Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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«Como de costumbre, me he equipado mal», piensa. «Mis preparativos son superficiales, un equipaje metido a toda prisa en una maleta. Siempre trato de elaborar un plan cuando ya es demasiado tarde.

»Quería ver esa misión en la que Janine nunca pudo estar, donde nunca pudo llegar antes de morir. Me hice cargo de su sueño en lugar de crear uno propio…»

Hans Olofson se ha dormido, duerme intranquilo y se levanta al amanecer. A través de la ventana del hotel ve cómo se alza el sol igual que un enorme globo de fuego sobre el horizonte. Abajo, en la calle, se vislumbran sombras oscuras. El olor de las Jacarandas se mezcla con el del humo de las hogueras alimentadas con carbón vegetal. Mujeres con abultadas cargas sobre la cabeza y acarreando niños a la espalda se desplazan hacia metas que él desconoce. Sin que se trate de algo definitivo en realidad, se decide por continuar hacia Mutshatsha, hacia esa meta que Janine nunca pudo ver…

Cuando Hans Olofson se despierta en la fría noche invernal y su padre está durmiendo boca arriba en el suelo de la cocina después de la larga lucha nocturna con los demonios invisibles, sabe que, a pesar de todo, no está solo en el mundo. Tiene un confidente, un aliado en cuya compañía atormenta a la mujer sin nariz que vive en Ulvkälla, una concentración de chabolas que hay en la parte sur del río. Con él va en busca de aventuras, que incluso en esta comunidad congelada debe de haber.

La casa de madera en la que él vive tiene un vecino poderoso. Rodeada de piedras y barrotes de acero siempre recién pulidos están la jurisdicción y el juzgado. Una casa blanca con bóvedas y amplias puertas de dos batientes. El piso inferior es la sala de audiencia, en el superior habita el juez.

La casa está vacía desde que falleció el viejo juez Turesson, hace algo más de un año.

Un día entra en el patio del juzgado un Chevrolet cargado hasta arriba. La gente de la aldea mira a través de sus visillos con gran expectación.

Del brillante coche desciende la familia del nuevo cacique de la comarca.

Uno de los niños que corretea por el jardín se llama Sture. Él va a ser el amigo de Hans Olofson.

Una tarde, cuando Hans Olofson deambula ocioso cerca del río, ve a un chico desconocido sentado en una de sus piedras preferidas, un sitio desde el que se divisa el puente de hierro y la orilla sur del río. Se esconde tras un matorral y mira al intruso, que parece estar pescando.

Descubre que es el hijo del nuevo juez. Satisfecho, alimenta todo el desprecio que es capaz de sentir. Sólo un idiota o un forastero supone que se puede pescar algo en el río durante esta época del año.

Von Croona. Ése es el apellido de la familia. Por lo que ha oído, se trata de un apellido aristocrático. Es una familia, un apellido. No un Olofson cualquiera. El nuevo juez tiene un linaje que se pierde en la neblina de los campos de batalla.

Hans Olofson decide que el hijo del juez que está pescando en este momento debe de ser un tipo desagradable. Sale de detrás del matorral para que le vea.

El muchacho que está sentado sobre las piedras lo mira con curiosidad.

– ¿Hay peces aquí? -pregunta.

Hans Olofson mueve la cabeza negativamente a la vez que se le ocurre que debería darle un empujón. Echarle de las piedras. Pero se contiene porque el aristócrata le mira directo a los ojos sin dar muestra alguna de incomodidad. Enrolla el sedal, tira de la bolsa de gusanos y se pone de pie.

– ¿Vives en la casa de madera? -pregunta.

Hans Olofson asiente.

Y como si fuera la cosa más normal del mundo, se hacen compañía a lo largo del camino. Hans Olofson va delante, el aristócrata le sigue unos pasos más atrás. Hans Olofson indica y dirige, conoce los senderos, los diques, las piedras. Deambulan en dirección al pontón que conduce al Parque del Pueblo y atajan después por Allmänna Grästäkten hasta que desembocan en Kyrkogatan. En la puerta de la pastelería de Leander Nilsson dos perros se están apareando y los miran con interés. Al lado del depósito de agua, Hans Olofson le indica el lugar donde el loco de Rudin se prendió fuego hace unos años como protesta porque el jefe de servicio Torstenson se había negado a ingresarlo en el hospital a pesar de sus dolencias estomacales.

