró los ojos.
Se despertó a media tarde. Aún se sentía algo grogui y mareada, pero por lo demás estaba bien. Llevaba el brazo izquierdo vendado. Miró por la ventana y vio a un hombre del FBI y a un par de agentes uniformados abajo, en la calle. También había un guardia apostado en su planta, delante de la puerta del piso.
Kate se dio cuenta de que no sería fácil hacerlo. No podía enviarles un correo electrónico. No podía llamarlos. Ahora los agentes no estarían dispuestos a perderla de vista.
¿Por dónde demonios podía empezar?
En el cajón inferior del escritorio estaba el clasificador de fuelle donde guardaba los correos electrónicos y la correspondencia que había recibido de ellos el año anterior. Kate nunca los había destruido como le habían indicado. Esos mensajes y postales eran cuanto tenía. Los había leído varias veces.
Tenía que haber algo. En algún sitio…
Puso un cuarteto de cuerda de Bartók en el iPod externo y empezó a hojear los correos electrónicos. La verdad es que siempre había sospechado algo. Una vez Justin le había escrito contándole que tenían embarcadero propio y podían ir a pasear en barca, lo que a su hermano le parecía genial. Su madre le había dicho que el invierno no era para nada riguroso, que básicamente llovía mucho y ya está. Tal vez estaban en el norte de California, se había figurado siempre Kate. O en la costa noroeste. Pero incluso si sus presentimientos eran acertados, seguía siendo una superficie enorme.
Ni tan siquiera sabía su nuevo nombre.
Página a página, ordenó la pila de correspondencia. Al principio casi todo eran notas del tipo «te echamos de menos» además de un montón de quejas. Las cosas ya no eran como antes. Nada era igual. A Justin le costaba hacer nuevos amigos. Em estaba muy picada con papá y los nuevos entrenadores de squash, que no eran tan buenos.
Mamá parecía simplemente deprimida:
«No sabes cuánto te echamos todos de menos, cariño.»
Luego, según fue pasando el año, los mensajes se volvieron algo más alegres. Como les había prometido Margaret Seymour, empezaban a adaptarse. Su madre era miembro de un club de jardinería. Justin había conocido a aquel chaval que tenía un estudio de música en el sótano y habían empezado a grabar. Emily había conocido a algún que otro chico. Había arrasado en las pruebas de acceso a la universidad. Kate encontró la nota que Em había escrito sobre el primer concierto al que su madre la había dejado ir sola.
«3EB», firmaba Em.
No hacía falta traducción. Third Eye Blind.
Su hermana se la había enviado en junio, casi loca de júbilo. «¡Fue tremendo, Kate! ¡Tan divertido! ¡¡¡Stephan Jenkins estuvo impresionante!!!» Se quedaron hasta más de medianoche. Al día siguiente tenían clase. Una de sus amigas había dispuesto que una limusina las llevara a casa.
Al volver a leerlo, Kate sonrió. Entonces, de pronto, su sonrisa se desvaneció. Se concentró en el nombre del grupo.
Third Eye Blind.
¡Eso era! Third Eye Blind. Kate cruzó corriendo la habitación hasta la mesa del ordenador y lo encendió. Introdujo el nombre del grupo en Google.
En unos segundos, su web aparecía en pantalla. Había un enlace para noticias y, haciendo clic en éste, Kate encontró otro enlace correspondiente a la reciente gira veraniega del grupo. Fue descendiendo. El correo de Em tenía fecha del 14 de junio. El 2 y el 3 de junio habían tocado en Los Ángeles. El 6 de junio habían ido a San Francisco.
El 9 y el 10 habían estado en Seattle, Washington.
Em decía que el concierto había sido la semana anterior. Kate empezó a reconstruir lo que sabía. «Volvieron a casa en limusina. Podían pasear en bote.»
Tenía que ser San Francisco o Seattle.
Pero aunque acertara, ¿cómo podía salir a buscarlos? ¿Cómo podía acotar las opciones? En esas ciudades había millones de personas. Era como buscar una aguja en un pajar, como dice el refrán. Y ni siquiera tenía un nombre. Ni siquiera sabía el aspecto que tenía la aguja.
Hasta que cayó en la cuenta.
«De ahora en adelante, iré donde usted vaya -le había dicho su nuevo guardaespaldas, llamado Oliva-. Cuando esté en el trabajo, estaré en el trabajo. Cuando reme, remaré…»
«Caramba, Kate, ¡eso es!»
Ella remaba. Sharon hacía yoga. Y Emily… ¡Emily era la clave!
Kate se levantó y fue hasta la ventana. Vio el coche del agente del WITSEC aparcado abajo, en la calle.
Sabía que de ningún modo podía decírselo a Greg, y empezaba a sentirse desleal y avergonzada por ello. Él le diría que era demasiado peligroso, demasiado arriesgado. Si se lo contaba, nunca, nunca la dejaría ir. No podía planteárselo.
Y primero tendría que librarse de algún modo de esos agentes del WITSEC.
Fergus se acercó meneando la cola, percibiendo algo, y dejó caer su barbilla en la rodilla de Kate.
– Lo siento, cariño. -Kate agachó la cabeza y le acarició las orejas-. Papá me odiará. Pero tengo que irme durante un tiempo. Después de todo, quizá sí supiera el aspecto que tenía la aguja.
Phil Cavetti había estado muchas veces en la sede del FBI de la avenida Pennsilvania.
Pero nunca en la décima planta.
Y cuando el ascensor privado en el que se encontraba, flanqueado por su jefe de los US Marshals y un enlace del FBI, se detuvo, su estómago revuelto le recordó que no estaba precisamente encantado de que su primera visita se hubiera convocado esa noche a las diez.
Se abrieron las puertas y dejaron a la vista un puesto de seguridad con dos soldados armados montando guardia. La escolta del FBI los saludó con la cabeza y acompañó al grupo más allá de un gran espacio de estaciones de trabajo, el hábitat de los analistas y empleados de élite del FBI. Luego pasaron por un pasillo de despachos con paneles de vidrio en cuyas puertas podían leerse los nombres de algunos de los más poderosos agentes de la ley.
La puerta del despacho de la esquina estaba abierta; era el único con el interior aún iluminado. Cavetti se aclaró la garganta y se enderezó la corbata. La puerta rezaba «Subdirector, Narcóticos y Crimen Organizado».
A través de la ventana del despacho se veía la cúpula del Capitolio.
Ted Cummings estaba al teléfono tras su escritorio de cristal, con la corbata aflojada y el semblante no precisamente complacido. Hizo señas a Cavetti y a su jefe, Calvin White, para que se sentaran en un sofá frente a la mesa. El despacho era grande. Había una bandera americana colgada en un rincón. Tras la mesa, fotos del subdirector con el presidente y otros destacados miembros del gobierno, y el emblema del FBI. En el sofá ya había sentado alguien más, alguien a quien Cavetti reconoció de inmediato. Se dio cuenta de que estaba muy por encima de su categoría salarial. El hombre del FBI que los había acompañado salió y cerró la puerta.
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