Sin disimular su orgullo, Hans Olofson trata de presentarle las tramas más espeluznantes que conoce de la historia de la aldea. Rudin no es el único loco que ha habido.

Dirige sus pasos con decisión hacia la iglesia y le muestra el hueco que hay en el muro de la parte sur. Una noche a finales de enero del año pasado uno de los servidores de confianza de la iglesia, en un ataque agudo de crisis de fe, había tratado de derribar la iglesia. Utilizando una palanca y un mazo había hecho con gran acopio de fuerzas un hueco en el grueso muro. Por supuesto, el ruido había causado alarma y, abrochándose el abrigo, el oficial de policía Bergstrand había salido en medio de la ventisca de nieve a detenerlo.

Hans Olofson habla y el aristócrata escucha.

A partir de ese día crece la amistad entre este par tan desigual, el aristócrata y el hijo del talador. Los dos comparten la misma opinión sobre las inmensas diferencias que existen. No todas, siempre queda una especie de tierra de nadie donde nunca llegan a entrar, pero se acercan uno a otro todo lo que pueden.

Sture tiene una habitación propia en el desván que hay en el piso superior del juzgado. Es una habitación grande y luminosa, llena de aparatos curiosos, mapas, mecanos y productos químicos. Allí, en realidad, no hay ningún juego, sólo dos maquetas de avión que cuelgan del techo.

Sture señala una foto de la pared. Hans Olofson ve en ella a un hombre barbudo que le recuerda algo a los viejos cuadros de clérigos que hay en la iglesia. Pero Sture le explica que es Leonardo y que él quiere hacer lo mismo que él algún día. Descubrir lo nuevo, crear algo que las personas no imaginan que se pueda necesitar…

Hans Olofson le escucha sin acabar de entender. Pero se imagina la importancia de lo que está escuchando y cree reconocer en ello sus propios sueños y su obsesión por cortar las amarras de la miserable casa de madera y dejarse llevar a lo largo del río hacia ese mar que todavía no ha visto.

En esta habitación en el desván del juzgado comparten sus juegos de misterio. Sture no va casi nunca a casa de Hans Olofson. Le agobia el ambiente cerrado, el olor de los perros grises, del algodón mojado.

Naturalmente no le dice nada sobre esto a Hans Olofson. Le han educado para que no hiera a nadie sin necesidad, él sabe de dónde procede y le alegra no tener que vivir en el mundo de Hans Olofson.

Durante este primer verano, en que se están conociendo, ya empiezan a hacer escapadas nocturnas. Restos de una escalera apoyada en la ventana del desván permiten que Sture pueda marcharse sin que nadie le oiga, y Hans Olofson soborna a los perros grises metiéndoles huesos en la boca y sale sin que la puerta haga ruido. En la noche estival deambulan por la aldea dormida y su principal motivo de orgullo es no ser descubiertos. Dejan de ser las cautelosas sombras del principio e incorporan audacias cada vez más atrevidas. Se deslizan a través de setos y verjas rotas, escuchan a través de ventanas abiertas, se sube uno a los hombros del otro y acercan la cara a las pocas ventanas de la aldea en las que aún hay luz. Ven a hombres borrachos con mugrientos calzoncillos, tumbados y durmiendo en apartamentos que apestan a cerrado. En una ocasión, que lamentablemente nunca más se repitió, presencian el violento ataque de un ferroviario a la empleada de la zapatería Oscaria en una cama de la tienda.

Dominan las calles vacías y los jardines.

Una noche de julio llevan a cabo un robo ritual. Entran en la tienda de bicicletas que se halla junto a la farmacia, especializada en la marca Monark, y cambian de lugar algunas bicicletas del escaparate. Luego salen de la tienda rápidamente, sin haber sustraído nada. Lo que les atrae es el delito en sí, crear un enigma desconcertante. Wiberg, el comerciante de bicicletas, no va a entender nunca lo que ha ocurrido.

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